Asesinato en la mansión. Фиона Грейс
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Siempre le había encantado aquel sitio. De niña había pasado muchas horas en el laberinto que formaban todos aquellos tesoros, jugando con las escalofriantes muñecas de porcelana china y leyendo toda clase de comics infantiles de coleccionistas, desde Bunty hasta The Beano, pasando por los excepcionalmente raros y valiosos originales de Rupert El Oso. Pero lo que más le había gustado de todo había sido examinar las distintas baratijas e imaginarse qué vidas y personalidades debían de haber tenido las personas a las que habían pertenecido en una ocasión. Había una lista sin fin de chismes, peculiaridades y artilugios, y cada uno de aquellos objetivos había tenido el mismo extraño aroma mezcla de metal, polvo y moho que estaba oliendo en aquel preciso instante.
Del mismo modo en que ver el Cottage Crag junto al océano había despertado en ella su antiguo sueño de la infancia de vivir junto al mar, ahora se encontró recuperando el antiguo deseo infantil de tener su propia tienda.
Hasta la distribución del local le recordaba a la antigua tienda de su padre. Miró a su alrededor y las imágenes sacadas de lo más profundo de su memoria se superpusieron a lo que veían sus ojos, casi como si fuese una hoja de papel de calco colocada sobre un dibujo. De repente fue capaz de ver las estanterías repletas de preciosas reliquias ―principalmente menaje de cocina victoriano, algo en lo que su padre había estado especialmente interesado― y allí, en el mostrador, visualizó la gran caja registradora de latón, ésa tan anticuada y voluminosa con las teclas duras que su padre había insistido en usar porque «te mantiene ágil mentalmente» y «mejora tu capacidad mental para las matemáticas». Lacey sonrió para sí misma, soñadora, mientras las palabras de su padre le resonaban en los oídos y las imágenes y recuerdos se reproducían frente a sus ojos.
Estaba tan perdida en su ensoñación que no oyó los pasos que salían de la parte trasera del local y se dirigían hacia ella, ni tampoco notó al hombre al que pertenecían dichos pasos y que emergió por la puerta con el ceño fruncido y marchó directamente hacia ella. No se percató de que no estaba sola hasta notar un golpecito en el hombro.
El corazón le dio un salto en el pecho y Lacey estuvo a punto de soltar un grito de sorpresa, girándose bruscamente. Tras un segundo su cerebro se dignó a captar el rostro del desconocido: era un anciano de cabello blanco y ralo, ojos de un azul brillante y unas bolsas amoratadas bajo los ojos.
–¿Puedo ayudarla? ―dijo el hombre con tono brusco y nada amistoso.
Lacey se llevó la mano al pecho. Le hizo falta un momento para comprender que no el hombre que le había tocado el hombro no era el fantasma de su padre, y que ella tampoco era una niña en mitad de su tienda de antigüedades, sino una mujer adulta de vacaciones en Inglaterra. Una mujer adulta que, en aquel momento, había irrumpido en una propiedad privada.
–¡Oh, Dios mío, lo siento muchísimo! ―exclamó a toda prisa―. No me había dado cuenta de que había alguien. La puerta estaba abierta.
El hombre la fulminó con la vista con gesto escéptico.
–¿Es que no ve que la tienda está vacía? Aquí no hay nada que comprar.
–Lo sé ―continuó, acelerada y desesperada por limpiar su buen nombre y borrar el ceño lleno de desconfianza que tenía aquel anciano en la cara―. Pero no he podido contenerme. Este lugar me recuerda tanto a la tienda de mi padre. ―Para su sorpresa, los ojos se le llenaron de repente de lágrimas―. Llevo sin verlo desde que era niña.
El ademán del hombre cambió en un instante y pasó de estar ceñudo y a la defensiva a ser suave y amable.
–Querida, querida, querida ―dijo con gentileza, sacudiendo la cabeza mientras Lacey corría a secarse las lágrimas―. No pasa nada, querida. ¿Tu padre tenía una tienda como ésta?
Lacey se sintió avergonzada al instante por haber descargado sus emociones sobre aquel hombre, además de culpable por haberlo hecho reaccionar así, como un terapeuta experimentado que mostraba compasión sin juicio alguno, interés y que la animaba a hablar en lugar de llamar a la policía para sacarla de su propiedad. Pero no pudo evitarlo; se abrió a él y dejó que fuese su corazón el que cogiese las riendas.
–Vendía antigüedades ―explicó, con una sonrisa de nuevo en los labios ante los recuerdos incluso mientras las lágrimas seguían aguándole los ojos―. El olor de este local me ha hecho sentir tanta nostalgia, y lo he recordado todo de golpe. La tienda tiene hasta la misma distribución. ―Señaló hacia la habitación trasera por la que debía de haber entrado aquel hombre―. Aquella sala se usaba como almacén, pero siempre quiso convertirla en una sala de subastas. Era muy larga, y daba a un jardín.
El hombre empezó a reírse por lo bajo.
–Venga a echar un vistazo. Esta habitación también es larga, y da a un jardín.
Emocionada por su compasión, Lacey lo siguió a través de la puerta y entró en la habitación trasera. Era larga y estrecha, lo que le daba cierto parecido con un vagón de tren, y casi idéntica a la que su padre había soñado con convertir en una sala de subastas. La cruzó y salió a un maravilloso jardín largo y estrecho que debía medir unos quince metros. Había plantas llenas de color por todas partes, y unos árboles y arbustos ubicados en lugares estratégicos ofrecían la cantidad perfecta de sombra. Una valla alta hasta la rodilla era lo único que lo separaba del jardín de la tienda aledaña, que al parecer lo usaba únicamente como almacén y había puesto varios cobertizos de plástico grandes, feos y grises y una hilera de cubos de basura. En comparación, el jardín en el que estaba Lacey parecía inmaculado.
Le dio la espalda al jardín vecino, centrándose en el del local.
–Es increíble ―dijo con efusividad.
–Sí, es un lugar muy bonito ―contestó el hombre, recogiendo una maceta que estaba tumbada y enderezándola―. La gente que lo tenía alquilado lo usaba como residencia y tienda de jardinería.
Lacey notó al instante el aire melancólico en su voz. En ese momento se percató de que el gran invernadero de cristal que tenía delante tenía las puertas abiertas de par en par y que había varias plantas con sus macetas tiradas por el suelo, con los brotes aplastados y la tierra diseminada por toda la zona. Empezaba a sentir curiosidad; el ver aquellas plantas tiradas así en un jardín que por otra parte había sido cuidadosamente atendido parecía de lo más raro. Su mente dejó a su padre de lado al instante y se centró en el presente.
–¿Qué ha pasado? ―preguntó.
La expresión del anciano era ahora de lo más triste.
–Por eso estoy aquí. Esta mañana he recibido una llamada de uno de los vecinos diciendo que parecía que habían vaciado el local durante la noche.
Lacey jadeó.
–¿Les han robado? ―Su mente no lograba asimilar el concepto de un crimen en el precioso y tranquilo pueblo costero de Wilfordshire. Le parecía que se trataba de la clase de lugar donde lo peor que podía ocurrir era que el clásico niño travieso robase una tarta recién hecha del alféizar de la ventana en el que la habían dejado para que se enfriase.
El hombre negó con la cabeza.
–No, no, no. Se han marchado. Han recogido todo lo que tenían a la venta y se han ido. No me han dado ningún preaviso, y también me han dejado con todas sus