Meditaciones, Tomo 1. Marino Restrepo

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Meditaciones, Tomo 1 - Marino Restrepo

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todos esos miedos y malos presentimientos con la seguridad que pasara lo que pasara, el Señor me iba a dar la fortaleza de afrontar mi nueva vida, cualquiera que ella fuera, y yo la iba a vivir para la gloria de Dios sin importar en donde me tocara vivirla. Esto era lo que me daba fortaleza. Cada uno de los pasos legales y de mi situación personal afuera en el mundo, no podían ser más espantosos, todo estaba en una progresiva demolición, era como si todo lo que yo era y había sido estuviera siendo picado en pedacitos infinitamente pequeños y lanzados a mis pies en medio de una desenfrenada carcajada. No me sentí lejos de una pesadilla sin salida. Pero algo me había preparado ya para ese momento y eso fue mi secuestro. Cuando yo miraba hacia esa experiencia y me acordaba cómo el Señor me había dado fortaleza en una situación en la que ni siquiera sabia si iba sobrevivir, por estar sentenciado a muerte, entonces recogía de esa experiencia valor y me vestía de esperanza, pero esa lucha era en segundos, porque el asecho era constante y sofocante. En el mínimo descuido en la oración y la batalla espiritual, era atormentado en mi alma y convertían mis instintos y sentidos en un foro romano lleno de leones que trituraban todo mi ser interior.

      El Señor me había proveído de un ejercito de intercesión de la Iglesia Católica compuesto por monjas, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos consagrados y comprometidos y un sinnúmero de personas que conocían mi testimonio en muchos países, toda esa gente oraba por mí y eso me llenaba de fortaleza para no dejarme aplastar, pero era una lucha constante. Desde el momento en que le dí el “sí” al Señor Jesús y dejé todo para servirle a El, convirtiéndome en misionero de su Iglesia, sabía que las pruebas iban a ser muy duras y muy grandes, solo que esto es fácil pensarlo, pero a la hora de la verdad, cuando llega el momento de enfrentarse a vivir la prueba, todo parece derrumbarse, mientras se asimila que es una prueba permitida por Dios, para llevar a cabo otra etapa mas del camino del evangelio. Además sabía que ésta no sería la última tampoco.

      Un día, en medio de la oración meditativa le pregunté al Señor que cómo podía yo ser apóstol en esa celda donde todo el mundo estaba tan lejos de El y no recibí ninguna respuesta en la forma que la esperaba, pero sí recibí trabajo, como no me lo había soñado.

      El primer caso fue el de un hombre muy grande, de raza hispana, nacido en Sacramento, California, y quien parecía haber vivido una vida de violencia muy grave porque su comportamiento era extremadamente hostil y agresivo. Una tarde mientras el hablaba por teléfono, observe que terminó la conversación con un grito y colgó con violencia; en ese momento me encontré con sus ojos e inmediatamente los evite mirando para otro lado por temor de ofenderlo y ganarme un problema, pero el se dirigió hacia mí y me llamó a un lado. Me dijo que me había visto como rezando todo el tiempo, que si yo creía en eso, que si eso funcionaba. Yo me asombré de su observación y aproveché para hablarle de Dios. Me preguntaba cosas muy elementales como: “si yo le hablo a Dios y sabiendo que ni sé si existe, ¿no será que me volveré loco como tanta gente que anda por ahí rezando como si hubiesen perdido la cabeza? Qué tal que yo mismo me conteste y comience a creer que es El, entonces me lleven a donde los loquitos”. Nadie se podría imaginar que preguntas así pueden ser mas difíciles que la más profunda teología, pero yo estoy convencido que hoy la verdadera teología comienza con el tratado humano del corazón sencillo y sin conocimiento de Dios, porque está abierto a un diálogo sincero con unos ojos y oídos espirituales abiertos y dispuestos a entender con el fin de solucionar difíciles circunstancias de la vida como en este caso. Es el camino más directo al conocimiento de Dios, porque se comienza de cero, sin creer y sin saber.

      Este hombre Juan (el nombre de este personaje ha sido cambiado para proteger su identidad), procedió a contarme la historia de su vida, la cual no voy a narrar toda aquí obviamente; pero sí puedo decirles que era un hombre que había nacido en una familia de chicanos (que son México-americanos), y que se habían dedicado al crimen por varias generaciones y por todos los Estados Unidos. Estaba preso por su segundo asesinato, por lo menos en el segundo en que lo habían sorprendido, porque a juzgar por lo que me contó, matar para ellos no era algo muy difícil. Tenía 55 años y había entrado la primera vez a la cárcel a la edad de 12 años por violar a una mujer durante un robo domiciliario. Pasó toda su vida entrando y saliendo de la cárcel, y esta vez decía que no iba a salir más y que sabía que moriría bajo rejas. Había tenido siete mujeres (en seis diferentes Estados) y con cada una tenia hijos, en total eran 14 hijos que sus edades oscilaban entre los 2 y los 31 años. Cinco de sus hijos estaban ya en la cárcel por diferentes crímenes y dos de sus hijas eran prostitutas.

      Cuando este hombre terminó de contarme su historia, habían pasado fácilmente una o dos horas. Yo le recibí con una actitud cristiana y sabiendo que el Señor me lo había enviado como respuesta a la oración que hice unos minutos antes de que él me abordara. A pesar de su naturaleza difícil y llena de toda clase de contaminación espiritual, había en él un espíritu de reflexión que me llamaba mucho la atención; era como ver a un elefante arrepentirse después de haber pisoteado una aldea entera y de haber matado a toda la gente. Esa era la sensación que yo recibía de él, como un gran animal que de pronto estaba siendo tocado por la Gracia de Dios y se estaba doblando en su miseria para mirar por esa puerta estrecha y misteriosa que nunca antes se había abierto a él ni a ninguno de su familia según contaba su historia. Yo no podía más que asombrarme ante la maravilla que el Señor estaba obrando frente a mis ojos.

      Juan me pidió el favor de que le enseñara una oración y me contó que nunca había rezado en su vida. Una vez le había disparado a un hombre que se había arrodillado a pedirle a Dios que no dejara que lo mataran y por eso él sabia que Dios no existía porque no lo había parado a él para no dispararle a ese hombre que le rogaba a Dios por su vida.

      Entre más hablaba Juan, más grande era el desafío que me había mandado el Señor, pero yo actuaba con una confianza que tenia que ser sobrenatural, porque el caso no podría ser más difícil para un gran evangelizador o teólogo. Yo sabía que el Señor ya tenía un plan hecho con Juan y que todo lo que yo debía hacer era obedecer y dejarme usar como su instrumento. Efectivamente, ese plan divino con Juan se comenzó a develar poco a poco. Yo le enseñé esa noche el Padre Nuestro. El lo escribió en un papel (con dificultad porque era casi analfabeta), pero insistía en que tenía que escribirlo con su propia letra porque era su primera oración y él tenía que ser el autor de ese papel. Así fue como se retiro y comenzó a caminar por la celda y en voz alta rezaba las palabras del Padre Nuestro, yo no le podía escuchar a pesar de lo pequeña que era la celda, por el ruido tan inmenso que había, pero le podía ver mover los labios y sus ojos mirar una y otra vez el papel. De pronto vi como se fue rápidamente a su camarote en el que dormía en el piso de arriba y se acostó con las manos en su cabeza como quien tiene un dolor. Un rato después llego la hora en que contaban todos los presos y teníamos que bajar de las camas y dejar todo lo que estábamos haciendo para que los guardias entraran y nos contaran uno por uno y nos llamaran por el nombre, esto lo hacían tres veces al día. Después de la cuenta, me acerqué a Juan y le pregunté como le había ido con la oración, y me dijo que había tenido que parar de hacerla porque le había dado mucho mareo y tan solo había podido rezar las dos primeras frases; que él creía que le estaba dando gripe. Yo sabía que no era gripe y que para este hombre rezar un Padre Nuestro era como el comienzo de un exorcismo, pero lógicamente que no podía decirle nada, porque eso lo espantaría para siempre de ese primer paso trascendental hacia la luz. Juan continúo con su tarea de aprenderse el Padre Nuestro y poco a poco lo pudo rezar una y otra vez; después de unos días de dominar esa oración y de no marearse más se me acercó y me pidió que le enseñara otra oración, en ese momento le enseñe el Ave María. El mismo proceso ocurrió con el Ave María y después de unos días ya me pidió que le permitiera sentarse conmigo cuando iba a hacer mi oración de las siete de la noche, que era el Rosario. Yo le expliqué lo que era el Rosario y después de muchas preguntas y de dos días de orientación, por primera vez comenzó el Rosario conmigo, pero tan solo pudo rezar una decena con la más increíble angustia y dificultad. Fue tan dura la experiencia del Rosario que él se paró y lo vi vomitar por un rato, mientras yo intercedía por él con el resto del Rosario. Yo pude rezar toda una decena y él continuaba agachado en el baño en posición de vomitar.

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