Devenir perra. Itziar Ziga

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Devenir perra - Itziar Ziga страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
Devenir perra - Itziar Ziga UHF

Скачать книгу

para mí ya no tiene ningún sentido ese doloroso corte en dos mitades que tanto necesita el patriarcado capitalista para seguir reproduciéndose y esclavizándonos (a todos, a todas). Las que ladramos en este libro, podemos tener coño, hecho carne en el vientre de nuestra madre o en una mesa de operaciones. No nos faltan pollas, algunas de plástico aguardan su momento siempre empalmadas en la mesilla de noche. Pero no hay duda de que sea lo que sea lo que palpite entre nuestras piernas, ni nos aglutina ni nos separa.

      Quiero reflexionar sobre feminidades espectaculares, paródicas, radicales, insurgentes, pero no adscribo irremisiblemente esas mutaciones de la feminidad al concepto biopolítico mujer. Algunas de las que hablo fuimos identificadas en el paritorio por la autoridad médica —tras echar un fugaz vistazo a los pliegues de nuestra entrepierna— como mujeres. Otras, cuyos precoces bultitos fueron certificados varoniles al nacer, iniciaron desde niñas toda una guerra contra su entorno para que las dejaran desarrollarse como lo que sabían que eran: mujeres. Otras se nombran indistintamente en masculino y femenino; salen un día a la calle con vaqueros, gorra y barba incipiente y otro día con pelucón, taconazos y denso maquillaje. Todas sabemos de la artificialidad del sexo y del género, por eso jugamos con la feminidad. Y aquí concluyo con unas palabras de Alaska que completan la imprescindible sentencia que Simone de Beauvoir formuló en El segundo sexo hace sesenta años: «No sólo no se nace mujer, sino que, de alguna manera nunca se llega a serlo».

      Deliberadamente he decidido no acompañar sus nombres de las etiquetas con las que socialmente se necesita comprendernos. Hace pocas semanas al calor de unos gin-tonics, una de ellas me pidió que no la identificara como trans. Me dijo que estaba harta de que las miradas ajenas —incluso las de sus compañeras, ellas más que nadie— la resituasen continuamente como transexual. Que lo primero que aclarasen de ella es que no nació con lo que se supone que tiene que nacer una mujer. Que esta circunstancia de su trayectoria vital se anticipara a todas las demás y eclipsara otras luchas que ella considera más suyas.

      Sin embargo, por convención social a Majo, otra de mis perras, la identidad de mujer le corresponde legítimamente por diagnóstico médico, por tener entre las piernas exactamente lo que debe tener una hembra humana. Pero ella asegura que en su adolescencia comenzó a transexualizarse como mujer porque eligió voluntariamente representar la feminidad impuesta, aunque en versión pervertida, socavando toda la decencia y la sumisión que nos cuelan con el lote de la feminidad.

      Por tanto, mis perras son mujeres trans y bio; son bolleras, heteras insumisas, omnívoras; son chicas todo el rato, travestis, maricas; la más joven tiene veinte años y la mayor sesenta y tres; son trabajadoras sexuales, estudiantes, jubiladas, camareras, profesoras, supervagas… Y yo, a cada rato, tengo más ganas de ponerme en manada a ladrar con ellas por las esquinas.

      Aclaro que no estoy hablando de comunidad perra alguna, compartimos espacios y afectos pero no estamos ni deseamos estar aglutinadas en torno a nuestra hiperfeminidad. En nuestro zoológico hay otros muchos animalillos de distinto pelaje con los que jugar. Tampoco ninguna de nosotras va día y noche por ahí eternamente maquillada y divina. Aquel espacio fantasmal que hace diez años me parecía inhabitable hoy es mi hermosa pecera en Barcelona.

      Aquí y ahora

      El pasado 23 de mayo estuvo la teórica y activista drag king Judith Halberstam en el macba para presentar la edición castellana de Masculinidad femenina. Yo no pude asistir porque a las camareras tienen la mala costumbre de hacernos trabajar los viernes por la noche. De eso hablaré más tarde, de la construcción de nuestras feminidades espectaculares desde la precariedad. Cuando terminé mi trabajo, corrí a La bata de Boatiné —nuestro antro de perversión— a encontrarme con mis amigas para escuchar sus relatos. Estaban sobreexcitadas, fuera de sí. De lo que no pude oír de Halberstam pero me contaron me emocionan muchas cosas. Una de ellas es la certeza de pertenecer a una comunidad de extraviadas que ayer y hoy nos hemos hecho, no sólo posibles sino hasta felices, a pesar de toda la represión, toda la violencia, todo el ocultamiento que el orden heteropatriarcal nos viene dispensando. En esa comunidad me siento aquí y ahora.

      Algo debe de quedar en Barcelona de tanta insurgencia anticlerical, obrera, anarquista y cabaretera impregnado en sus calles, latente. Aquí nos hemos encontrado las perras (excepto Begoña que es mi amiga y hermana desde los trece años y que vive ahora en Madrid). A pesar de que esta ciudad cada día se parece más a un gran parque de atracciones panóptico para turistas y gente fashion, a pesar de que las que no encajamos en ese modelo de consumidoras de elite lo tenemos cada vez más crudo para vivir aquí. Algo debe de prevalecer de la Barcelona rebelde, porque en sus antros y arrabales hemos fundado nuestra manada. Algunas de mis perras son catalanas, otras llegamos aquí desde Argentina, Canadá, Portugal, Galicia, Madrid y Navarra con parecidas ansias emancipatorias.

      Clase y género

      Me sitúo deliberadamente desde el género y desde la clase, las dos rebeliones que me atraviesan. Tan sólo dos veces me ha sucedido adentrarme en una sala y escuchar allí algo que consiguiera anclar mi vida en una encrucijada política sin marcha atrás. La primera ocurrió durante mi carrera de periodismo, tenía diecinueve años y acudía sin excepción a las clases de un profesor de economía marxista e incendiario que mantuvo nuestras mentes espongiarias cautivadas durante todo el curso. Aquella mañana, Antxon Mendizabal desentrañó en una sola hora los entresijos del perverso imperialismo de la estructura económica mundial ante mis ojos.

      Todo lo que alcanzo a entender de la destrucción y el genocidio permanentes en que está sumido este planeta se lo debo a la claridad y la rabia de aquel agitador en aquella hora. Desde entonces, cuando me hablan de hambre, de emigración, de narcotráfico, de prostitución, de lo que sea, reconozco el marco de relaciones de poder económicas en el que debo encajarlo para no caer en las trampas de los discursos hegemónicos. Sé situar las controversias feministas en un lugar que no sólo atienda al género y condene mi análisis a un cómodo callejón sin salida. Y discrimino mis alianzas políticas. Sin esta furia de clase, el aguerrido activista marica Eugeni Rodríguez no sería mi imprescindible compañero de lucha.

      La otra hora bruja en la que sufrí una revelación se la debo a Beatriz Preciado. La primera vez que escuché su arrebatado discurso dinamitando todas las verdades del sexo y del género, me sentí explotar por dentro. Casi todo lo que siempre había aceptado como bueno, reventó. Fui más allá de donde el feminismo mamado hasta entonces me había llevado nunca. Ya no podía creer que existiesen ni mujeres ni hombres, ni xx, ni xy, ni pollas, ni coños, ni naturaleza, ni ciencia. Fue un exorcismo: me liberé de seguir asumiendo todos los discursos que me habían domesticado por ser identificada como ejemplar del sexo femenino. Desde entonces, ya sólo afirmo que soy mujer por diagnóstico médico y por estrategia política.

      El feminismo sin perspectiva de clase es blanco y burgués (sólo omiten los referentes materiales aquellas que ya están situadas en una posición cómoda, las pobres no olvidamos ni por un instante lo que nos cuesta mantener nuestra escasez). Y sin noción crítica del sexo y del género el feminismo es esencialista y tránsfobo, comulga de alguna manera con toda la violencia a través de la que se nos sigue tratando de moldear como hombres o mujeres.

      Puta (y) feminista

      De cualquier manera, y aunque me partiría la cara con muchas mujeres que han terminado hallando su cota de poder dentro del feminismo institucionalizado a costa de las desheredadas (entre las que me encuentro), siempre me definiré como feminista. Me da mucho morbo porque tiene tan mala fama como llamarse a una misma puta. Y hace ya años me cansé de discutir la validez del feminismo con gente que no tiene la más mínima idea del tema. Es demasiado común y baldío.

      No quiero recordar qué impresentable novio de una amiga mía empezó una apacible tarde con la dichosa cantinela: «El feminismo es como el machismo pero al revés». Lo juro, nunca me han propuesto un argumento más complejo ni documentado, ni siquiera distinto, para emprender este debate. Incluso

Скачать книгу