Asesinato en la mansión. Фиона Грейс
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–Qué… interesante ―replicó Taryn, eligiendo claramente sus palabras con el mayor de los cuidados―. Quiero decir, normalmente cuando un extranjero quiere trabajar en este país la empresa tiene que demostrar que no hay ningún británico disponible para ocupar ese puesto. Me sorprende que no se apliquen las mismas normas en cuanto a lo de abrir un negocio… ―Su tono desdeñoso iba volviendo cada vez más evidente―. ¿Y Stephen ha acordado un alquiler contigo, con una desconocida, así tal cual? ¿Después de que la tienda llevase vacía tan solo, qué, dos días? ―La educación que la mujer se había estado obligando a expresar anteriormente se desvanecía a marchas forzadas.
Lacey decidió no permitir que sus palabras la afectasen.
–En realidad ha sido todo un golpe de suerte. Stephen estaba en la tienda cuando empecé a cotillear en ella. Estaba destrozado después de que el anterior arrendatario lo abandonase y lo dejase con montañas de facturas, y supongo que las estrellas deben de haberse alineado. Yo lo ayudo y él me ayuda; debe de ser el destino.
Notó cómo a Taryn se le enrojecía el rostro.
–¿DESTINO? ―chilló la mujer. Su pasivo agresividad viró bruscamente hacia una agresividad pura y dura―. ¿DESTINO? ¡Hace meses que tengo el trato con Stephen de que, si la tienda se quedaba disponible, me la vendería! ¡Se suponía que iba a expandir mi tienda con el local!
Lacey se encogió de hombros.
–Bueno, yo no lo he comprado. Simplemente lo alquilo. Estoy segura de que todavía tiene ese plan en mente y te lo venderá cuando llegue el momento, pero al parecer todavía no ha llegado.
–¡No me lo puedo creer! ―gimoteó Taryn―. ¿Te presentas aquí y le obligas a firmar otro alquiler? ¿Y te lo concede en tan solo un par de días? ¿Acaso lo has amenazado? ¿Has usado alguna clase de vudú con él?
Lacey se mantuvo firme.
–El por qué ha decidido alquilarme a mí el local en lugar de vendértelo tendrás que preguntárselo a él ―dijo, aunque interiormente pensaba: «¿Quizás se deba a que yo soy agradable?».
–Me has robado la tienda ―finalizó Taryn.
Y, tras aquello, se marchó a grandes zancadas, cerrando la puerta tras de sí con un golpe y agitando la melena larga y oscura.
Lacey se percató de que su nueva vida no iba a ser exactamente tan idílica como había esperado, y quizás su broma sobre cómo Taryn era su gemela malvada hasta llegase a hacerse realidad. Bueno, al menos existía una cosa que podía hacer al respecto.
Cerró el local con llave y avanzó con paso decidido por la calle en dirección a la peluquería, entrando sin dudar ni un segundo. La peluquera, una mujer pelirroja, estaba sentada y ojeaba una revista entre un claro parón entre clientes.
–¿Puedo ayudarla? ―preguntó, alzando la vista hacia Lacey.
–Ha llegado el momento ―anunció ésta con decisión―. Ha llegado el momento de pasar al pelo corto.
Aquel era otro sueño que nunca había podido cumplir por su falta de valentía. David había adorado su larga cabellera, pero no pensaba seguir pareciéndose a su gemela malvada ni un segundo más. Había llegado el momento. El momento de cortarlo todo. El momento de dejar atrás a la Lacey que había sido en el pasado. Aquella era su nueva vida, y seguiría unas normas nuevas y creadas por su propia mano.
–¿Estás segura de que quieres llevarlo corto? ―le preguntó la mujer―. Quiero decir, pareces decidida, pero tengo que preguntarlo. No quiero que acabes arrepintiéndote.
–Oh, estoy segura ―la tranquilizó Lacey―. En cuanto lo haga, habré cumplido tres de mis sueños en tres días.
La peluquera sonrió de oreja a oreja y cogió las tijeras.
–De acuerdo entonces. ¡Vamos a por el triplete!
CAPÍTULO SIETE
―Ya está ―dijo Ivan, arrastrándose para salir del armario que había debajo del fregadero de la cocina―. Esa tubería no debería gotear más ni darte más problemas.
Se puso en pie, bajándose avergonzado el borde de la arrugada camiseta gris que se le había subido sobre la barriga cervecera pálida como un fantasma. Lacey disimuló con educación que no había visto nada.
–Gracias por arreglarlo tan rápido ―dijo, agradecida de que Ivan fuese un casero considerado que arreglaba todos los problemas con los que la sorprendía la casa (y que no habían sido pocos) y además lo hacía de una manera tan eficaz. Pero también empezaba a sentirse culpable por la cantidad de veces que había acabado arrastrándolo hasta Cottage Crag; la colina no representaba precisamente un simple paseo, e Ivan ya no era precisamente joven―. ¿Quieres quedarte a tomar algo? ―le ofreció―. ¿Té? ¿Cerveza?
Ya sabía que la respuesta sería negativa. Ivan era tímido, y transmitía la sensación de que creía que su presencia era una imposición que Lacey tenía que sufrir, pero aquello no evitaba que se lo preguntase siempre.
Ivan se rió por lo bajo.
–No, no, no hace falta, Lacey. Esta noche tengo que ocuparme de unos asuntos administrativos. No hay descanso para los malditos, como se suele decir.
–Y que lo digas ―contestó Lacey―. Esta mañana he ido a la tienda a las cinco de la mañana y no he vuelto a casa hasta las ocho de la tarde.
Ivan frunció el ceño.
–¿La tienda?
–Oh ―musitó Lacey, sorprendida―. Creía que te lo había mencionado cuando viniste a desatascar los canalones. Voy a abrir una tienda de antigüedades en el pueblo. Le he alquilado un local vacío a Stephen y Martha, el que antes era una tienda de jardinería y objetos del hogar.
Ivan pareció estupefacto.
–¡Creía que habías venido de vacaciones!
–Así es, pero he acabado decidiendo que voy a quedarme. No justo en esta casa, por supuesto. Encontraré algún otro sitio tan pronto como la necesites para alquilarla.
–No, si estoy encantado ―se apresuró a decir Ivan con aspecto de estar absolutamente maravillado―. Si te gusta estar aquí, será un placer que te quedes. No es demasiado incordio que tenga que venir de vez en cuando a hacer apaños, ¿verdad?
–Me gusta que lo hagas ―contestó Lacey con una sonrisa―. Así evito sentirme sola.
Aquella había sido la parte más difícil de dejar atrás Nueva York. No se trataba del lugar, ni del apartamento, ni de las calles conocidas, sino de la gente que había dejado atrás.
–Quizás debería adoptar un perro ―añadió con una risita.
–Deduzco que todavía no conoces a tu vecina, ¿verdad? ―dijo Ivan―. Es una dama encantadora. Excéntrica. Tiene un perro, un collie, para controlar a las ovejas.
–A las ovejas sí que las conozco ―le dijo Lacey―. No dejan de colarse en el jardín.
―Ah ―dijo Ivan―.