Máscaras De Cristal. Terry Salvini

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Máscaras De Cristal - Terry Salvini страница 12

Máscaras De Cristal - Terry Salvini

Скачать книгу

momento no pienso todavía en dar el gran paso.

      ―Cuando te encuentres delante del hombre justo conseguirás hacer lo mismo que he hecho yo.

      ―¡Te veo muy convencida! Yo ahora debo pensar en mi carrera, todavía en rodaje. ―Sentía angustia al pensar en formar una familia con un montón de niños antes de que el trabajo despegase.

      ―A propósito, ¿qué tal te va con ese tío que estás defendiendo? He leído en los periódicos…

      ―Bueno, estamos diseñando una línea de defensa que disminuya los años de la posible condena. Los hechos dicen que ha sido él y, por lo tanto, parece ser que irá a la cárcel, pero debo encontrar una laguna jurídica para conseguir que se quede lo menos posible.

      ―Bastaría un pacto para llegar al objetivo ―comentó la otra ―¿O me equivoco? Lo he visto hacer en algunas películas.

      Loreley sonrió.

      ―No quieren saber nada de eso. Peter Wallace no consigue todavía creer que su Lindsay esté muerta. Afirma que sólo le dio unas bofetadas y que cuando se fue ella todavía estaba viva y perfectamente. Las pruebas, sin embargo, lo contradicen. Sólo he hablado una vez con él para intentar saber algo más pero me pareció que me estrellaba contra un muro de silencio y reticencia.

      ―No te será fácil conocer la verdad si él no está dispuesto a colaborar.

      ―¿Te importa si cambiamos de tema? Me gustaría evitar pensar en el trabajo esta noche.

      ―No me importa en absoluto.

      Ester levantó la mirada hacia el trocito de cielo que se entreveía más allá de los altos edificios enfrente de ellas.

      Hubo un instante de silencio en el que Loreley observó el hermoso perfil de su cuñada, los largos cabellos oscuros sueltos sobre la espalda, la mirada perdida allá arriba, pensando quién sabe en qué. No sabiendo qué más decir, sacó el primer tema que le vino a la cabeza.

      ―¿Echas de menos tu ciudad? ―le preguntó.

      Ester tuvo un ligero sobresalto.

      ―No… bueno, no sabría decirte. De vez en cuando aparecen imágenes, escenas que me la hacen recordar, pero no siento su nostalgia, no hasta el punto de querer volver a toda costa. En compensación, echo de menos a mi hermano, aunque recuerdo muy pocas cosas de él. ―Hizo una pequeña pausa, durante la cual se enrolló una pequeña porción de cabellos alrededor del dedo índice ―Querría volver a verlo pero no sé dónde está, ni cómo ha acabado.

      ―En cualquier sitio tiene que haber una pista.

      ―Sólo la nota que dejó a Hans antes de desaparecer, en la que decía que quería encomendarme a él.

      ¿Una nota para Hans escrita por Jack?, se preguntó perpleja.

      Hans no le había dicho nada de esto a ella. Nunca había comprendido el motivo que había empujado a Jack a irse tan deprisa y ya había transcurrido más de un año desde que había sucedido.

      ―Hagamos algo bueno: vamos a darles la lata a nuestros hombres, allí en el salón ―propuso Ester.

      ***

      Cuando salió del ambiente templado de la oficina, el aire fresco de octubre la despertó del embotamiento en el que se encontraba desde hacía unas horas: aquella mañana se había levantado con una náusea que le había hecho saltarse la comida. Era probable que estuviese enfermando, quizás fuese aquel malestar que precede a la gripe auténtica.

      Levantó la mirada: unas nubes amenazadoras oscurecían el cielo de la tarde y los árboles desnudos parecían escuálidas prolongaciones del suelo vuelto hacia lo alto. El viento fuerte la obligó a cerrar la chaqueta y a anudarse mejor la bufanda de seda alrededor del cuello. No le gustaba el invierno, a no ser por Navidad y las divertidas jornadas de patinaje sobre el hielo.

      Llegó con prisa hasta un taxi que, un poco más adelante, estaba dejando a un cliente, e hizo que la llevase a casa. En cuanto abrió la puerta sintió el olor de comida. Se quitó el abrigo y lo apoyó en el sofá junto con el bolso, luego se asomó a la cocina. Mira, con su acostumbrado uniforme azul y un delantal blanco estaba preparando la mesa.

      ―¿Tienes hambre? ―le preguntó la asistenta volviéndose para mirarla: los pequeños ojos azul celeste sonreían, así como los labios sutiles y delicados.

      Loreley había querido que la tutease: odiaba las formalidades y las reverencias, ya las tenía que soportar en el tribunal.

      ―A decir verdad, no mucha. ¿Ha vuelto Johnny?

      ―Está encerrado en el estudio. La cena casi está lista.

      ―Voy a avisarle.

      Necesitó un poco de tiempo para sacarlo de la mesa de dibujo pero luego Johnny devoró un enorme bistec a la plancha y una cantidad de verduras que ella habría consumido en dos comidas.

      Llegado a un punto Loreley apartó su plato con un gesto de disgusto: no entendía porqué ver a Johnny comer mucho, aquella noche le molestaba tanto.

      Se levantó excusándose y se dirigió al baño para darse una ducha. Cuando el calor del agua la relajó, dejando espacio libre para los pensamientos, ya no se resistió. Divagó durante bastante tiempo en el pasado, en la época de la universidad, con Davide, el primer encuentro con Johnny y su futuro con él. Un futuro a largo plazo… Convertirse en una auténtica familia.

      ¿Qué diablos estaba pensando?

      Johnny nunca le había dado a entender que quisiese crear una con ella. Ya había tenido una esposa y había escapado de ella después de unos cuantos años. Durante el matrimonio había traído al mundo incluso una hija, de la que hablaba poco, a diferencia de tantos padres que...

      Interrumpió aquella secuencia de pensamientos con un escalofrío. Abrió la boca de par en par y el agua acabó en la garganta. Tosió para echarla fuera mientras cerraba el grifo. Fueron necesarios unos segundos interminables antes de que volviese a respirar bien.

      Se apoyó en la pared de baldosas mientras se apartaba del rostro el cabello mojado. Aquel día debía volver a tomar la píldora y no le había venido nada. ¿Cómo era posible?

      Había leído en algún sitio que, con algún tipo de anticonceptivos, podía suceder que el flujo disminuyese hasta desaparecer. Sí, debía ser esto.

      ¿Y si algo no había ido como debiera?, se preguntó escurriéndose los cabellos con gesto nervioso.

      Aquella duda la puso tan intranquila que la indujo a secarse con rapidez y vestirse de nuevo. No podía esperar a mañana y quedarse con la incertidumbre o esa noche no pegaría ojo.

      Una vez preparada dijo a Johnny que había olvidado comprar los habituales analgésicos y salió a la carrera.

      En pocos minutos llegó a la farmacia cercana, en la otra parte de la calle. Entró y pidió un test de embarazo: era absurdo que se preocupase tanto pero sabía que podía haber un margen de error.

      Cuando volvió a casa encontró a Johnny tumbado sobre el sofá concentrado en ver un partido de fútbol americano; ella

Скачать книгу