Comedias dramáticas. José Ignacio Serralunga
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ISABEL: ¿Y su prima?
SACERDOTE: Si yo hubiera podido hablar con ella después de eso… aclarar los sentimientos… saber que ella estaría bien… La duda, Isabel. Lo peor es la duda.
ISABEL: ¿Qué? ¿Murió?
SACERDOTE: Dios me perdone por esto… ojalá hubiese muerto. (Reacciona) No, no. Estoy desvariando. Si ella hubiese muerto habría perdido la esperanza… de poder preguntarle si ella se cayó del balcón, por atolondrada, o si se tiró, desesperada. Porque si ella se tiró, si ella decidió su propia muerte, ya no tengo esperanzas de verla nunca más, en el Cielo.
ISABEL: Padre, discúlpeme. No entiendo nada. ¿Se murió o no se murió? ¿Por qué no le puede preguntar?
SACERDOTE: Porque hace más de cuarenta años que está en coma. Como un cuerpo muerto, pero que nunca murió. Lo peor es que, cuando vengo a esta casa, parece que el tiempo se hubiera detenido. Su mamá fue muy clara: quiero que la casa esté siempre igual al día del accidente, para que cuando ella despierte, encuentre su propio hogar, con el mismo olor a romero en las macetas, con los mismos colores en las paredes… cremita la galería, verde agua el comedor, celeste la habitación de ella. Por eso esta casa parece un museo, Isabel. Siempre igual. Siempre igual. Yo querría volver un día y ver que no estén más los nísperos, ni los mandarinos, ni la palta. Querría que desaparecieran esos cisnes horrendos de cemento, del tiempo de ñaupa, las margaritas blancas de corazón amarillo, las calas…
ISABEL: Son lindas las margaritas…
SACERDOTE: Yo querría que todo eso quede atrás, volver a esta casa y encontrar plantas nuevas, paredes blancas, muebles modernos, sin olor a lavanda... querría que entrara aire fresco, que…
ISABEL: Padre ¿De qué habla?
SACERDOTE: De la vida, hablo. De mi vida. De las cosas que yo querría para mí, de las cosas que ya no soporto. Porque ya estoy grande, estoy cansado de todo esto.
ISABEL: ¿Usted está bien, padre? ¿Todo eso que dice… usted imagina cosas o qué? ¿En dónde está su prima?
SACERDOTE: Acá.
ISABEL: ¿Acá dónde? Nunca escuché de nadie que estuviera así, como usted dice, en este pueblo.
SACERDOTE: Querría despertarme cada día sin dolor en las tripas, sin esa duda que me persigue. Querría tener noches tranquilas, en las que sueñe cosas bellas. Pero no puedo.
ISABEL: Padre… No lo tome a mal. Su prima ¿Existe?
SACERDOTE: El alma ¿Existe? Dios ¿Existe? No lleguemos a eso, Isabel, no tengo ganas. Me pasé la vida estudiando y enseñando sobre el alma y sobre Dios, y no encuentro respuestas a esto que me está pasando. ¿Querés saber si mi prima existe? Sí, claro que existe. Está acá, en esta casa.
ISABEL: No, padre, discúlpeme que le diga, acá no hay ninguna prima suya. No hay nadie que esté enferma como usted dice.
SACERDOTE: ¿Estás segura?
ISABEL: Vivo acá desde que nací y no veo nada de lo que usted dice. No hay prima, no hay enferma. Hay calas, y hay mandarinos, y hay paltas, y hay hamacas en el patio grande, por si no las vio, pero no hay prima, ni enferma, ni nada. Voy a llamar a mamá para que lo escuche ella, porque yo ya me aburrí de usted.
SACERDOTE: Está bien. Pero antes te pido una sola cosa. Por favor. Tratá de recordar qué pasó después de que se fue Julio. Cuando estabas con Batuque. Necesito saber eso, porque así podré dejar atrás esa duda que me persigue. ¿Vos querés saber si le arruinaste la vida a tu primo? Bueno, yo necesito saber qué pasó después de que lo besaste, porque, aunque a vos te cueste entenderlo, de eso depende mi tranquilidad.
ISABEL: Mire, padre, realmente me está poniendo nerviosa. Voy a llamarla a mamá. (Amaga salir)
SACERDOTE: Esperá, por favor.
(Pausa.)
ISABEL: ¿Qué, padre, qué?
SACERDOTE: Cerrá los ojos, por favor.
ISABEL: ¿Eh? ¿Por qué?
SACERDOTE: Por favor. Cerralos.
ISABEL: No entiendo qué es lo que quiere, padre. Esto no tiene sentido.
SACERDOTE: Ya lo sé. Creeme que para mí la cosa no es más fácil que para vos. Pero necesito que hagas eso, y voy a tratar de responder a tu preocupación.
ISABEL: No, padre. No. Suficiente.
SACERDOTE: Voy a venir a verte todos los domingos. Después de misa nos dejan salir. Vamos a comer mandarinas, y vamos a hamacarnos en las hamacas del patio grande.
ISABEL: (Sorprendida) Eso me dijo Julio recién. ¿Usted estuvo escuchando nuestra conversación?
SACERDOTE: Juramos que no íbamos a decir nada de lo del gallito bataraz. (Ella lo mira, cada vez más sorprendida) Y yo me eché la culpa por incendiar la chimenea, para no delatar a mi primita Isabel.
(Isabel lo mira, sin atinar a hablar.)
Yo soy Julio, Isabel. Yo soy Julio después de un millón de años ¿No me reconociste ni por un segundo?
ISABEL: ¿Julio? ¿Qué dice? Julio acaba de irse, y tiene dieciocho años… no… usted está mal de la cabeza.
SACERDOTE: ¿Y cómo sé lo del gallito bataraz? ¿Alguien más conoce nuestro escondite secreto? Detrás del lapacho, seis pasos a la izquierda, tres hacia la pared de la enredadera y dos hacia la derecha. Ahí guardamos nuestras cartitas a los ocho años, y un juego de botones de tu saquito azul, a los diez. ¿Sigo?
ISABEL: No. Estoy mareada. (Se sienta)
SACERDOTE: No te asustes, pero cambiaron muchas cosas. Batuque… Petrona…Tu mamá… ya no están.
ISABEL: ¿¿¿Qué???
SACERDOTE: Pasaron cuarenta y cinco años desde el momento en que yo me fui al seminario y que vos tuviste tu accidente.
ISABEL: ¿De qué accidente habla, padre?
SACERDOTE: Soy Julio, Isabel. Soy tu primo Julio. Yo no me fui recién al seminario ¿Entendés? Fue hace muchos años.
ISABEL: ¡No! ¡Usted está loco! (Sale por el extremo opuesto al que llegó) ¡Mamá…!
(El cura se sienta, agobiado. Luego de unos segundos, ella vuelve a entrar, muy turbada. Lo mira al cura buscando respuestas.)
ISABEL: ¿Qué pasa…?
SACERDOTE: ¿Te viste?
ISABEL: ¿Qué?
SACERDOTE: Si entraste a tu habitación.
ISABEL: