Corazón y realidad. Claudio M. Iglesias

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al colectivo de artistas y la obra múltiple como formato de trabajo. “Muchas de las cosas que veo válidas en el ambiente”, decía Pablo Siquier en aquel momento,

      son trabajos en equipo. Operaciones mucho más complejas en las que no hay un nombre detrás. […] Digamos que esa imagen de artista héroe, que luchaba contra todo el mundo y contra las ideas retrógradas, tiende a desaparecer a favor de una forma más anónima, más compleja, más interactiva45.

      También en 2000 los jóvenes artistas Manuel Mendanha, Juliana Lafitte y Agustina Picasso presentaron en sociedad al grupo Mondongo con una exhibición bastante colosal para la época, titulada La primera cena, en el Centro Cultural Recoleta46. La muestra constaba de ciento veinte máscaras mortuorias de personajes vivos (amigos y figuras del mundo del arte) acompañadas de unas fotografías, y generó polémica por su tono luctuario a la vez que irónico, por presentar a los vivos como muertos y por hacer burlas sobre el mundo del arte. Las máscaras pintadas e intervenidas con pintura tenían el objetivo explícito de llamar la atención. Pero también ponían en práctica una modalidad de trabajo y una escala de la que el arte argentino había prescindido últimamente, por idiosincrasia y por inconvenientes varios. Para hacer una comparación a vuelo de pájaro: ciento veinte obras era lo que podía abastecer toda la producción del Centro Cultural Rojas en un año y medio o dos años, y los Mondongo habían concentrado aquella cantidad de trabajos para una muestra individual en una única sala. Se podría decir que atinaron a subir la vara y ver qué pasaba. Y lo hicieron justo a tiempo porque el mercado del arte (en Buenos Aires y en el mundo) estaba por subirse a una larga ola de auge. Dos años después en la flamante galería Braga Menéndez (y ya es una noticia que abriera sus puertas una galería de arte contemporáneo en Buenos Aires), los Mondongo volvieron a presentar grandes retratos de figuras del mundo del arte, esta vez realizados en materiales varios. Los artistas utilizaron caramelos, cereales, comida de perros, fósforos, sacarina, jabón, cuero, etc. Cada material comentaba como un chiste una peculiaridad de la persona retratada. Las piezas eran, en definitiva, caricaturas. Pero “sin duda su inclusión en las ligas mayores del arte”, escribió un cronista,

      fue el encargo hecho por el entonces Secretario de Estado de España Don Miguel Ángel Cortés de retratar oficialmente a la familia real española, casi a la usanza de un mecenazgo renacentista. El resultado fueron tres retratos –el rey, la reina y el príncipe Felipe– confeccionados con 75.000 mordaces espejitos de colores47.

      Lo gracioso del encargo, los espejitos de colores adaptados para formar la imagen de la familia real, es que venía con un chiste muy burdo. Estos espejitos forman parte del folclore infantil en Argentina; siempre se ha dicho a los niños que los indios en la época de la Conquista entregaban el oro y la tierra a los españoles a cambio de espejitos coloreados. (Y aunque la corona de Carlos I dominaba las industrias del vidrio en sus posesiones de los Países Bajos, el trámite de la Conquista fue bastante más duro que ese intercambio inocente, por desigual que fuera.) Pero por debajo hay algo que hace del encargo una anécdota meritoria y es que los artistas no explicaron el chiste a los reyes y sus enviados. No dijeron, como el lanzador de carpetazos, “nuestro trabajo aborda el intercambio desigual del comercio atlántico durante la Conquista, etc.”. Dijeron otra cosa a sus clientes: que los espejitos eran para que el pueblo pudiera verse en el rostro de los reyes48. Los tres artistas se mostraron capaces de justificar su trabajo con distancia, ironía y cierta crueldad, diciendo una cosa en el tren de promocionar una obra que dijera otra, como contrabandistas del significado. Se mantenían así a saludable distancia del discurso emocional y ambiguamente sincero de Fernanda, enemigo de las carpetas y la autopromoción, pero también de la reducción del sentido de una obra a lo que puede decirse en una gacetilla de prensa o al presentar el propio trabajo frente a una crítica grupal. Digamos que los Mondongo exploraban una tercera vía que no era la del carpetazo puro y simple ni la de su sustitución por el discurso (tantas veces caracterizado como infantil) del artista que rehúsa hablar profesionalmente de su trabajo y que afecta, genialmente, una incapacidad oratoria como excusa de la brillantez literaria. La redacción escrita de lo que una obra “dice” en un texto o discurso promocional estaba adquiriendo en ese momento una importancia que los Mondongo lograron usar a su favor y que iba a ser decisiva para las luchas artísticas por venir, según veremos en los capítulos 4, 5 y 6. La siguiente exposición del grupo fue en la galería Maman en 2004 y se tituló Esa boca tan grande49. Presentaron allí la Serie negra inspirada en escenas pornográficas extraídas de internet y la Serie roja, una versión sexploitation de Caperucita Roja. Las referencias a mucho arte contemporáneo comercialmente en boga eran francas: mucho Vik Muniz, Thomas Ruff y pictorialismo posmoderno estilo Jeff Wall, con algún dejo de pintores argentinos más raros como Vito Campanella. Las obras del grupo siguieron su derrotero de los estudios de los programas de televisión argentina del horario central a situaciones y ambientes bizarros, como una cena de magnates petroleros en Houston o la residencia fastuosa de una princesa de Abu Dhabi para la que realizaron un retablo inspirado en una villa miseria50. Y no querría dejar atrás el año 2000 sin la anécdota de este grupo de artistas que primero fue un trío y finalmente quedó conformado como un dúo de Mendanha y Lafitte, quienes además son pareja, cuando Agustina Picasso los abandonó para casarse con Matt Groening, el creador de Los Simpson, y radicarse en Los Ángeles. Pero incluso los dos integrantes del trío original que no se casaron con una celebridad global megamillonaria, y que en cambio se casaron entre ellos y se mantuvieron fieles a la franja de ingresos de la clase media profesional argentina, de algún modo aspiraban también a la celebridad y de ella hicieron su materia, más todavía que de la plastilina, el material con el que Mendanha y Lafitte se hicieron famosos. Allá por los comienzos de los 2000, la fábula de un éxito artístico repentino comenzaba a ser viable y los Mondongo fueron los primeros, entre los artistas argentinos del momento, en participar de ella. Y su simultaneidad con instancias como Venus y Bola de Nieve es característica de una época zanjada por una asimetría de intereses y horizontes. Porque los colectivos y proyectos como Venus trataban de fortalecer la autonomía de los artistas justo cuando el sistema del arte se encontraba en plena transición al desarrollo institucional. Y la agenda del desarrollo institucional (al margen de los venusinos y los colectivos, que reivindicaban la creación de sus propias instituciones) encontró un cierto obstáculo en la idiosincrasia de la mayoría de los artistas argentinos, que no actuaban de forma estratégica en el dominio de la retórica y la autopresentación profesional y estaban acostumbrados en cambio a un ambiente poco institucionalizado y para nada profesional, en el que no era raro que un artista de mediana carrera mostrara sus trabajos en un bar o una discoteca. (Y quizás hasta era un artista el que llevaba la discoteca, bien lejos de los museos y sus horarios diurnos, como pasaba en la Age of Communication y el Café París, de Juan Calcarami y Sergio De Loof respectivamente, según veremos en el capítulo 4). La agenda del desarrollo incentivaba a los artistas a convertirse en pioneros del arte contemporáneo y sostener el esfuerzo de la profesionalización y la institucionalización creciente mientras simultáneamente se explayaba en la escena otra cultura artística, heredada de la década de 1990, mucho más cercana a los tics del amateurismo y el flirt quizás morboso con el naif (según veremos también en el capítulo 4). Lo diré entonces como si fuera una fábula: lo que empezó a cuajar fue una rivalidad entre los pioneros y los salvajes en la disputa por la definición del concepto de arte. Y la foto grupal del año 2000 termina con ellos.

      A comienzos del siglo, el espacio más prestigioso para el arte emergente en Buenos Aires era todavía la galería del Centro Cultural Rojas, dirigida desde 1997 por Alfredo Londaibere. El Rojas había sido un espacio estelar bajo la dirección de Gumier Maier (entre 1989 y 1996) y ya había generado suficiente polémica cuando Londaibere ocupó el sillón de director dispuesto a continuar la política de su antecesor pero bajarle el perfil. Entre su entrada en funciones y la crisis de 2001, el Rojas de Londaibere fue una especie de oasis entre dos generaciones. Y allí el arte salvaje proliferó, en esa pequeña sala parecida a un pasillo, con muestras de artistas como Florencia Böhtlingk, Santiago García Sáenz, Alberto Passolini y Déborah Pruden: en general muestras de objetos y pinturas desprovistas del discurso rector de los proyectos y las justificaciones. Remontémonos otra vez al 2000, a una muestra que tenía como protagonistas a María Fernanda

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