La Chica Y El Elefante De Hannibal. Charley Brindley

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La Chica Y El Elefante De Hannibal - Charley Brindley

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sonaron a mi espalda, y me volví para ver a seis soldados. Llevaban gruesas corazas de cuero talladas con escenas de batalla, junto con protectores de metal ornamentado en las muñecas y espinillas.

      —¿Habéis visto alguna vez algo así?

      Un hombre de barba roja me señaló con su dedo torcido. Llevaba un casco brillante, con pelo largo de animal que sobresalía de la parte superior y caía recto por la espalda. Cada uno llevaba una lanza y una espada en su cinturón.

      Otro soldado arrojó su escudo a la arena, riendo tan fuerte que apenas podía hablar.

      —¡Obolus, el poderoso elefante de guerra, derribado por una chiquilla! —Le dio una palmada en el hombro a su compañero—. Y una media niña debilucha, además. Dudo que tenga doce veranos siquiera.

      Anchas tiras de cuero con adornos plateados colgaban de los cinturones de los soldados, formando faldas protectoras sobre sus túnicas cortas.

      —El bravo Obolus —dijo el primer hombre—, tan valiente en la batalla que pisotea a cien hombres de una vez, pero una niña terrible le agarra la trompa y se muere de miedo.

      Esto provocó más risas.

      Quería huir, pero me rodearon.

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      —¡Esta noche nos damos un banquete! —gritó un hombre corpulento con el pelo negro y grasiento. Colocó su casco en la punta de su lanza y lo agitó en el aire—. De pata de bestia asada y guiso de orejas de elefante.

      —Oh, sí. Dos orejas muy grandes —dijo el hombre de barba roja.

      Sacó su daga e hizo un movimiento cortante por el aire. Los pocos dientes que le quedaban estaban amarillos y torcidos, y uno de ellos estaba roto, dejando un raigón puntiagudo. Sus ojos pequeños y brillantes y su nariz torcida le hacían parecer bizco.

      Vino hacia mí, haciendo un gesto para que los demás lo siguieran. Una sensación de frío me recorrió la columna vertebral como una uña de hielo.

      ¿Qué me van a hacer?

      Yo solo llevaba puesto un pequeño taparrabos, todavía mojado por el río.

      ¿Dónde estoy?

      Cuando intenté concentrarme, un dolor me atravesó la cabeza. Mientras buscaba una forma de escapar, los hombres me rodearon, estrechando el círculo cada vez más.

      —Esto podría ser un asunto muy serio —Barba Roja miró a sus amigos, aparentemente esperando asegurarse de que tenía su atención—. Recemos para que nuestra próxima batalla no sea contra una legión de chicas medio desnudas. —Los hombres se rieron—. Porque entonces, nuestros elefantes de guerra nos pisotearán hasta la muerte en la estampida para escapar de tan horrible combate.

      Justo cuando agarró su cuchillo en modo de ataque, un hombre alto con un bastón atravesó el círculo de los hombres. El color de su túnica era un inusual rojo-violeta, y su turbante estaba adornado con un emblema dorado en el frente. Una daga enjoyada se balanceaba en su cinturón de cuero trenzado. Era mucho mayor que los soldados, pero su postura era recta y firme.

      Los soldados permanecieron en silencio cuando él caminó delante de ellos. Dieron un par de pasos hacia atrás mientras observaban atentamente al hombre alto. Barba Roja enfundó el cuchillo en su vaina.

      El viejo sacudió la cabeza y miró a la bestia y luego a mí.

      —Un mal presagio —murmuró—. Eso es seguro. Muchos perecerán en sacrificio por esta señal de la diosa Tanit.

      Los soldados susurraban entre ellos, y pude ver por su expresión que las palabras de aquel hombre tenían un gran peso.

      Me aparté del animal y me alejé para observar su enorme cuerpo. Aun tumbado de lado, se elevaba por encima de mi cabeza.

      Un «elefante»… ¿así lo llaman?

      Una mano me tocó el hombro y me alejé de un salto. Cuando me volví, un joven que no había visto antes me extendió su capa. No era un soldado, así que pensé que debía haber llegado con el hombre del turbante. Tomé la capa y me la envolví, temblando de frío y de miedo a los soldados.

      La capa me hizo entrar en calor, pero sentí mil dolores diferentes por todos los cortes y magulladuras. La espalda, la cabeza… todo me dolía, y el agotamiento me debilitaba las piernas.

      El hombre del turbante levantó su cara al cielo y comenzó un canto de duelo. Los soldados rezaron, sujetando sus lanzas con los codos y juntando las manos delante de ellos. Mientras los demás murmuraban hacia el cielo, el soldado de barba roja bajó la cabeza para mirarme. Un animal hambriento no me habría asustado más.

      —Vete ahora —susurró el joven.

      Di un paso atrás, trastabillando mis pies y casi tropezando.

      —¿Dónde? —pregunté.

      A diferencia de los soldados, que tenían barbas frondosas, él estaba bien afeitado y hablaba con voz suave. Tenía los ojos marrones, de color almendrado y miel, con mirada receptiva. No llevaba arma ni armadura, pero tenía un fajín alrededor de la cintura de su túnica blanca. El fajín estaba hecho de la misma tela inusual que la túnica del hombre alto.

      Me puso la mano en la espalda, apartándome de los soldados, guiándome hacia el borde del bosque.

      —Corre por ese camino hacia el campamento y pregunta por una mujer llamada Yzebel. Ella te conseguirá algo de comer. Ve rápido antes de que venga Hannibal y vea a uno de sus elefantes tirado en el suelo.

      A pesar del dolor, corrí por el camino que llevaba al bosque. Agradecí el calor de su capa y supe que debía agradecérselo. Estaba salpicada de verde frondoso y tonos de bronceado. Se extendía casi hasta el suelo, cubriéndome desde los hombros hasta los tobillos.

      Me detuve y miré hacia atrás, pero el joven se había ido.

      El gran bulto que tenía detrás de la cabeza me dolía más que nunca. Cuando lo toqué, el dolor se me disparó en la frente y en los ojos, y me mareé.

      Si tan solo pudiera acostarme y dormir un poco.

      Una zona de hierba, como una suave cama verde, se extendía bajo un roble cercano. Cuando di un paso hacia la hierba oí ruidos a lo lejos. Un perro ladraba y el sonido del metal resonaba en el bosque.

      El campamento debe estar cerca.

      Caminé hacia el ruido, demasiado cansada para correr más.

      Cerca del camino, un chico recogía leña. Llevaba una túnica marrón y tenía su abundante melena atada con una cuerda de cuero. Me hizo una mueca de desprecio y me pregunté por qué. Uno de los palos se le cayó del brazo. Lo cogió del suelo y lo levantó sobre el hombro, como para arrojármelo. Mantuve los ojos en él y cogí una piedra dentada del tamaño de mi puño, levantándola en desafío. Después de sobrevivir al río, al elefante con sus largos cuernos, y a los aterradores soldados, no iba a ser intimidada por un niño. Era más alto que yo, pero yo tenía la piedra.

      Balanceó su palo, golpeó

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