Asesinato en la mansión. Фиона Грейс

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Asesinato en la mansión - Фиона Грейс Un misterio cozy de Lacey Doyle

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la calefacción y el agua.

      Salieron al pequeño y oscuro pasillo e Ivan desapareció tras una puerta que había bajo las escaleras, mientras que Lacey continuó su viaje en dirección a la cocina con el corazón latiéndole a toda prisa de pura anticipación.

      Soltó un fuerte jadeo al entrar en dicha habitación.

      La cocina parecía casi un museo viviente de la época victoriana. Había una cocina de hierro negro de marca Arga, ollas y sartenes de latón colgaban de diversos ganchos atornillados al techo y, justo en el centro, había una gran isla para preparar la comida. Distinguió un jardín amplio al otro lado de las ventanas; al parecer las elegantes puertas acristaladas daban a un patio donde se habían colocado una mesa y una silla desvencijadas. Lacey pudo imaginarse sentándose en la segunda con toda facilidad, comiendo cruasanes recién horneadas de la pastelería y bebiendo café peruano orgánico comprado en la cafetería independiente.

      De repente, un fuerte golpe la sacó de su ensoñación. Parecía provenir de algún lugar bajo sus pies, y hasta notó cómo vibraban los tablones del suelo.

      –¿Ivan? ―lo llamó, volviendo al pasillo―. ¿Va todo bien?

      La voz del propietario surgió a través de la puerta abierta de la bodega.

      –Son las tuberías. Creo que llevan años sin usarse, así que les llevará un tiempo dejar de hacer ruido.

      Otro fuerte golpe consiguió que Lacey diese un salto, pero esta vez no pudo evitar echarse a reír al saber la causa tan inocente que los provocaba.

      Ivan volvió a aparecer por las escaleras de la bodega.

      –Todo arreglado. Espero que a esas tuberías no les lleve mucho tiempo calmarse un poco ―comentó con su habitual aire preocupado.

      Lacey sacudió la cabeza.

      –Eso no hace más que añadirle encanto.

      –Bueno, puede quedarse aquí todo el tiempo que necesite ―añadió Ivan―. Me mantendré alerta y le avisaré si alguno de los hoteles tiene alguna habitación disponible.

      –No se preocupe ―le dijo Lacey―. Esto es exactamente lo que estaba buscando, aunque no lo sabía.

      Ivan le dedicó una de sus tímidas sonrisas.

      –¿Entonces uno de diez por noche le parece bien?

      Lacey arqueó las cenas.

      –¿Uno de diez? ¿Eso no son como doce dólares o algo así?

      –¿Es demasiado caro? ―intervino Ivan con las mejillas al rojo vivo―. ¿Le parecerían bien cinco?

      –¡Es demasiado barato! ―exclamó Lacey, consciente de que estaba negociando para que le subiera el precio en lugar de bajarlo, pero aquella cantidad tan ridículamente diminuta que sugería Ivan era casi un atraco, y Lacey no pensaba aprovecharse de que hombre dulce y balbuceante que la había salvado en su momento de doncella en apuros―. Es una casa de campo de época con dos dormitorios. Adecuada para toda una familia. En cuanto se le haya quitado el polvo y pulido, podría sacar fácilmente cientos de dólares la noche por este sitio.

      Ivan no parecía saber dónde mirar. Estaba claro que el tema del dinero lo ponía incómodo; una prueba más, pensó Lacey, de que no estaba hecho para llevar la vida de un hombre de negocios. Esperaba que ninguno de sus inquilinos se estuviese aprovechando de él.

      –Bueno, ¿qué tal quince libras por noche? ―sugirió Ivan―. Y enviaré a alguien para que quite el polvo y pula el suelo.

      –Veinte ―replicó Lacey―. Y puedo ocuparme yo de todo. ―Sonrió son seguridad y extendió la mano―. Y ahora deme la llave; no pienso aceptar un no por respuesta.

      El rojo que se había adueñado de las mejillas de Ivan se extendió hasta cubrirle también las orejas y el cuello. Asintió ligeramente con la cabeza para mostrar su acuerdo y le puso la llave de bronce en la mano.

      –Mi teléfono está en la tarjeta. Llámeme si algo se rompe. O más bien cuando algo se rompa, debería decir.

      –Gracias ―le agradeció Lacey con una pequeña risita.

      Ivan se marchó.

      Ya sola, Lacey subió al segundo piso para acabar de explorarlo todo. El dormitorio principal estaba en la parte delantera de la casa, disfrutaba de vistas al océano y tenía balcón. Se trataba de otra habitación con aire de museo, con una cama con dosel grande y de roble oscuro y un armario a juego lo bastante enorme como para llevar a cualquiera a Narnia. El segundo dormitorio estaba en la parte posterior y ofrecía vistas al jardín. El retrete estaba separado del baño, ubicado en su propia habitación del tamaño de un armario, y en el baño propiamente dicho había una bañera blanca con pies de bronce. No había ducha, tan solo un accesorio que se ajustaba al mismo grifo de la bañera.

      Lacey volvió al dormitorio principal y se dejó caer en la cama con dosel. Era la primera vez que había tenido de reflexionar de verdad sobre aquel día tan mareante, y se sentía casi en shock. Aquella misma mañana había sido una mujer que llevaba casada catorce años, y ahora estaba soltera. Por la mañana había sido una ocupada mujer de Nueva York dedicada a su trabajo, y ahora estaba en una casita junto a un acantilado inglés. ¡Qué encantador! ¡Qué entusiasmo! Nunca había hecho nada tan atrevido en toda su vida, ¡y vaya si se sentía bien!

      Las cañerías resonaron con fuerza, arrancándole un chillido, pero un momento después se echó a reír.

      Se recostó en la cama, mirando fijamente el dosel de tela que tenía encima y escuchando el sonido que provocaban las olas al chocar contra la pared del acantilado durante la marea alta. Aquel sonido invocó la repentina fantasía infantil, previamente perdida, de vivir en algún lugar junto al océano. Qué curioso que se hubiese olvidado por completo de aquel sueño. De no haber vuelto a Wilfordshire, ¿habría seguido enterrado en su mente sin llegar a ser recuperado jamás? Lacey se preguntó qué otros recuerdos podían acudir a ella mientras se hospedase allí. Quizás dedicaría el día siguiente a explorar un poco el pueblo y comprobar si éste tenía alguna pista que ofrecerle.

      CAPÍTULO TRES

      Lacey se despertó gracias a un sonido extraño.

      Se irguió de un salto, confundida momentáneamente por aquella habitación poco familiar iluminada únicamente por un delgado hilo de luz solar que se colaba por un hueco entre las cortinas. Le hizo falta un segundo para recalibrar su cerebro y recordar que ya no estaba en su apartamento de Nueva York, sino en una casa de piedra junto a los precipicios de Wilfordshire, Inglaterra.

      Volvió a oír aquel ruido. Esta vez no se trataba de las cañerías quejándose, sino de algo completamente distinto. Algo que sonaba casi animal.

      Le echó un vistazo al teléfono con ojos cansados y vio que eran las cinco de la mañana, hora local. Levantó el cuerpo agotado de la cama con un suspiro, sintiendo el efecto inmediato del jetlag en la pesadez de sus extremidades mientras se acercaba a las puertas del balcón con pies descalzos y apartaba las cortinas. Allí estaba el borde del acantilado, con el mar extendiéndose hacia el horizonte hasta encontrarse con un cielo despejado y sin nubes que justo empezaba a volverse azul. No logró ver a ningún animal que pudiese ser el culpable en el jardín delantero, así que, cuando volvió a oír aquel mismo sonido, Lacey fue capaz de situarlo en la parte posterior de la casa.

      Se

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