El paciente cero eras tú. Juan Carlos Monedero
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El Estado siempre ha mantenido en los dos últimos siglos esa ambigüedad. Aunque siempre, y esa ha sido su condición invariable, ha servido al sistema económico dominante. Por eso, hoy, el Estado que antes te mataba puede no dejarte vivir. No depende de él. El Estado no es algo con conciencia propia, un ente con una lógica aislada de su entorno. Es una relación social cuyo significado se obtiene en virtud de lo que la sociedad haga con él. Depende de la ciudadanía, que quizá obedezca las órdenes sin rechistar o quizá recuerde que, en democracia, se manda obedeciendo. En tiempos de crisis, pueden chocar el Estado y el gobierno (los militares en EEUU o en Brasil han tenido enfrentamientos con Trump y Bolsonaro), los partidos pueden colaborar con el gobierno o empezar su asalto al poder. La sociedad puede organizarse para ayudar a los más necesitados o convocar caceroladas para debilitar al gobierno. El resultado depende de la correlación de fuerzas, y los Estados, llenos de sesgos y surcos trazados por la Historia, son más amigos de inercias que de innovaciones. Pero quien decide es la correlación de fuerzas. ¿No han cambiado en España las mujeres el delito de violación por su indignación y protesta ante la sentencia primera de la Manada?
En tiempos de crisis se produce un cortocircuito en el Estado y para pilotar la nave no hay otra que activar la dirección manual. Por tanto, la pregunta ahora, que vienen tantas curvas, es: ¿nos ponemos todos, cada cual donde pueda y deba, a los mandos del barco?
¡Dios bendito! ¡Qué hostia nos hemos pegado! Aquel invierno de 2020…
Estamos siendo testigos de tres pandemias simultáneamente. La primera es la pandemia del coronavirus. La segunda es la pandemia del hambre. La tercera es la pérdida del medio de sustento […] Tenemos la obligación de crear economías que no destruyan la naturaleza y que no destruyan los medios de sustento ni los derechos de los trabajadores, economías que no destruyan nuestra salud propagando enfermedades y pandemias, que no provoquen la pérdida de los medios de sustento, de la libertad, la dignidad y el derecho al trabajo, que no exacerben el problema del hambre en el mundo.
Vandana Shiva, «El 1 de mayo y las tres pandemias»
La posguerra promete ser más dura que la guerra. Una caída del PIB en todo el mundo que puede rondar el 10 por 100. Como una guerra que se alargue cuatro años. Como tablones clavados en las puertas de las casas formando parte de un paisaje permanente, deteniendo el tiempo y el espacio. Pero sin aviones, bombas, balas ni misiles, sin el fragor de una guerra ni el movimiento de tropas enemigas. Incertidumbre dentro de la incertidumbre envuelta en incertidumbre. Buscando el norte con una brújula rota. Si Dios creó el mundo nombrándolo, rastreamos las palabras a ver si vemos la luz nombrando la luz. Y aplicamos el alfabeto a la economía: recuperación en V, recuperación en Y, recuperación en W, recuperación en L.
Recuperación en puntos suspensivos…
Un imprevisto global que ninguno de las decenas de miles de economistas que pueblan tertulias, editoriales, columnas y universidades había sabido contar. ¿Se le había ocurrido antes a algún Nostradamus de las finanzas lo del «coma inducido», esto es, hibernar la economía para salvaguardar el tejido productivo y las rentas? Las crisis hacen socialistas a los liberales, y a los defensores de la economía abierta un poco más proteccionistas. Una retirada defensiva desde la certeza de que el hambre y el miedo de la gente ponen los nervios a flor de piel. Una enseñanza que tenemos en el ADN.
Igual que cuando se mueven las ramas o creemos haber escuchado un ruido, y aprendió nuestra biología a sospechar la posibilidad de un depredador detrás. Entonces nos replegamos en nuestro perímetro de defensa. Una «sacudida hacia dentro». Se hablaba de decrecimiento para luchar contra el cambio climático, pero ¿contener todos la respiración durante unos meses a ver si despistamos el riesgo y vuelve a palpitar el corazón? Y después, con aeropuertos y puertos detenidos, con aduaneros con metralleta y termómetro, con una economía buscando deprisa y corriendo el mercado interior que habían abandonado. Una lucha entre la globalización y la autosuficiencia. Corredores aéreos para el turismo, playas segmentadas, fases de desconfinamiento, teletrabajo, rastreadores, supercontagiadores, la escuela amenazada, mascarillas o barbijos de Vuitton o de plástico de bolsas de basura… Una revolución sin asaltar La Moncloa, Los Pinos, la Casa Blanca o el Palacio de Invierno. La revolución es un tiempo en el que se hace posible lo imposible. ¿Quién le iba a decir a los pasajeros de un crucero de lujo de la segunda economía europea que ningún puerto iba a dejarles atracar? Las revoluciones siempre vienen con sus contrarrevoluciones. Las revoluciones se hacen con entusiasmo; las contrarrevoluciones, con estrategia y dinero.
Es verdad que se trata de una tormenta perfecta para la economía. Mostrará sus dientes después de acabado el baile del desconfinamiento, las fases y los rebrotes. La posguerra va a ser más dura que la guerra:
Las grandes economías caen a tasas de dos dígitos. El confinamiento ha destrozado los canales de producción, ha obligado a cerrar fronteras, ha provocado un repunte del proteccionismo. Ha llevado a la quiebra a miles de empresas y ha desatado una hecatombe en los mercados de trabajo; sólo en EEUU ha destruido 33 millones de empleos desde marzo. El colapso de los mercados de materias primas es de dimensiones bíblicas. Este último trimestre del diablo es ya la recesión más fulminante y profunda de la historia: la destrucción de riqueza y empleo en cuatro meses es equivalente a cuatro años de Gran Depresión[1].
Alguien tendrá que pagar este golpe. Los que no quieren hacerlo ya están hablando entre ellos y activando sus lobbies. Salvar al soldado Wall Street. Las finanzas son la variable independiente de la que depende todo lo demás. Es uno de los rasgos de los que llamamos neoliberalismo. Nadie se atreve con ellas. El virus es objetivo. Qué hacer con él forma parte del arsenal de ideas. La huella de nuestros miedos históricos no está tanto en lo que pasó, sino en el relato de lo que pasó. En la Peste Negra, unos rezaban, otros mataban judíos y herejes, otros se resignaban por la decisión de Dios, otros buscaron científicamente al transmisor. Las monarquías de la península Ibérica aumentaron las recaudaciones fiscales. El relato «tremebundo» de los frailes sirvió a los intereses del poder. El apocalipsis casi siempre es conservador. En el siglo XIV, los frailes se golpeaban con el cilicio para purgar los pecados del mundo. Hoy, los seguidores de Trump, en Estados Unidos o en España, exigían romper el confinamiento y salir a contaminarse para que los que mueran rediman a los que se salven gracias a la «inmunidad del rebaño». A los acaudalados pasajeros del crucero británico MS Braemar, con cinco casos detectados de coronavirus, sólo les dio acogida y les permitió atracar en puerto Cuba.
Al SARS-CoV-2 lo cercaremos científicamente, pero la lectura de la enfermedad, los contornos del poscovid-19, vendrá dictada por los relatos. De momento, el cuento que va ganando es el de las finanzas. Al final, todo parece un rescate encubierto e indirecto de los grandes capitales. Si la recuperación aumenta la deuda de los Estados, vuelven a ganar los bancos. Y esa va a ser la tónica. La derecha va a estar de acuerdo con que los Estados liberen ayudas para las personas, que en su lectura será para el consumo. Cuando sea el momento, propondrán recortes para limitar la deuda. Regresarán las metáforas: «vivir por encima de nuestras posibilidades», «no permitirnos más de lo que podemos pagar», «hay que equilibrar los balances», «los impuestos son un peligro»… Y será, al menos en su cabeza, como en 2008. ¿Tendremos memoria[2]?
El capitalismo