La Chica Y El Elefante De Hannibal. Charley Brindley
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El sendero salía del bosque de pinos, rodeaba una gran tienda gris, y bajaba por una suave pendiente hacia el campamento principal. Muchas tiendas y cabañas de madera salpicaban una serie de colinas bajas, que se extendían por el paisaje como una pequeña ciudad.
Seguí el aroma de la comida hasta la tienda gris, donde una mujer estaba de pie junto al fuego al sol de la mañana. Cortaba las verduras y las echaba en una olla que hervía a fuego lento. Varias mesas con bancos de madera rodeaban el hogar.
Cogió un nabo y me echó un vistazo. Sus ojos de miel y almendra se concentraron en mí.
—¿De dónde sacaste esa capa?
Miré hacia abajo, arrastrando los pies por la tierra. No sabía qué decir.
La mujer vino hacia mí, con el cuchillo en la mano. Di un paso atrás.
—Esa es la capa de Tendao. ¿De dónde la has sacado?
Me enrollé más en la capa, y entonces recordé al joven.
—Me dijo que le pidiera a una mujer que me diera algo de comer. ¿Conoces a Yzebel?
—Soy Yzebel. ¿Por qué te pones la capa de Tendao y preguntas por mí?
Se acercó y agarró la capa. Miré el cuchillo en la mano de la mujer, y luego su cara. Tenía la mandíbula apretada, y su frente se arrugaba, deformando su hermoso rostro.
Mantuve la capa cerrada, pero Yzebel era demasiado fuerte para mí. La abrió de un tirón. El cambio repentino que vi en ella me sorprendió. Sus severos rasgos se transformaron tan completamente, que parecía que otra persona había ocupado su lugar. La irritación y la ira se suavizaron rápidamente en compasión y ternura.
—¡Gran Madre Elisa! —Yzebel miró fijamente mi cuerpo magullado—. ¿Qué te ha pasado?
Capítulo Dos
Yzebel llevaba un vestido de retazos de color amarillo y marrón desteñido, con un delantal andrajoso atado alrededor de su estrecha cintura. Tenía el pelo largo y oscuro atado en un complejo nudo de trenzas encima de la cabeza. No era vieja, ni siquiera en la mitad de su vida, pero lo que más me llamó la atención fue su rostro terso, de color canela cremoso, y sus rasgos suaves como la luz de la luna sobre la seda.
Eché un vistazo sobre mi cuerpo y vi los muchos cortes y moretones. Solo entonces me di cuenta del terrible estrago que acababa de pasar. Me dolía todo, especialmente la parte de atrás de la cabeza. Recordaba tener náuseas y calor, mucho calor, antes de que me tiraran al río. Pero más allá de eso, apenas podía recordar. La debilidad se apoderó de mí y me sentí frágil, como una rama rota en un viento frío. Sacudí la cabeza en respuesta a la pregunta de Yzebel.
—Estás muy delgada.
Yzebel cerró suavemente la capa y me rodeó con los brazos.
Si alguien me había abrazado antes, no lo recordaba. Solté mi piedra esperando que no la oyera caer al suelo.
—Tienes el pelo mojado. —Tomó un largo mechón, me lo alisó sobre el hombro, y luego me cogió la mano—. Ven aquí, al calor.
Yzebel me llevó a la chimenea, donde me senté apoyada en un tronco. El fuego calentó mi cuerpo dolorido, y el humo de los crepitantes nudos del pino me envolvió con un agradable y relajante olor. Miré fijamente al fuego, viendo las llamas serpentear y danzar. Me pareció el vaivén de la vida misma.
¿A dónde va el fuego cuando toda la madera se quema?
—¿Puedes comer contu luca con wuhasa? —preguntó.
—Sí.
Nunca había oído hablar de contu luca, pero podía lo que fuese.
Yzebel cogió un cuenco de barro y lo limpió con la esquina de su delantal. Usó una cuchara de madera para llenarlo con humeantes granos de sémola mezclados con trozos de carne. Una olla de arcilla reposaba en una piedra plana junto al hogar con una salsa roja espesa. Extendió una cucharada de la salsa sobre el cuenco.
Lo cogí y sumergí mis dedos en él. La comida estaba demasiado caliente, pero no podía esperar para llevármela a la boca. El delicioso sabor de la suave sémola de trigo y los sabrosos trozos de cordero calentaron mi espíritu, y la salsa wuhasa caliente tenía sabor picante. Tragué sin masticar y volví a meter la mano en el guiso. Antes de poder dar el segundo bocado, mi estómago vacío se rebeló contra la comida. Me mareé. Mi vientre se contrajo y rugió. Intenté poner el cuenco en la mesa, pero Yzebel alcanzó a agarrarlo antes de que se me cayera.
Me agarré el estómago y me tropecé con un lado de la tienda, donde vomité lo poco que había comido. Mi estómago continuó sonando y retorciéndose.
Las suaves palabras de consuelo de Yzebel y el paño húmedo en la nuca me ayudaron a sentirme mejor. Pronto, mi estómago se calmó y ella me dio la vuelta para lavarme la cara.
—¿Cuándo comiste por última vez?
Traté de pensar.
—Hoy no.
—Venga. Creo que deberías beber un poco de vino de pasas antes de meter comida en tu estómago vacío. Un poco de vino tiene efecto calmante, pero si tomas demasiado estarás borracha como el cuervo después de comer uvas fermentadas.
Sonreí, pensando en un cuervo borracho dando vueltas por el aire. Cuando levanté la vista, Yzebel me guiñó el ojo.
Me senté junto al fuego envuelta en la capa de Tendao y bebí el vino dulce que ella había aguado para mí.
—Toma solo un poco —dijo Yzebel—. Esperemos a ver si a tu estómago le disgusta el vino igual que la comida.
Asentí y dejé a un lado el tazón. Un calor ardiente me alivió la barriga, y parecía que el vino no volvería a subir. Cogí un cuchillo que estaba en una piedra y uno de los nabos de la cesta para pelarlo, como había hecho Yzebel antes. Me sonrió mientras cortaba zanahorias en la gran olla de arcilla. El guiso olía delicioso, pero no tenía intención de provocar a mi estómago por segunda vez.
—Creo que nunca he conocido a nadie tan tranquilo —dijo Yzebel—. ¿No tienes nada que decir?
Corté mi nabo en la olla, tratando de pensar. Mis pensamientos aún estaban nublados, y me dolía la cabeza más que nunca. Yzebel probablemente pensó que yo era imbécil o una tonta.
Finalmente, pregunté:
—¿Qué come un elefante?
La ceja levantada de Yzebel fue la única señal de que le pareció extraña la pregunta.
—¿El elefante? —dijo—. ¿Por qué? Se come todo lo que crece. Si tiene suficiente hambre, se comerá la copa entera de un árbol crecido. —Buscó otra zanahoria—. Un gran elefante de guerra