Un Rastro de Muerte: Un Misterio Keri Locke – Libro #1. Блейк Пирс
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Exactamente a las 4:12, como un reloj, una pequeña, de siete u ocho años de edad, pedaleaba en su bicicleta lentamente por el sendero. Vestía un bonito vestido blanco. Su joven mamá caminaba detrás de ella en vaqueros y camiseta, con una mochila colgada del hombro de manera casual.
Keri luchó contra la ansiedad que borboteaba en su estómago y miró alrededor para ver si alguien en la oficina estaba observándola. Nadie. Entonces se dejó llevar por el escozor al que había procurado resistirse durante todo el día y se puso a contemplar.
Keri las observaba con una mirada de celos y adoración. Aún no podía creerlo, incluso después de tantas veces junto a esta ventana. La pequeña era la viva imagen de Evie, desde el ondulado cabello rubio y los ojos verdes, hasta la sonrisa ligeramente torcida.
Permaneció en trance, mirando por la ventana mucho después que madre e hija hubieran desaparecido de su vista.
Cuando finalmente despertó y volvió a su oficina de planta abierta, la anciana de origen hispano ya se iba. El ladrón de coches había sido procesado. Un nuevo maleante, esposado e insolente, se había colocado junto a la ventanilla para ser fichado, mientras un alerta oficial uniformado permanecía a su izquierda.
Echó un vistazo al reloj digital de pared que había encima de la máquina de café. Marcaba las 4:22.
«¿Realmente he estado parada junto a esa ventana diez minutos enteros? Esto va a peor, no a mejor.»
Volvió a su mesa con la cabeza baja, tratando de no hacer contacto visual con ninguno de sus compañeros. Se sentó y miró los archivos que había sobre su mesa. El caso Martine casi estaba cerrado, solo esperaba un aviso del fiscal para poder meterlo en el armario de «completo hasta el juicio». El caso Sanders estaba en espera hasta que los criminalistas regresaran con su informe preliminar. La División Rampart había pedido a la Pacific que buscara a una prostituta llamada Roxie que había desaparecido del radar; un colega les había dicho que ella había comenzado a trabajar en Westside y tenían la esperanza de que alguien en su unidad pudiera confirmarlo para no tener que abrir un expediente.
Lo peculiar de los casos de personas desaparecidas, al menos en el caso de los adultos, era que desaparecer no era un crimen. La policía tenía más margen con los menores, dependiendo de la edad. Pero en general, no había nada que evitara que la gente simplemente abandonara sus vidas. Sucedía con más frecuencia de lo que la gente pensaba. Sin pruebas de juego sucio, los cuerpos policiales estaban limitados a lo que legalmente podían hacer para investigar. Debido a eso, casos como el de Roxie solían pasar inadvertidos.
Suspirando resignada, Keri se dio cuenta que, exceptuando algo extraordinario, no había realmente razón alguna para quedarse después de las cinco.
Cerró los ojos y se imaginó a sí misma, dentro de menos de una hora, relajándose en su casa bote, el Sea Cups, sirviéndose tres dedos —bueno, cuatro— de Glenlivet y poniéndose cómoda para un atardecer con sobras de comida china y capítulos repetidos de Scandal. Si esa terapia personalizada no daba resultado, podía terminar en el diván de la Dra. Blanc, una opción poco atractiva.
Había comenzado a guardar sus archivos del día cuando Ray llegó y se dejó caer en la silla de la enorme mesa que compartían. Ray era oficialmente el detective Raymond «Big» Sands, su compañero por ya casi un año y su amigo por cerca de siete.
Realmente hacía honor a su apodo. Ray (Keri nunca lo llamaba «Big», él no necesitaba un masaje de ego) era un hombre negro de un metro noventa y cinco y 104 kilos, con una brillante calva, un diente inferior partido, una perilla muy cuidada y una afición a vestir camisas demasiado pequeñas para él, solo para marcar cuerpo.
Con cuarenta años, Ray aún se parecía al boxeador, medallista olímpico de bronce, que había sido a los veinte, y el contendiente profesional de peso pesado, con un registro de 28-2-1, que había sido hasta la edad de veintiocho. Fue entonces cuando un pequeño contrincante zurdo, casi trece centímetros más bajo que él, le dejó sin ojo derecho de un malicioso gancho y le puso a su carrera un chirriante final. Utilizó un parche durante dos años, que le resultó incómodo, y finalmente se puso un ojo de vidrio, con el que de alguna manera le iba mejor.
Como Keri, Ray se unió a la Fuerza más tarde que la mayoría, cuando al principio de la treintena buscaba un nuevo propósito en la vida. Ascendió rápidamente y era ahora el detective sénior en la Unidad de Personas Desaparecidas de la División Pacífico o UPD.
–Pareces una mujer que sueña con olas y whisky —dijo.
–¿Tan evidente es? —preguntó Keri.
–Soy un buen detective. Mis poderes de observación son inigualables. Además, hoy ya mencionaste dos veces tus excitantes planes vespertinos.
–¿Qué puedo decir? Soy persistente cuando persigo mis objetivos, Raymond.
Él sonrió, con su ojo bueno mostraba una calidez que su defecto físico ocultaba. Keri era la única a la que permitía llamarle por su nombre propio. A ella le gustaba mezclarlo con otros títulos, menos halagadores. Con frecuencia él hacía lo mismo con respecto a ella.
–Escucha, pequeña señorita Sunshine, puede que estés mejor invirtiendo los últimos minutos de tu turno revisando con los criminalistas acerca del caso Sanders en lugar de soñar despierta con beber despierta.
–¿Beber despierta? —dijo ella, simulando estar ofendida—. No es beber despierta si empiezo después de las cinco, Gigantor.
Él iba a responderle cuando el teléfono sonó. Keri cogió la llamada antes de que Ray pudiera decir algo y ella, juguetona, le sacó la lengua.
–División Pacífico Personas Desaparecidas. Detective Locke al habla.
Ray se puso a la escucha también pero sin hablar.
La mujer que llamaba parecía joven, alrededor de treinta años, más o menos. Antes de que ella dijera siquiera por qué estaba llamando, Keri notó la preocupación en su voz.
–Me llamo Mia Penn. Vivo en la Avenida Dell en los Canales de Venice. Estoy preocupada por mi hija, Ashley. Debería haber llegado a casa de la escuela a las tres treinta. Sabía que la iba a llevar a una visita con el dentista a las cuatro cuarenta y cinco. Me escribió un mensaje justo antes de salir de la escuela a las tres pero no está aquí y no responde a ninguna de mis llamadas o mensajes. Eso no es típico de ella para nada. Es muy responsable.
–Sra. Penn, ¿Ashley normalmente va a pie o en coche hasta casa? —preguntó Keri.
–Viene a pie. Está solo en décimo grado, tiene quince años. Ni siquiera ha comenzado las clases de conducir.
Keri miró a Ray. Sabía lo que él iba a decir y no tenía argumentos para contradecirlo. Pero había algo en el tono de Mia Penn que no le gustó. Podía decir que la mujer apenas podía mantener el control. Había pánico bajo la superficie. Quería pedirle a él que se saltaran el protocolo pero no se le ocurría ninguna razón creíble para hacerlo.
–Sra. Penn,