90 millas hasta el paraíso. Vladímir Eranosián

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90 millas hasta el paraíso - Vladímir Eranosián

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Juan Miguel rechazó rotundamente esta idea. Para qué acelerar los acontecimientos. Para la segunda ocasión del programa ideado esto era más que suficiente.

      – ¿Papá, veremos los buques hundidos? – seguía preguntando el chiquillo acalorado antes de emprender una lejana travesía marítima en espera de un milagro.

      – Esto será un día de entrenamiento. Los galeones, de los piratas y españoles, no desaparecerán hasta la próxima visita más profesional tuya. Cabe decir, para ese momento ya habrás aprendido a nadar a estilo braza. Te lo prometo.

      – Comprendido – lo aceptó Elián.

      Eliancito nadaba bastante bien, y para un niño de seis años eso sería algo excelente. Solamente se agitaba mucho, y por eso se cansaba pronto. Al tragar una considerable porción de agua salada, empezaba a entrar en pánico, pero era un tipo especial de pánico – taciturno, tesonero y lo paradójico era que eso fuera fundamentado.

      Sí, tenía miedo, pero no de ahogarse. Temía reconocer a papá abiertamente su estado de insolvencia. Es que él ya es adulto, sabe nadar. Aún sabía que su papá estaba al lado, a unas diez yardas. El padre está observándole y controla la situación y en el caso de que su hijo de veras empiece a ahogarse siempre lo sacará del agua o le echará un salvavidas. Algo parecido ocurrió el otoño pasado. En la época de las lluvias en la playa Cayo-Sabinal…

      Aquel día los amigos –buceadores los llevaron en una lancha pequeña de un embarcadero en Playa Santa Lucía hasta un lugarcillo maravilloso, declarado como reserva nacional. Aquí numerosas bandadas de flamencos competían exhibiendo su finura y elegancia con los ibis blancos y lindaban con legiones de tortugas marinas, pesadas y torpes tipo Chaelonidae, que tomaban el sol. A una de estas el chiquillo hasta pudo tocarle el caparazón de la tortuga.

      Cuando Pedro el amigo de Juan Miguel, el instructor de buceo, le mostró al niño una pesadísima barracuda que acababan de capturar, Elián estaba loco de admiración y quiso tocarla. Apenas hubo rozado la aleta del pez, este bruscamente movió la cola y se contrajo, y un poco más se habría deslizado de las fuertes manos del tío Pedro.

      Unánimemente se decidió que había que freír a la intratable moradora del océano en una fogata y comerla por complacer el apetito que se había desatado. Fue preparado un plato exquisito en el propio litoral. Una vez terminada la comida, el padre pidió a Eliancito que le ayudara a recoger la basura – ya que no se permitía dejarla en la blanca arena cubana.

      Organizaron el festín en la misma lancha. Habiendo tomado un tentempié, los viajeros se dirigieron hacia la bahía de Nuevitas, a una cueva rocosa, un paraje muy elogiado solamente entre los conocedores de tales maravillosos lugares costeros. Aquí, probablemente, escondían sus botines los corsarios de Henri Morgan – filibustero inglés que horrorizaba la Corona española.

      – Aquí tienes veinte y cinco centavos – entregando al hijito la moneda, Juan Miguel le advirtió en voz baja que Elián debía entrar solo en la cueva – tales son las reglas. De otra manera el Santo Cristóbal no cumpliría tu deseo. Lo debes pronunciar con susurro y solo una vez, tapando la boca con la palma de la mano. De este modo… Solamente a las paredes se les permite oír los deseos íntimos de los niños pequeños y hacerlos pasar a la consideración del Santo Cristóbal. En las paredes se puede confiar, ellas pueden guardar los secretos.

      – ¿Se puede encargar solo un deseo? – Elián, con los ojos desorbitados, pronunció intimidado.

      – Solamente uno, lo más importante – afirmó el padre – Por eso, míralo bien antes de que le pidas algo.

      – ¿Puedo pedirle una patineta auténtica? Es que la mía, hecha de una tabla y cojinetes, la vienes reparando cada día.

      – Ya no se puede, es que me has contado lo de tu deseo recóndito, y yo te advertí que lo guardaras en estricto secreto.

      – ¡Es que tú eres mi papá! – se ofendió el niño resentido, intentando clasificar y ordenar en la mente sus innumerables deseos según el grado de importancia de estos.

      – Tales son las reglas. Yo no las he ideado. Son como las normas de tráfico. Si no te guías por estas, entonces obligatoriamente sufrirás algún accidente. El hombre como tal debe subordinarse a ciertas normas. De otra manera, simplemente no podrá sobrevivir. ¿Lo has comprendido? Así que apresúrate, apúrate. Y no olvides echar la moneda en el hueco, en el centro de la cueva. Verás adonde tirarla – allí en el fondo hay cantidad de monedas.

      – ¿Resulta que el Santo Cristóbal necesita dinero? – Preguntó desconfiadamente Elián.

      – Todos necesitan dinero. Pero no lo aceptará de todos los deseosos. Solamente de aquellos que lo merecen. No le importa cuánto dinero has dejado – es que uno puede dar cien pesos y otra persona no juntará un centavo siquiera. Él tomará el dinero de los que de verdad quieren a su país y obedecen a los padres.

      – ¿Y si yo quiero mucho a mi país, puedo encargar un solo deseo o varios? ¿Aunque sean tres? – Elián se puso a regatear el derecho de encargarse para sí una nueva bici china a cambio de la patineta, del machete de juguete, que brilla en la oscuridad en una funda de cuero, y un enorme Mickey Mouse de peluche. O, siquiera, un Batman mecánico, en el caso de que todos los Mickey Mouses se hayan agotado. Si no, por si acaso hasta podrá ser aprovechado un Mickey de plástico pequeño como el que tiene Lorencito.

      – No, solo un deseo – se oyó una respuesta severa.

      – ¿Puede ser que aquí en las cercanías haya otra cueva? – tal variante retorcida ofrecía Elián a su padre.

      – En las cercanías había solo manglares intransitables – lo comunicó en manera implacable Juan Miguel.

      Eliancito decaído de ánimo, pasaba pisando de una piedra a otra, se encaminó lentamente hacia la cueva. El padre que tenía el ceño fruncido y el tío Pedro sonriente quedaron al lado de la lancha.

      Estando dentro de la cueva, Elián se quedó aturdido, mirando las paredes porosas de las cuales colgaban bloques de piedras. En el fondo del pequeñísimo hueco, en medio de la cueva, en el agua cristalina brillaban las monedas de diferentes países. Elián se sentó por un momento en la única piedra plana pulida por el agua, cubierta por algas y musgo. Quedó muy pensativo.

      ¿Qué hay que pedirle al Santo Cristóbal? ¿Por qué estableció tales reglas severas, permitiendo pedir un solo deseo, el más íntimo que haya? Eliancito reflexionaba calladamente hasta que no hubo sentido que de la humedad de la cueva empezó a acalorarse. Entonces, el chiquillo se levantó decididamente de la piedra plana, se arrimó a la pared y tapando la boca con la mano, susurró:

      – Santo Cristóbal hasta el momento no puedo elegir de todos mis deseos lo más importante, y por eso quiero pedirte que hagas lo siguiente… Hazlo de tal manera, que yo vuelva aquí obligatoriamente. Para ese momento lo habré examinado minuciosa y debidamente lo que yo quiero más de todo en el mundo. Cuando vuelva a estar aquí, te pediré un solo deseo…

      El niño salió de la cueva empapado de lágrimas.

      – ¿Qué ha ocurrido? – sin entender algo, preguntó el padre. Dejé escapar mi deseo – sollozaba amargamente Elián – le pedí al Santo Cristóbal solamente poder volver aquí.

      – ¿Volver? – Repitió tras el hijo el padre – un deseo excelente – poder volver. ¿Y qué te ha apesadumbrado así?

      – ¿Cómo es que no lo entiendes? Resulta que no recibiré nada. Volveré simplemente y todo.

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