SGAE: el monopolio en decadencia. David García Aristegui
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Libros muy recientes como #Gorrones. Cómo nuestro insaciable apetito de contenidos gratis en Internet empobrece la creatividad de Chris Ruen y Cómo dejamos de pagar por la música. El fin de una industria, el cambio de siglo y el paciente cero de la piratería de Stephen Witt, adoptan un tono periodístico y se mantienen en esa escala de grises que hasta ahora tanto echábamos de menos.
La honestidad de los entrevistados en #Gorrones se refleja en declaraciones como la de Kyp Malone (del grupo TV On The Radio), que resume a la perfección el espíritu del libro:
No creo que nadie se merezca una mamada eterna en la parte de atrás de la limusina más larga que exista. Pero ciertamente tampoco creo que currar “gratis como un cabrón” sea lo que merezco, ni yo ni nadie. Y la idea de que cuantos más artistas pasen hambre mejorará la música es ridícula. La idea de que la falta de recursos es el principal acicate para la calidad es un argumento muy oportuno para la explotación capitalista.
Ruen reivindica una nueva narración sobre el contexto social y tecnológico en el que nos encontramos, manejando los conceptos relacionados con la propiedad intelectual de manera muy rigurosa. Otorga una gran importancia al lenguaje a la hora de hablar de derechos de autor, afirmando que los términos “descarga” o “descarga gratuita” resultan demasiado generales o imprecisos. “La descarga no tiene nada intrínsecamente malo y la descarga gratuita es fantástica en tanto se realice con el consentimiento del creador”. Estamos de acuerdo en que esa es la clave: respetar las decisiones de los autores. Un respeto que ha de provenir no solo de los usuarios, sino, y tal vez de manera más manifiesta y ejemplarizante, de las entidades de gestión. Estas afirman que algunos usuarios no respetan la voluntad de los autores y vulneran sus derechos. Pero ¿no hacen ellas lo mismo al imponer sus modelos inflexibles en los que los creadores han perdido la capacidad de decidir sobre aspectos esenciales de sus obras? Desarrollaremos esta cuestión con varios ejemplos a lo largo de las páginas de este libro y volveremos sobre el trabajo de Ureña Salcedo para tratar de esclarecer quién vigila a los vigilantes.
Si en #Gorrones de Ruen se narraba la pulsión de grupos organizados en la red por filtrar lanzamientos discográficos antes de su salida al mercado, en Cómo dejamos de pagar por la música se disecciona el origen de esta subcultura y las funestas consecuencias para la industria musical. Witt entrecruza varias historias relacionadas con la difusión no autorizada de discos, protagonizadas por diversos personajes, con una trama que bien podría haber servido para crear una magnífica novela negra con trasfondo tecnológico. Su tesis se basa en que la llamada piratería no fue algo intrínseco a la arquitectura de la red. Esta idea supone un contrapunto necesario a los numerosos y manidos retratos que se han hecho de internet, donde se ha llegado a un extraño consenso sobre la inevitabilidad casi ontológica de la gratuidad en los contenidos. El autor realiza además una divertida semblanza de los debates en torno al fenómeno de la piratería:
El economista clásico veía que las ventajas de que el consumidor pudiera descargar de manera ilimitada superaban a los inconvenientes del costo […] y del riesgo de que te pillaran. El economista conductual veía una base de usuarios acostumbrada a consumir música gratis y que habitualmente no tenía ninguna predisposición a pagar. El político teórico veía una base de disidentes activos que combatían el “segundo cercamiento de tierras comunales” e intentaba proteger internet del control corporativo. Los sociólogos veían gente aficionada a los cenáculos […].
Witt nos hace recapacitar sobre a quién beneficia la manera en que se distribuye la música en la actualidad: la propiedad industrial del MP3 hizo que la propiedad intelectual de las obras de los creadores musicales saltara por los aires, sin que hasta el momento se haya podido dar con una solución a la remuneración de los autores.
ESPACIOS PARA EL DIÁLOGO:
TIEMPOS NUEVOS, TIEMPOS SALVAJES1
En los últimos años estamos asistiendo a un cambio de actitud: los artistas se interesan más tanto por los temas que atañen a los derechos que generan sus composiciones e interpretaciones como por su responsabilidad en el proceso creativo. Pero también la ciudadanía se preocupa por todo aquello concerniente a sus derechos y deberes en torno al acceso a la cultura. Últimamente se percibe un interés mayor por conocer el significado de la letra pequeña (y no tan pequeña) de los contratos, así como un cuestionamiento más profundo sobre los modelos de gestión de derechos. Para poder sobrevivir en esta jungla que es la industria cultural, donde impera (y siempre lo hará) la ley del más fuerte, dicen que no hace falta ser experto en propiedad intelectual… pero casi. Al menos, se hace imprescindible el manejo de ciertas herramientas: el machete y la navaja suiza de la propiedad intelectual.
Ainara LeGardon es socia de SGAE desde hace veinte años. La decisión de adherirse a la entidad no fue demasiado meditada, como no lo es la de la inmensa mayoría de autores al inicio de sus carreras. No contaba con la información suficiente ni con la madurez necesaria para cuestionarse si aquella era la única posibilidad para alguien que empezaba a tocar en salas y festivales, y cuyas composiciones ya sonaban en Radio 3. En 1994 estaba a punto de firmar su primer contrato discográfico y alguien le dijo que para poder cobrar sus derechos de autor debía asociarse a SGAE.
¿Derechos de autor? Algo había oído de eso, pero se trataba de un asunto del que muy pocos sabían. Desde luego no era un tema que surgiera habitualmente en conversaciones casuales con otros músicos, en los camerinos o en los locales de ensayo. Estamos hablando de una época en la que la imagen pública de SGAE y las entidades de gestión colectiva en general no estaba tan quebrantada como actualmente. Su presencia y funcionamiento eran aspectos casi desconocidos entre la comunidad creativa, y no digamos para el público general. Hace dos décadas, su amiga Violeta, que además de ser música acababa de licenciarse en Derecho y estaba realizando un Máster en Gestión Cultural, le habló por primera vez de algo llamado propiedad intelectual. Así despertó en Ainara la curiosidad por este tema a veces tan complejo, curiosidad alimentada poco después por la más pura de las necesidades.
David García Aristegui es socio de SGAE desde que falleció su abuelo Fernando García Morcillo en el año 2002. Fernando fue uno de los pioneros del jazz en el Estado español y, después de la Guerra Civil, se convertiría en un compositor todoterreno. Además de crear la música de éxitos que todavía muchas orquestas interpretan regularmente, como “Mi vaca lechera”, “La tuna compostelana”, “Viajera” o “María Dolores”, trabajó con realizadores de cine tan dispares como Antonio del Amo (director de las películas de Joselito), Jesús Franco o Eloy de la Iglesia. Al morir su abuelo, David recibió junto al resto de nietos los derechos de autor en herencia, y posteriormente la familia acordó designarlo como representante legal de los herederos.
Todo esto sucedía