Comedias dramáticas. José Ignacio Serralunga

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Comedias dramáticas - José Ignacio Serralunga Teatro

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      (Pausa.)

      ISABEL: Hay una… (Pausa) ¿Está muerta?

      SACERDOTE: Sos vos, Isabel. Esa viejita sos vos. (Ella, atribulada, lo mira, no atina más que a escuchar) Esa sos vos.

      Nunca más volví a sentir la felicidad de estar con vos, Isabel. Al principio venía a verte, cada semana, los domingos. Te contaba de mis cosas en el seminario, cortaba jazmines y te los dejaba en el florerito al lado de tu cama, para que los olieras al despertarte. Pero nunca despertaste, Isabel. Y yo, que me pasé la vida diciéndole a la gente que tenga esperanza, la fui perdiendo. Y cada vez que levanto el pan para que se haga el cuerpo de Nuestro Señor lo miro, y dentro de mí crece la rabia, y le pregunto en silencio que si es el dios bueno que nos ama, por qué cuernos te hizo esto a vos, Isabel. Por qué, si tengo que enseñarle a la gente que nuestro buen Dios nos ama, me hace esto a mí. ¿Cómo pude vivir tantos años pidiéndole a la gente que tenga confianza, que tenga fe, que tenga esperanza, cómo, yo, que perdí la confianza, que perdí la fe, que perdí la esperanza? ¿Por qué nos hizo esto, Isabel?

      ¿Por qué tanto castigo?

      ISABEL: No. Yo no soy esa vieja. Yo soy yo.

      SACERDOTE: ¿Entendés, Isabel, por qué te digo que lo peor es la duda? La duda de saber si te tiraste o te caíste, la duda de seguir creyendo y esperando… Y en vez de despertarte, y decirme que me quede tranquilo, que ya pasó todo, aparecés de esta manera. ¿Qué estás haciendo, Isabel? ¿Qué hiciste todo este tiempo? ¿Me escuchabas?

      ISABEL: No… yo recién fui hasta el balcón… y volví. Pasó un segundo para mí, y cayeron un millón de años sobre mis cosas… (Piensa, lo mira) Y sobre vos. (Pausa) Tenés la voz diferente, Julio. Y tus ojitos ya no brillan como antes.

      SACERDOTE: Los tuyos sí. (Pausa) Tu mamá esperó siempre que despertaras. Fue más fuerte que yo. Pero estaba muy viejita, muy mayor cuando se fue. Antes de irse, te dejó su crucecita de brillantes en las manos, para que te cuidara. Después te siguió atendiendo Petrona, algunos años. Hasta que tuve que encargarme de buscar otra gente, enfermeras. Gente con experiencia en estas cosas. (Pausa) Hoy vine porque me pidieron que venga. Porque empezaste, luego de tantos años, a balbucear, a decir cosas ininteligibles. Me dijeron que estabas muy desmejorada. Que estaban esperando un desenlace. Vine a darte la unción de los enfermos, Isabel.

      ISABEL: Ay ¿Ya me la diste?

      SACERDOTE: No. Me estaba preparando cuando apareciste.

      ISABEL: ¿O sea que no estoy muerta?

      SACERDOTE: No, todavía no.

      ISABEL: Qué suerte. ¿Será que Dios te dará la oportunidad que le pedías?

      (Pausa.)

      SACERDOTE: ¿Sufriste mucho?

      ISABEL: ¿Yo? Nada. Yo fui hasta el balcón…

      SACERDOTE: Y apareciste acá.

      ISABEL: Sí. Y ustedes cuidando a esa viejita. Qué zonzos.

      SACERDOTE: Esa viejita sos vos.

      ISABEL: ¿Te parece? ¿De verdad creés que eso que está ahí es Isabel? Me parece que no aprendiste nada, primito. Yo soy yo. Yo, que soy capaz de reírme de tu cara seria, de tu cuellito rígido, de tus modales. Se ve que te educaron bien en el seminario ¿Eh? Te volvieron seriecito. ¿Ya te olvidaste de nuestras picardías? (Imita a señora grande) Un muchachito como vos, Julio, que va a ser sacerdote, no puede ponerle sal al té de la tía Zulema…

      SACERDOTE: ¡Vos le ponías la sal, malvada!

      ISABEL: (Divertida, miente) ¿Yo? Sería incapaz de alguna maldad… (Pausa. Un poco más seria) ¿Sufriste mucho, Julio? En tu vida. Sufriste mucho.

      SACERDOTE: Fue difícil ¿Sabés qué me sucedió? Que empecé a odiar las cosas que más quería ¿Te acordás de aquella curvita del río en San Antonio de Arredondo, en Córdoba?

      ISABEL: Claro, si fuimos el verano pasado.

      SACERDOTE: Bueno, en realidad no fue el verano pasado. Fue hace cuarenta y pico de años.

      ISABEL: Ah, claro. Me cuesta hacerme a esa idea.

      SACERDOTE: Bueno, ese lugar tan lindo, donde compartimos nuestras travesuras, se fue arruinando de a poco…

      ISABEL: (Interrumpe) ¡Nos escapamos con los caballos y se largó la tormenta! Mamá estaba desesperada ¡Cómo creció el arroyo, de golpe!

      SACERDOTE: Yo tenía un susto… no te dije nada para no preocuparte, pero…

      ISABEL: (Divertidísima) ¡Y te retaron a vos solo!

      SACERDOTE: Porque, como siempre, el único culpable era yo.

      ISABEL: (Imitando señora grande) ¡Julito! ¡Un muchachito como vos, llevando a una niñita inocente como Isabel en medio de una tormenta!

      SACERDOTE: Nunca imaginó que la de la idea habías sido vos.

      ISABEL: (Fingiendo inocencia, exageradamente) ¿Yo? ¿Qué cosas dice, padre? (Se ríe).

      (Pausa.)

      SACERDOTE: Yo volvía cada año con el seminario, de retiro, a la casa que está sobre la loma. Y me escapaba a aquella curvita del río.

      (Pausa.)

      Ese lugar fue perdiendo magia, Isabel. Vos no estabas. Las micas ya no brillaban como cuando vos estabas. El olorcito de los yuyos ya no era dulce, me repugnaba. El agua, que con vos era cantarina y alegre, ahora hacía un sonido pavo, insulso. Me terminaba aturdiendo.

      Todo porque pensaba en vos, en tu risa. Claro, era tu risa el sonido cantarino, no era el agua. Pero vos ya no estabas. Aparecías en mi mente con tu carcajada exagerada y las chispitas de tus ojos, y de pronto se me caía encima tu cama de enferma. La peperina se volvía alcanfor.

      ¿Entendés lo que me pasó? Comencé a odiar las cosas que quería.

      Esta casa, que siempre fue alegre y ruidosa y llena de escondites y de recovecos, se transformó en un panteón. En tu ´panteón. Se puso fría. Parece que el sol ya no calentara en estas galerías.

      ISABEL: Ya sé lo que te pasó, Julio. Vos me querías mucho ¿Cierto?

      SACERDOTE: Mirá las cosas que me preguntás.

      ISABEL: En serio te pregunto ¿Vos me querías mucho?

      SACERDOTE: Por supuesto. Eras a quien más quería.

      ISABEL: Claro. Ahora entiendo tu sufrimiento. Empezaste a odiar a las cosas que más querías. Yo era una de las cosas que más querías.

      SACERDOTE: ¡Vos no sos una cosa!

      ISABEL: Yo no era una cosa. Cuando era así (se señala a sí misma) Pero empecé a dejar de ser esto, para ser aquello (señala hacia su habitación) Empezaste a odiarme, Julio. Eso te pasó. Empezaste a odiarme porque ya no cantaba, ni me mataba de risa, ni hacía pichí en las macetas y te echaba la culpa a vos. Ya no era yo, eso que estaba en mi cama era

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