Finalmente inmortales. Klaus Muller
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Como expresión de la voluntad de los ciudadanos, el Estado no es un mero instrumento mediante el cual un grupo de personas trata de lograr un objetivo particular; por tal razón, no debe haber un uso de la fuerza por parte del Estado en nombre de los ciudadanos en contra de la voluntad de uno o algunos de ellos. Pero el Estado tampoco se encamina hacia la realización de un orden mundial; en cualquier caso, el Estado solo podría satisfacer las demandas de los ciudadanos, pero no como expresión de su voluntad. En la voluntad de cada uno está asentada la correspondencia entre el individuo y su libertad, por un lado, y la institución y la ley, por otro. Para Hobbes, este concepto de Estado se deriva de su antropología, con mayor exactitud de la necesidad de autoconservación que ello implica. Para él, el hombre como individuo está guiado profundamente por el deseo, que se vuelca hacia los bienes. Su escasez conduce a conflictos que no son de ninguna manera menospreciables, y en su supervivencia victoriosa en forma de reivindicaciones personales prometen la máxima satisfacción de placer, puesto que, en esta crisis, los más débiles podrían derrotar incluso a los más fuertes con su ingenio. Todos le temen a la muerte por igual y, por lo tanto, se someten a una instancia que es más fuerte que cualquier ejercicio individual de poder. Este es el Estado, llamado Leviatán por Hobbes, la bestia que simboliza el poder primigenio del Caos bajo la superficie del cosmos (véase Job 3, 8; 40, 25).
Hay desde luego, en todo esto, un recelo contra toda pretensión de establecer un orden eclesiástico-clerical, que incluso pretende también juzgar las conciencias. Para Hobbes, el Estado no se dirige, pues, hacia un fin material determinado, sino que ha de servir a la autoconservación en la sociabilidad de sujetos decididos, dispuestos y competitivos. Él asegura la continuidad de la capacidad de anhelar de todos los individuos, incluso, si es necesario, mediante la restricción violenta de las pretensiones individuales, que ponen en peligro esta continuidad: conservatio sui, autoconservación en segundo grado —de segundo grado—, porque la persona ya está obligada por razones de autoconservación desde el comienzo de su vida a entrar en relación con los demás, lo que lo obliga a acatar la voluntad del Estado como instrumento de autoconservación dentro de esta relación.
La punzante antiteología del discurso sobre el Estado, como Leviatán, no debe distraer del hecho de que se trata de un indicio importante para nuestra pregunta sobre la estructura de la autoconservación, algo que nos remite directamente a lo que condujeron los análisis precedentes sobre las otras formas de autoconservación, en cada caso, como consecuencia de su lógica interna.
En el pasaje citado anteriormente, Hobbes se percata —a primera vista de forma un tanto enigmática— de que en lugar de decir Leviatán también se puede hablar del “dios mortal”, al que se le contrapone un Dios eterno. Por lo tanto, el “dios mortal” puede ser tan solo una cifra para el complejo fenómeno de la reivindicación incondicional del poder que puede imponerse únicamente de forma limitada. Es necesario entonces entrar en formas de socialización para mantener la propia existencia, pero esto debe finiquitarse en las fronteras internas, para que el ser propio de la existencia, y por lo tanto ella misma, sea en realidad preservado.
Este complemento hobbesiano de la idea de autoconservación debe considerarse sin duda como muy controvertido, incluso aunque solo sea porque apunta sin rodeos a aquel tipo de relaciones que, como lo advierte Nietzsche, y sobre todo Heidegger y Levinas (1906-1995), pone al sujeto bajo la acusación moral de ser en esencia una instancia de dominación que solo está interesada en someter todo bajo ella misma. La fuerza del ímpetu ético, que resulta para Levinas de la crítica al tema del sujeto soberano y que culmina en el discurso del a priori ético del Yo rehén, a través, prácticamente, del rostro del otro, debe ser respetada, ante todo por las páginas biográficas del autor, perseguido por el nazismo. Sin embargo, esto no exime de la cuestión sobre la coherencia de la reconstrucción del sujeto moderno para el cual se libera este ímpetu. Dieter Henrich lo explicó con precisión en una entrevista (muy lejos de la posición de Levinas):
La comprensión de validez de un imperativo o valor puede ser socavada y vacilante si esta comprensión no puede ser completada por una descripción del mundo dentro del cual se vuelve comprensible que algo puede tener validez incondicional, es decir, para mí. Esta descripción del mundo no puede ser aceptada simplemente por el bien de la norma. Debe ser capaz de brillar por sí misma36.
De esto precisamente carece el tratamiento que Levinas da a la noción del sujeto, dado que el rasgo constitutivo de la autoconservación no encuentra un lugar.
La idea moderna de la autoconservación repele la de la conservación foránea de una manera crítica y controvertida, en particular la de un Dios. Sin embargo, esto no necesariamente resulta en una autosatisfacción triunfal, que luego se libera de las pretensiones de poder del sujeto. Preservarse a sí mismo y la necesidad interior de tener que preservarse, solo lo puede y lo debe realizar un ser que no puede darse a sí mismo ni se puede afianzar por su propia fuerza. La moderna concepción de la autoconservación solo podía desplegar la fuerza de su impronta, como lo hizo, gracias a que el sujeto moderno se tornó mucho más radical que todos sus predecesores en la indisponibilidad de su aparición y en su disponibilidad (según Heidegger, en su “arrojo”) según condiciones contingentes. Sin entrar en todo el conjunto de perspectivas que se tienen en este punto, se puede extraer, sin embargo, un resumen sistemático: el concepto de autoconservación está filosóficamente lo bastante fundamentado para actuar como instrumento de dirección de un discurso sistemático y antropológico. Además, está de forma constitutiva tan asociado a las dimensiones normativas que puede invalidar la sospecha de que los actos autosuficientes son expresiones necesarias del soberano dominante sobre el sujeto moderno y oscilante que rige a todos y a todo. En el ámbito de la defensa teológico-católica de la época moderna, precisamente, se habla de este juicio en torno a ese sujeto autoconsciente de la modernidad. Esto, sin embargo, descarta el hecho de que, aquel ser, que no ejerce soberanía sobre algo y que ni siquiera dispone de su propia presencia o persistencia, deba por fuerza preservarse a sí mismo. Dieter Henrich lo atribuye a un denominador y lo resume así:
La confianza en uno mismo solo se produce en un contexto que no se puede entender de ningún modo desde su fuerza y actividad. Y ella surge de tal manera que originalmente conoce esta dependencia. Por eso se le debe entender desde la necesidad de autoconservación37.
No obstante, el hecho de que en el curso de los procesos de autoconservación, la dinámica que los sostiene pueda llegar a ser independiente, liberando consecuencias destructivas o incluso autodestructivas, es una historia del todo diferente. El fenómeno en sí mismo es más que conocido en la actualidad por nosotros: los “desafíos globales”, como el crecimiento demográfico (muy desigual dentro de Alemania) o los desastres ecológicos, son sus más conocidas manifestaciones. En términos filosóficos, se ha hablado de la “dialéctica de la Ilustración” durante más de medio siglo, incluyendo el título de la famosa obra de Adorno y Horkheimer de 194738. Seis años antes, Horkheimer había escrito Razón y autoconservación39, un escrito en conmemoración de Benjamin. Y ya en ese entonces, la tesis central era que la autoconservación se había pervertido a sí misma en una absolutización furiosamente ciega de la razón científico-instrumental para una dominación total de la naturaleza y de la sociedad. Las consecuencias deshumanizadoras de dicho proceso solo podrían ser contrarrestadas por una Ilustración de la Ilustración, es decir, por una autocrítica radical de la razón. Pues,
si los hombres atomizados y destruidos se hallan