Finalmente inmortales. Klaus Muller
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Parece todo, menos una coincidencia, que en el escenario apocalíptico aquí descrito, el staccato “sin propiedad, sin lugar fijo, sin tiempo, sin pueblo”, evoca una especie de contraimagen del título de oikeiosis propio de la tradición de la Stoa, que, según un amplio consenso, viene a ser “un pilar fundamental de la ética estoica”41 y que hace referencia a la apropiación ordenada que las personas hacen de las cosas. A esto le sigue: “Que el origen de la oikeiosis como la irrupción diferenciadora entre lo propio y lo ajeno es, por así decirlo, la chispa inicial de la subjetividad”42.
Sin embargo, también es evidente de inmediato por qué y cómo el motivo estoico de la autoconservación, que está estrechamente ligado a la oikeiosis, tal como se percibe en el testimonio de Cicerón (106-43 a. C.)43, puede ser usado entonces como una representación de cuño ético a priori y constitutivo de la noción de sujeto. Podría también decirse de la misma manera que a la subjetividad exitosa y a la vida consciente pertenecen, constitutivamente, una relación positiva con la finitud y una autoconservación limitada, lo que tradicionalmente se ha denominado la capacidad de un ars moriendi.
7. Redescubrir el ars moriendi
Hablar de este arte hoy en día es algo que se considera, desde luego, de mal gusto, como una transgresión contra el habitual gusto estético con su ideología sobre la belleza, que solo permite lo que es joven y bello, lo que está a la moda y en forma. Es parte esencial de la tradición judeocristiana insistir en la dignidad de los maltratados, en las huellas de los caídos, de aquellos que parecen perdidos sin sentido. El recuerdo de las vidas que han llegado a su fin, a veces interrumpidas, está inseparablemente ligado a una esperanza en Dios que se basa en el hecho de que todo lo que se ha vivido y sufrido humanamente, e incluso lo que se ha malogrado, seguirá constituyendo un buen todo, en una realidad que las tradiciones bíblicas llaman “un cielo nuevo y una tierra nueva”.
Aquellos que no compartan esa esperanza, desearán estar junto a los muertos que estuvieron próximos, desearán permanecer allí, aunque sea un instante, en el que se les recuerde con gusto o que se diga con respeto su nombre por lo que se ha creado. Las preguntas sobre la felicidad y la miseria de una vida vivida, y cómo ambas fueron juntas, tienen poco espacio. Esto explica la tendencia a ubicar ante la muerte toda una pantalla de técnicas de disimulación, llegando a tal punto que, ante un fallecimiento, los diseñadores profesionales de ritos ya no utilizan la palabra muerto, y mucho menos cadáver, sino que hablan de aquellos a quienes se amaba.
No hace mucho tiempo la gente intentaba mantener la vida y la muerte más unidas. La versión cinematográfica de la vida de C. S. Lewis (1898-1963) puede, por ejemplo, ser una buena muestra de esto. Lewis fue un célebre profesor de literatura medieval y renacentista en Inglaterra. Se forjó un nombre de talla internacional publicando libros espirituales, lo que lo convirtió en uno de los escritores cristianos más importantes del siglo XX. Durante décadas Lewis fue un soltero convencido, pero un día conoció a la estadounidense Joy Davidman (1915-1960), quien había huido con su hijo de su violento marido y quien no quería regresar a su país por nada del mundo. Para salvarla de ser deportada por las autoridades británicas, Lewis aceptó casarse con ella. Se trataba de un matrimonio ficticio, pero, como a veces eso sucede, se convirtió en algo más que eso: Lewis y Joy Davidman descubrieron un profundo amor el uno por el otro y se convirtieron en una “verdadera pareja de casados”, como él mismo escribe.
Tan extraño como empezó el matrimonio, fue tan feliz como corto: Joy cayó enferma de cáncer el mismo año de la boda. Luego de algunas mejorías médicas iniciales, se fueron de vacaciones a Irlanda a disfrutar del tiempo del que disponían. Un día, durante una caminata, terminan resguardándose de una tormenta, momento en el cual Joy le dice: “Moriré”. Lewis no quiere oírlo, no quiere que la felicidad de la hora se ensombrezca, pero Joy insiste: “Moriré. Lo sabes. También esto tiene su lugar aquí. Ser feliz ahora será parte del dolor cuando haya muerto” (“The happiness now will be part of the pain then”). Algún tiempo después, Joy muere. El final de la película presenta a un Lewis ensimismado, mientras recorre junto a su hijastro una pradera, y dice entonces: “El dolor de ahora será parte de la felicidad que vendrá” (“The pain now will be part of the happiness then”), después, cuando él se una a Joy ante la presencia de Dios.
No hay duda al respecto. Tal entrelazamiento de felicidad y miseria —uno tan escondido en el otro, que un hálito de reconciliación se extiende sobre el enigma de la vida y la muerte— es un enigma sobre el que no se puede decir nada y sobre el que no se puede demostrar nada. Dondequiera que se haya hablado o se venga a hablar de ello, acontece cautelosamente en la conciencia de ese pensamiento frágil. Un Hölderlin (1770-1843), un Camus (1913-1960), un Saint-Exupéry (1900-1944), un Tom Wolfe (1931) y cualquier otro que lo haya sabido trata el lenguaje con debida precaución. El último gran poeta de lengua yidis, quien murió en 2010, Abraham Sutzkever (1913-2010), estableció para esto una regla: “Repasa las palabras como en un campo minado: un paso en falso, un movimiento en falso, y todas las palabras que has enhebrado en tus venas toda tu vida se harán pedazos contigo [...]”44.
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