Máscaras De Cristal. Terry Salvini
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Читать онлайн книгу Máscaras De Cristal - Terry Salvini страница 13
Sentada en el taburete se imaginó las posibles reacciones de Johnny si el resultado fuese positivo. Nunca habían hablado de boda, imagínate de tener hijos. Sería un duro golpe para ambos.
Miró el reloj, luego el indicador del test...
5
El test había dado positivo. Justo como temía.
¿Cómo diablos había sucedido? ¿Dónde se había equivocado?, se preguntó mientras envolvía el bastoncillo en un pañuelo de papel para tirarlo a la basura.
Salió del baño después de unos cuantos minutos. Se sentía como si le hubieran suministrado una dosis fuerte de sedantes. No fue con Johnny al salón: no quería correr el riesgo de que se percatase del estado en que se encontraba y necesitaba reflexionar antes de hablar con él.
Se dirigió al dormitorio, en la otra parte de la casa. Terminó de desvestirse, cogió el pijama de debajo de la almohada y se lo puso con movimientos parecidos a los de un autómata. Se dio cuenta de que se había colocado el pantalón al revés, no le importó gran cosa colocárselo como debía.
Al escuchar unos pasos se dio la vuelta, dando la espalda a la puerta.
―¿Ya te metes en la cama? ―le preguntó Johnny.
―Estoy muy cansada. ¿Te importa? ―fingió que buscaba algo en el interior del cajón de la mesilla de noche para que él no notase su turbación.
―No, para nada… yo vengo en cuanto acabe el partido, ahora están en el descanso.
Lo oyó acercarse todavía más y se puso una máscara de impasibilidad en el rostro, la misma que ponía en el tribunal.
―Perfecto. ―cerró el cajón después de haber cogido un paquete de pañuelos de papel que no necesitaba.
John la abrazó desde atrás, estrechándole la cintura.
―Venga, métete en la cama ―le dijo ―Ya me encargo de apagar todas las luces y cerrar las ventanas.
Ella giró la cabeza para fulminarlo con la mirada.
―¿Por qué me estás mirando de esa manera? ―le preguntó.
―Tú odias hacer estas cosas, siempre las debo hacer yo.
Lo vio sonreír.
―Dado que tú te vas a dormir y yo debo salir, me esforzaré y lo haré.
―¿Vas a salir con Ethan?
―Como siempre. Pero no te preocupes, esta vez no llegaré tarde.
El hombre dejó de abrazarla y, después de darle un ligero beso en la sien, abandonó la estancia.
Loreley se metió bajo las sábanas pero le costó conciliar el sueño. Era la primera vez que se sentía contenta de que Johnny saliese sin ella por la noche. Aún no se había recuperado de lo que había ocurrido en la boda de Hans que ya estaba metida en algo que le venía grande. Ninguno de los dos había considerado traer un niño al mundo, no en este momento.
***
Dos días después, Loreley todavía no había decidido informar a Johnny que sería padre por segunda vez. Quería mantener para ella ese secreto, aunque en un atisbo de racionalidad se prometió a sí misma decírselo lo antes posible, con la esperanza de que no reaccionase mal.
No conseguía procesar que se había quedado embarazada a pesar de todas las precauciones. En casa no hacía otra cosa que pensar en ello; sólo cuando estaba en la oficina conseguía tener un respiro: el trabajo la tenía ocupada, dándole un poco de tregua.
Aquel miércoles por la mañana se encontraba en la sala del tribunal con su asistido, Peter Wallace.
Loreley había visto imputados nerviosos, arrepentidos, preocupados, atemorizados o incluso complacidos de sí mismos, pero nunca le había ocurrido ver una expresión tan indiferente en uno de ellos. Para su defendido era como si aquello que estaba ocurriendo a su alrededor no fuese con él. Estaba allí, sentado a su lado, con los ojos fijos mirando hacia adelante, sin reparar en nada concreto, las manos cruzadas en una pose más propia del interior de una iglesia que de la sala de un tribunal.
Loreley había conocido al juez Henry Palmer durante las prácticas de pasante y lo estimaba por su humanidad que, sin embargo, no dejaba transparentar por sus ojos semi escondidos por los caídos párpados superiores y los labios sutiles siempre cerrados. Raramente lo veía sonreír durante una audiencia. A ojo de buen cubero debía haber engordado al menos una decena de quilos desde la última vez que lo había visto: ahora su panza presionaba el borde del estrado. Ni siquiera la toga conseguía enmascararla.
El juez se ajustó las gafas sobre la nariz antes de formular la pregunta esperada.
―¿Cómo se declara su cliente?
La voz sonó alta, un poco ronca, como si acabase de recuperarse de un dolor de garganta.
Ella se volvió hacia Peter Wallace, que no se movió ni un centímetro. El único detalle que le hizo comprender que estuviese vivo fue un ligero movimiento, apenas perceptible, en la mandíbula bien modelada.
―Inocente, Su Señoría. Mi cliente no tiene antecedentes penales, siempre ha llevado una vida tranquila y el crimen por el que es imputado aún está por demostrar. Las pruebas a su cargo se basan solamente en un testimonio poco fiable. Pido la libertad condicional.
―Fiscal… ―dijo el juez, invitándolo a hablar.
―El imputado no tiene antecedentes penales, es verdad, pero como ya se ha probado tiene una naturaleza agresiva: siempre hay una primera vez para cualquier acción. Además, podría abandonar el Estado, su familia tiene medios para ayudarle. Solicito que la petición de la defensa sea rechazada.
Después de una atenta reflexión el juez decidió:
―La libertad condicional es denegada.
El golpe seco del mazo puso fin a la audiencia.
Esta vez su cliente se giró hacia ella mostrando unos ojos verdes carentes de luz.
―Lo siento.
―Yo no he sido. Sé que nadie me cree; ni siquiera usted, abogada.
No había humildad en el tono ni autocompasión, pero tampoco arrogancia. Lo vio apartarse de los ojos un pequeño mechón de cabellos rizados, de color rojo Tiziano.
―Hasta luego, abogada Lehmann ―se despidió de ella un momento antes de que los agentes se acercasen para escoltarlo fuera de la sala del tribunal.
Ella se alejó rápidamente: otro acusado y su abogado defensor acababan de entrar y estaban a punto de coger su puesto.
Una