La Chica Y El Elefante De Hannibal. Charley Brindley

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La Chica Y El Elefante De Hannibal - Charley Brindley

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se rio.

      —No, no come carne de ningún tipo; solo cosas verdes y amarillas que crecen en la tierra. Nunca se comería a un niño. Bebe un poco más de vino, pero no demasiado rápido.

      Hice lo que me dijo, y pronto tanto mi cabeza como mi estómago se sintieron mejor.

      —Ahora —dijo Yzebel—, toma un poco del contu luca, pero mastica esta vez antes de tragar.

      La comida era muy sabrosa y todavía estaba caliente. Solo le di un bocado y dejé el cuenco.

      —¿Cómo te llamas? —me preguntó Yzebel mientras buscaba una gran cebolla amarilla. Cortó el tallo y me miró.

      Mis recuerdos llegaban hasta el momento en que esos hombres me arrojaron al río, pero igual que podía usar palabras para hablar con Yzebel, también sabía otras cosas. Como el vino de pasas. Reconocí el sabor y recordé cómo se hacía.

      Algunos conocimientos regresaron a mi cabeza, poco a poco; sabía que las chicas enfermas eran desechadas junto con la cerámica rota y las cenizas del día, pero no recordaba haber tenido nunca un nombre.

      Sacudí la cabeza.

      La expresión de Yzebel se suavizó, y bajó la mirada. Tal vez la cebolla que había cortado en la olla era un poco más fuerte de lo normal. Miró alrededor de la chimenea como si buscara algo, y finalmente cogió una vieja cuchara de madera. Examinó una grieta en el mango durante un momento antes de hablar.

      —¿No tienes un nombre?

      Me limpié la mejilla con el dorso de los dedos.

      —No.

      —Bueno —dijo Yzebel—, vamos a encontrar un nombre para ti. Creo que es un gran honor cuando los dioses dejan que una chica elija su propio nombre. ¿No crees?

      Quería estar de acuerdo y ya sabía qué nombre me gustaría tener, pero me mordí la lengua. Aunque no recordaba haber tenido nunca un nombre, era consciente de que los niños, especialmente las niñas, no debían dar su opinión.

      ¿Cómo sé eso?

      Cada vez que intentaba recordar algo, mi memoria se disipaba como una paloma asustada entrando y saliendo de la neblina.

      Yzebel me miraba, aparentemente esperando una respuesta, pero también mantenía su paciencia, como si supiera que yo luchaba con mis pensamientos.

      No sabía qué decir.

      Tal vez debería decirle a Yzebel el nombre que quiero para mí.

      Mi estómago se sentía mejor, pero me dolía la cabeza. Cuando parpadeé, pequeños puntos negros se arremolinaron ante mis ojos, desaparecieron, y luego reaparecieron con el dolor. Sacudí la cabeza, tratando de aclarar mi visión.

      —¿Te gustaría escuchar una historia mientras cocino? —preguntó Yzebel.

      —Sí. —Alcancé mi cuenco de contu luca—. Por favor.

      —Esta historia es sobre nuestra Diosa Madre, la Reina Elisa. Hace muchos, muchos veranos, incluso antes de la vida del abuelo de mi padre, la Reina Elisa, a quien los romanos llaman Dido, llegó a las costas de Birsa desde su antigua tierra natal, en el este. Le pidió a la gente que vivía aquí una pequeña parcela de tierra donde instalarse con los pocos seguidores que habían cruzado el mar con ella. El jefe de esa gente astuta y pícara le dijo a la Reina Elisa: «Puedes tener la cantidad de tierra que quepa en la piel de un solo buey, y el precio será un talento de plata».

      —¿Talento? —Me levanté para poner el cuenco vacío en la mesa—. ¿Qué es…?

      Todo lo que me rodeaba se desdibujó y empezó a dar vueltas. La última visión que recordé fue la de Yzebel viniendo hacia mí.

      * * * * *

      Cuando desperté, estaba acostada sobre pieles suaves junto al hogar, con la capa de Tendao extendida sobre mí. La lona gris de arriba aleteaba suavemente con la brisa, y una mujer se sentó a mis pies, mirándome.

      —¿Cómo te sientes? —preguntó.

      Me senté lentamente, tratando de entender lo que había pasado. Me zumbaba la cabeza como un enjambre de abejas furiosas. Mirando alrededor mi mente se despejó, pero todo parecía extraño, el fuego crepitante, el humo retorciéndose hacia mí, y las mesas que rodeaban la cocina como animales de patas rígidas esperando pacientemente ser alimentados. La luz amarilla del sol se inclinaba sobre las copas de los árboles, bañando todo en oro y ámbar. La cara de la mujer brillaba con el resplandor del atardecer.

      Recordé que era Yzebel.

      Me puse la capa sobre los hombros, estiré los brazos y me toqué la nuca. El chichón había bajado y ya no era tan doloroso como antes.

      —Bien —dije—. Me siento bien. —Hice una pausa por un momento, haciendo un esfuerzo por recordar—. Me estabas contando una historia sobre una reina y un buey, pero no recuerdo el final.

      —¿Recuerdas haberte caído?

      —No.

      —Dormiste todo el día —dijo Yzebel.

      —Lo siento.

      —No lo sientas. Estabas agotada.

      —Por favor, ¿podrías contarme la historia otra vez?

      —Lo haré. —Yzebel se levantó—. Pero primero, quiero que te levantes para comprobar que no te vas a caer en el fuego como casi hiciste esta mañana.

      Mientras estaba de pie, Yzebel me tomó por los hombros, mirándome a los ojos.

      —¿Te vas a caer? —preguntó.

      Sacudí la cabeza y luego miré mi cuenco vacío sobre la mesa.

      —¿Tienes hambre?

      —Sí.

      Yzebel llenó el cuenco hasta la mitad con el contu luca y me lo dio. Me senté junto al fuego mientras ella agitaba la gran olla y me contaba la historia de la Reina Elisa desde el principio.

      Cuando llegó a la parte de la plata, le pregunté:

      —¿Talento? ¿Qué es…?

      Yzebel me miró con expresión de preocupación, quizás pensando que podría desmayarme de nuevo, pero entonces le sonreí. Ella sonrió también y continuó.

      —Un talento es un gran lingote de plata. —Tomó su cuchillo—. Dos veces la longitud de mi cuchillo, es el peso que un hombre puede soportar durante un día. Vale unos seis elefantes de guerra, o tal vez siete. —Tomó una zanahoria de la cesta y la cortó en la enorme olla—. Nuestra Elisa era muy hermosa, con melena larga y rizada y dulce sonrisa, pero no era tan estúpida como pudo parecer a aquellos nativos. Después de pensarlo un poco, aceptó su propuesta. Entonces, con la ayuda de sus sirvientas, procedió a cortar una piel de buey en muchas tiras finas. La Reina

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