Máscaras De Cristal. Terry Salvini

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Máscaras De Cristal - Terry Salvini

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estaba diciendo que si quieres que te ayude con este caso, lo haré.

      ―Eres muy amable pero tú ya tienes bastante que hacer y quiero hacerlo yo misma.

      En la mirada del hombre leyó un mensaje insistente de indulgencia, mezclado con compasión, que la hizo sentirse incómoda. Se levantó de la butaca y lo abordó, apoyándose en el borde del escritorio con los brazos cruzados.

      ―En vez de mirarme de esa manera ¿por qué no me dices lo que estás realmente pensando?

      ―No te entiendo.

      ―Venga, sabes perfectamente que John se ha ido de casa… y a lo mejor conoces también el motivo ―estaba forzando la mano pero no tenía elección si quería sacarle algo.

      Lo vio rascarse la cabeza, un gesto que repetía cada vez que se sentía en dificultades.

      ―¡Vamos, Ethan! Te lo suplico.

      El hombre suspiró.

      ―¿Qué quieres que te diga? No sé qué pensar y no me corresponde juzgarlo: tengo tantos problemas como tú con respecto a mi vida sentimental, y ya me llega.

      ―¿Hablas de tu mujer? ¿Cuánto tiempo más vas a permitir que tu ex mujer use a vuestro hijo como medio para chantajearte? No debes dejárselo hacer más.

      ―¡Si fuese tan fácil! Si no tengo cuidado en cómo me comporto con Stephany y a lo que le digo, me arriesgo a hacer sufrir a Lukas. Y a mí también. Tengo miedo de que se lo lleve de New York para volver a su ciudad.

      ―No cedas. No le des más dinero, te está desangrando. Intenta decirle que haga lo que quiera: me gustaría ver si se va de aquí. ¿Y para hacer qué?

      Lo vio mover la cabeza y quedarse en silencio. Sintió lástima de él y dejó el tema.

      ―¿Sabes que Johnny me ha abandonado en París, dejándome sola? ―le señaló la herida en la cabeza. ―Esta me la he hecho por correr detrás de él. Me he caído por las escaleras.

      ―Me había preguntado cómo te había hecho daño, en efecto.

      ―Kilmer lo sabía. Pero ahora volvamos al tema que me interesa más en este momento: Johnny se ha ido de casa sin ni siquiera llamarme para informarme de sus intenciones o para darme la posibilidad de defenderme. ―se puso las manos en las caderas. ―¿Sabes qué te digo? ¡No sé si merece una explicación, o incluso si es justo darle una segunda oportunidad para enmendar su comportamiento!

      ―Nada es justo en todo esto y yo no tengo ganas de ponerme de parte de ninguno de los dos ―apretó los labios y respiró profundamente. ―Escucha, os aprecio a ambos y me hace daño veros así. Tampoco él está bien, te lo aseguro. Lo siento pero no puedo decirte otra cosa; habla con John.

      ―¿Y cómo hago para hablarle si ni siquiera sé dónde encontrarlo?

      Ethan no respondió enseguida: pareció medir las baldosas del suelo con pequeños pasos nerviosos, delante y atrás, las manos en los bolsillos, hasta que se paró de nuevo enfrente de ella mirándola directamente a los ojos.

      ―John está en Los Ángeles.

      ―¡Gracias Ethan!

      ―¡Buena suerte!

      ***

      La casa de los Wallace era una construcción de tres pisos de ladrillo rojo en la calle setenta y uno, cerca del cruce con la West End Avenue. Loreley no tenía ni que coger el coche para llegar allí porque estaba a poco más de doscientos metros de su propio edificio. Desde la oficina había ido a casa para refrescarse y cambiarse la camisa del traje chaqueta antes de ir a ver a los padres de su cliente.

      La señora que le abrió la puerta la miró como si estuviese molesta y Loreley comprendió que el hijo no la había avisado de su llegada. Sólo después de haberse presentado y haberle explicado el motivo de su visita consiguió verla sonreír y entrar.

      El salón en el que fue recibida tenía un mobiliario sobrio que parecía antiguo: ningún vestigio de extravagancia, ni siquiera en los colores de la tapicería o en cualquier objeto. Todo parecía en su lugar, en un orden casi maniático.

      La dueña de la casa la hizo sentar en un sofá de terciopelo color crema, con una fila de cojines a juego apoyados en el respaldo.

      ―¿Puedo invitarle a un té, miss Lehmann? ―le preguntó la señora mientras se quedaba en pie, la postura rígida.

      Loreley la examinó: vestido negro, un poco más abajo de la rodilla, zapatos décolleté con tacón de altura media y cabellos lisos castaños recogidos en la nuca. No llevaba nada de maquillaje pero parecía preparada para salir. ¡Y deprisa! Lo confirmaban su manera de actuar impaciente.

      ―No, gracias, señora Wallace, está bien así.

      Escuchó abrirse la cerradura de la puerta de entrada y luego unos pasos. Poco después, un muchacho alto y delgado apareció en el umbral. Por su aspecto aparentaba unos treinta años y se parecía a la señora Wallace. No parecía, de hecho, el hermano de Peter, que debía semejarse al padre.

      Se volvió hacia Loreley:

      ―Buenos días, abogada Lehmann. Espero que no haya tenido que esperar demasiado. ―Le estrechó la mano.

      ―Michael, ¿has hecho adrede lo de no decirme nada? ―se entrometió la madre ―¿Qué me ocultas?

      El muchacho alzó los ojos hacia arriba.

      ―He estado ocupado y he olvidado avisarte. Ahora no comiences a ver intrigas por todas partes.

      La madre lo fulminó con la mirada.

      ―No creía que tuvieses que salir justo ahora.

      La señora Wallace parecía poco convencida pero el hijo no se descompuso.

      ―¡Perfecto! ―se volvió hacia Loreley. ―Un placer haber conocido a la abogada de mi hijo. Siento no haber ido al juicio pero no faltaré a la próxima audiencia. Ahora debo marcharme: como ha podido ver tengo un compromiso ―le dijo despidiéndose.

      Loreley se volvió a sentar en el sofá mientras Michael cogió una silla tapizada y se sentó delante de ella.

      ―Perdone. Mi madre tiene sus paranoias.

      ―Hubiera preferido hablar también con la señora, me parece que ya se lo había dicho.

      El muchacho cruzó los brazos sobre el pecho y las piernas.

      ―Es mejor dejar a mi madre fuera de esta conversación.

      Loreley frunció el ceño.

      ―¿Y por qué razón?

      ―Verá, ella es una mujer muy firme en sus convicciones y con un fuerte sentido de la moral, o de lo que entiende con esta palabra. Digamos, en fin, que es un poco quisquillosa. Para ella Peter es un vago, sólo capaz de crear problemas.

      ―¿En serio?

      ―Sí,

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