Asesinato en la mansión. Фиона Грейс
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–Exacto ―contestó el hombre, con los ojos verdes chispeantes y llenos de travesuras―. Hasta puedes probarlo todo antes de comprar.
Lacey fue incapaz de seguir resistiéndose y acabó entrando, preguntándose si era el efecto adictivo del azúcar lo que la llamaba o si se trataría más bien de la atracción casi magnética que ejercía aquel hombre tan atractivo.
Observó, ansiosa y salivando, cómo el hombre sacaba un bollito redondo de miga de una vitrina refrigerada, lo llenaba de mantequilla, mermelada y crema, y lo cortaba limpiamente en cuatro cuartos. Lo hizo todo de una manera tan informal que parecía casi teatral, como si estuviera llevando a cabo unos pasos de baile. Después lo colocó todo en un pequeño plato de porcelana y se lo tendió a Lacey en la punta de los dedos, acabando aquella demostración con una floritura para nada avergonzada.
–Et voilà.
Lacey sintió cómo el calor le subía a las mejillas. Todo aquello había sido desde luego un flirteo. ¿O sólo soñaba despierta?
Extendió el brazo, cogiendo uno de los trozos del plato. El hombre hizo otro tanto y chocó ligeramente su trozo con el de ella.
–Salud ―dijo.
–Salud ―logró musitar Lacey.
Se llevó el trozo a la boca. Fue toda una sensación gustativa: la crema montada densa y dulce, la mermelada de fresa tan fresca que su toque ácido le hizo cosquillas en las papilas gustativas… ¡Y el bollo! Denso y con mantequilla, entre dulce y sabroso, y la mar de reconfortante.
Los favores despertaron de golpe un recuerdo en su mente. Papá y ella, y Naomi y mamá, todos sentados alrededor de una mesa blanca de metal en el café lleno de luz, comiendo aquellas pastas rellenas de crema y mermelada. Un sobresalto de nostalgia acogedora la sacudió.
–¡Yo ya había estado aquí! ―exclamó antes incluso de dejar de masticar.
–¿Oh? ―fue la respuesta divertida del hombre.
Lacey asintió con la cabeza, llena de entusiasmo.
–Vine a Wilfordshire de niña. Es bollito inglés clásico, un SCONE, ¿verdad?
El hombre arqueó una ceja con una intriga genuina.
–Sí. Mi padre era antes el propietario de la tienda. Todavía uso su receta especial para prepararlos.
Lacey miró hacia la ventana. Aunque ahora había un banco de madera empotrado en el nicho de la pared con un cojín azul pastel encima y una mesa de madera rústica a juego, todavía podía ver el aspecto que había tenido treinta años antes. De repente se sintió transportada a aquel momento: casi sintió la brisa en la nuca, la sensación pegajosa de la mermelada en los dedos, el sudor en la parte posterior de la rodilla… Hasta podía recordar el sonido de la risa de sus padres y las sonrisas relajadas de sus rostros. Habían sido felices, ¿no? Estaba segura de que todo aquello había sido real. ¿Por qué había acabado todo hecho trizas entonces?
–¿Estás bien? ―le llegó la voz del hombre.
Lacey volvió al presente.
–Sí. Perdona, estaba perdida en mis recuerdos. Probar ese bollito me ha hecho retroceder treinta años.
–Bueno, ahora sí que tienes que tomarte un tentempié ―comentó el hombre con una risita―. ¿Puedo tentarte?
Los cosquilleos que recorrieron todo el cuerpo de Lacey le dieron la clara impresión de que hubiese accedido a cualquier cosa que sugiriese con aquel acento tan suave y esos ojos amables e incitantes. Así que asintió con la cabeza; de repente tenía la garganta demasiado seca como para formular palabra alguna.
El hombre dio una palmada.
–¡Excelente! Deja que lo prepare todo. Voy a ofrecerte la experiencia inglesa en toda su gloria. ―Hizo el gesto de darse la vuelta, pero se detuvo y volvió a mirarla―. Me llamo Tom, por cierto.
–Lacey ―contestó ésta, sintiéndose tan eufórica como una adolescente que se hubiese pillado de alguien.
Fue a sentarse junto a la ventana mientras Tom estaba entretenido en la cocina. Trató de invocar más recuerdos del momento que había pasado en aquel local en el pasado, pero no había nada más. Simplemente el sabor de los bollitos y la risa de su familia.
Un momento más tarde, el atractivo Tom se acercó con un plato para tartas lleno de sándwiches sin bordes, bollitos y una selección de bizcochitos multicolores. Puso una tetera junto al plato.
–¡No puedo comer tanto! ―exclamó Lacey.
–Es para dos personas ―contestó Tom―. Invita la casa. No sería educado permitir que una dama pagase en la primera cita.
Se sentó al lado de Lacey.
Su sinceridad la cogió por sorpresa y sintió cómo se le aceleraba el pulso. Había pasado tanto tiempo desde que había hablado flirteando con un hombre. Sí que volvía a sentirse como una adolescente entusiasmada. Y era incómodo. Pero quizás así fuesen los ingleses. Quizás todos los hombres ingleses se comportaban así.
–¿Primera cita? ―repitió.
La campanita que había encima de la puerta repicó antes de que Tom pudiese responder y un grupo de diez turistas japoneses irrumpió en la tienda. Tom se levantó de un salto.
–Oh oh, clientes. ―Miró a Lacey―. Tendremos que seguir con la cita otro día, ¿te parece?
Y, con aquella misma confianza, Tom fue hacia el mostrador y dejó a Lacey con las palabras atravesadas en la garganta.
La tienda se volvió ruidosa y ajetreada ahora que estaba repleta de turistas y, aunque Lacey intentó mantener un ojo en Tom mientras devoraba los tentempiés, éste estaba demasiado ocupado preparando pedidos para la multitud de clientes.
Una vez que hubo acabado Lacey trató de despedirse de él agitando la mano en el aire, pero para en aquel momento Tom se había adentrado en la cocina y no la vio.
Salió de la pastelería sintiéndose algo decepcionada y extremadamente llena y volvió a la calle.
Hizo una pausa. Al otro lado de la calle, frente a la pastelería, había un escaparate vacío que le llamó la atención y despertó una emoción tan profunda en su interior que le quitó el aliento de forma literal. Aquella tienda había sido otra cosa en el pasado, algo que los recovecos más remotos de sus recuerdos infantiles querían recordar. Algo que le exigía que echase un vistazo más de cerca.
CAPÍTULO CUATRO
Lacey se asomó a la ventana del escaparate vacío, rebuscando en su mente los recuerdos que había despertado en ella, pero no logró visualizar nada en concreto. Se trataba más de un sentimiento, algo más profundo que la sensación de nostalgia y que rozaba el enamorarse de alguien.
Siguió mirando por la ventana y, al distinguir el interior, vio que la tienda estaba vacía y las luces apagadas. El suelo era de madera pálida y había muchas estanterías empotradas en distintos nichos, además de una gran mesa de madera contra una de las paredes. La lámpara que colgaba del techo era una antigua de latón. «Y cara»,