Finalmente inmortales. Klaus Muller

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Finalmente inmortales - Klaus  Muller

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a los niños en un juego de preguntas y respuestas en medio de la miseria más amarga en algún pequeño reducto judío de Europa del Este, y que se mantiene vivo hasta el día de hoy como “Sug schoin Rebbenju”:

      Dime, querido rabí, ¿qué pasará cuando venga el Mesías?

      Cuando venga el Mesías, celebraremos una gran fiesta.

      Oye, rabí, ¿quién hará la música para nosotros en la fiesta?

      ¡Moisés cantará y tocará para nosotros!

      Oye, rabí, ¿quién bailará para nosotros en la fiesta?

      ¡Miriam bailará para nosotros!

      Oye, rabí, ¿qué beberemos en el festival?

      ¡Beberemos vino!

      Oye, rabí, ¿qué vamos a comer en la fiesta?

      La Schurrabah —denominación infantil de Behemot—25.

      Así que cuando el Mesías venga, la bestia del miedo será comida. Aludiendo al título de una famosa película de Rainer Werner Fassbinder (1945-1982), hay un contrapunto a eso de que “el miedo se come el alma” (Angst essen Seele auf). Lo que expresó aquí el judío, poeta de Dios, tiene su paralelo milenio y medio atrás con los padres de la Iglesia, porque con frecuencia refieren que la herida ocasionada al alma humana por culpa del fruto del árbol del paraíso es sanada por otro fruto, un nuevo alimento: el fruto del árbol de la cruz, la Eucaristía, el “pharmakon athanasias”26, como el padre de la Iglesia Ignacio de Antioquía (siglo II) la denomina y también el actual misal católico: la medicina de la inmortalidad27.

      6. El secreto empresarial detrás de todo esto: la autoconservación

      Pero ¿de dónde viene este miedo a tener que salir, de la finitud, cuya respuesta espiritual, a todas luces, solo puede tranquilizar a alguien religioso? No es necesario esforzarse de antemano para lograr el proverbial “ser para la muerte” de Martin Heidegger (1889-1976) o por el pathos del existencialismo. Me parece más sugestivo echar un vistazo a un contexto que la antigüedad ya conocía, y que luego se convertiría en un teorema central de la modernidad filosófica, del que, además, surgieron buena parte de los actuales desafíos intelectuales, prácticos y políticos: la conexión constitutiva entre el ser sujeto y la autoconservación.

      Filosóficamente, el concepto de autoconservación se remonta al periodo del clasicismo griego28. A principios de la Edad Moderna experimentó un renacimiento, que a veces lo arrastró hacia una deriva antiteológica debido a la relación de la autoconservación con la idea de amor propio. Posteriormente —con Thomas Hobbes (1588-1679)— pasó a tener el rango de “concepto fundante”29, con lo que se convirtió en una idea central de la modernidad. Desde hace diez años, el concepto se viene discutiendo y utilizando como instrumento de análisis para valorar el carácter específico de la modernidad. Lo que no solo conduce a establecer nexos entre perspectivas que de otro modo se considerarían de forma independiente, sino que también lleva a controversias sobre la reivindicación y el derecho que tiene la modernidad frente al pensamiento contra el que se ha manifestado críticamente30. El fenómeno se entiende mejor si se aborda dentro de los límites establecidos por un marco conceptual:

      Aristóteles (384-322 a. C.) introdujo el concepto de conservación del género en el concepto de autoconservación, mientras que la filosofía estoica incluyó la idea de la preservación del individuo y de su relación con la autorreferencia31. Diógenes Laercio (siglos II y III) escribe en su compendio Vidas y opiniones de filósofos ilustres que

      Dicen [los estoicos] que la primera inclinación del animal es conservarse a sí mismo, por dote que la Naturaleza le ha comunicado desde el principio, según escribe Crisipo en el libro I De los fines, diciendo que la primera inclinación de todo animal es su constitución y conocimiento propio, pues no es verosímil que el animal enajenase esta inclinación, o bien hiciese de modo que ni lo enajenase ni lo conservase. Resta pues, que digamos que la retuvo amigablemente consigo, y por esto repele las cosas nocivas y admite las sociables32.

      En esta breve cita de Diógenes Laercio se mencionan dos ideas claves que dan un primer indicio de la continuidad y diferenciación entre esta clásica autoconservación y un concepto específico central de la Modernidad.

      Por un lado, según Diógenes, Crisipo (280-206 a. C.) ya asociaba en el ser autosuficiente la inclinación a la autoconservación con el momento de la conciencia de esta inclinación: la autorrelación y la autoconservación van de la mano. Esta representación del pensamiento alcanzará realmente su máxima expresión en la modernidad. La unión de las dos llega a ser tan importante que podría intentar elaborarse una teoría general de la subjetividad y de la autoconciencia.

      Al mismo tiempo, sin embargo, en el pasaje de Laercio entra en juego, hasta cierto punto, una diferencia decisiva entre el pensamiento estoico antiguo y el moderno sobre la autoconservación: para los estoicos, la tendencia del ser viviente a permanecer en la existencia se inscribe desde el principio en su constitución a través de la naturaleza generada, así la autoconservación es su dote. La doctrina cristiana de la creación ha dado continuidad a esta perspectiva de una manera algo distinta: ella también reconoce la autoconservación de las criaturas; la voluntad del querer permanecer existiendo se convierte para estas en un momento interior de su aspiración y adhesión de su ser a una meta más elevada y definitiva. Dicho formalmente: estoica y cristianamente, la autoconservación de los seres se basa en su determinación constitutiva, ya sea por la naturaleza o por el Creador; en pocas palabras: en ambas visiones, la autoconservación tiene sus raíces en la conservación foránea.

      Aquí precisamente se halla la línea divisoria entre la Edad Media y la modernidad. Debido a que la credibilidad en el telos último se desvaneció en el marco de la crisis de la metafísica cristiana occidental, una radical autorrelación tomó su lugar. La autoconservación implica entonces, necesariamente, la exclusión de cualquier forma de conservación foránea, sobre todo teológica. Cada razonamiento de algo semejante a una creación de Dios se vuelve obsoleto. Y ni las mismas leyes de la naturaleza dan a los procesos de conservación su carácter; la permanencia en el mundo debe extraerse de todo ello mediante la formulación de hipótesis apoyadas en la experimentación: la subjetividad autodeterminada también debe asegurar su propia conservación.

      El hecho de que esto también incluya estar en relación constitutiva con los otros se encuentra ya dentro del alcance de la autoconservación en el clásico sentido aristotélico: dependemos de otros, sobre todo al comienzo y, normalmente, también al final de nuestras vidas, tanto para nuestra prosperidad como para nuestra propia perdición. Más llamativo es el hecho de que un manual sobre el tema de la “sociedad” haya reflexionado en los últimos tiempos por primera vez sobre el problema de la autoconservación. Esto ocurrió con la teoría política de Thomas Hobbes33. Para él, el Estado es una expresión de la voluntad de todos los ciudadanos:

      La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas34.

      Para Hobbes, este fin solo se alcanza al:

      […] conferir todo poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por

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