Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés

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Marta y María: novela de costumbres - Armando Palacio Valdés

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comprende usted que nos hundimos para siempre?

      —Don Mariano, me parece que está usted obcecado. Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril pronto, pronto, pronto.

      —Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril bueno, bueno, bueno. El trazado de Miramar sería nuestra ruina, porque nos acerca a Sarrió, que, como usted sabe muy bien, tiene más importancia comercial y marítima que nosotros. En pocos años nos tragaría como una pepita de cereza. Además debe usted tener en cuenta que habiendo quince kilómetros desde el empalme hasta Nieva y doce solamente a Sarrió, ninguna mercancía dejará de preferir este punto para exportarse. Si a esto agrega usted que tarde o temprano...

      Un golpe violento de tos cortó la palabra a don Mariano. Era un hombre grueso, alto, con barba y cabellos blancos; aquélla muy crecida. Sus ojos negros brillaban como los de un joven, y en sus mejillas sonrosadas el tiempo no había conseguido labrar profundos surcos. Sin duda había sido uno de los jóvenes más gallardos de su época. Tal como ahora le hallamos, todavía llamaba la atención por su fisonomía simpática y venerable, y por su figura atlética. Con la violencia de la tos, su temperamento sanguíneo experimentó una fuerte sacudida: el rostro se coloreó excesivamente. Cuando hubo cesado, tornó a coger el hilo del discurso.

      —Si a esto agrega usted que tarde o temprano tendremos un buen puerto, ya sea en El Moral o en el mismo Nieva, porque la guerra no ha de durar eternamente ni el Gobierno ha de dejarnos reducidos siempre a la condición de parias, ya verá usted qué vuelo toma en un instante el comercio de la villa y qué pronto le hacemos sombra a Sarrió.

      —Bien, bien: convengo en que el trazado de Sotolongo ofrece algunas ventajas; pero usted bien sabe que por ahora ni en mucho tiempo no hay que soñar con él, mientras que el de Miramar lo tenemos en la mano. El Gobierno está profundamente interesado en ello, porque no hay otro medio de proteger nuestra fábrica de armas. Ya comprende usted que si los carlistas llegasen a romper la línea de Somosierra, entrarían aquí como Pedro por su casa, tomarían las armas que les pareciera, inutilizarían la fábrica y podrían marcharse por el valle de Cañedo sin peligro alguno. Por ahora no hay cuidado que rompan la línea, ya lo sé, pero ¿quién puede asegurar lo que sucederá con el tiempo? Además, ¿no puede llegar un día en que el mismo elemento carlista que aquí tenemos levante la cabeza? Pues si hubiese ferrocarril, cualquiera que él fuese, nada más fácil que poner aquí en dos horas cuatro o cinco mil hombres...

      —En primer lugar, don Máximo, un ferrocarril militar, como usted mismo confiesa que es el de Miramar, no es el que tenemos derecho a exigir de la Nación. Necesitamos un ferrocarril verdadero y adecuado para el fomento de nuestros intereses y que no sirva únicamente para proteger una fábrica. Hágase usted cargo de que es obra para siempre y que, si desde su origen adolece de un vicio grave, este vicio pesará eternamente sobre nuestra villa. En segundo lugar, los carlistas no pasarán jamás de Somosierra. En cuanto a que aquí levanten la cabeza, demasiado comprende usted que no es posible, porque cuentan con muy pocos elementos..., y eso que bien lo trabajan.

      —¡Ya lo creo que lo trabajan! Hay que estar prevenidos... y no dormirse... Y en último resultado, más vale pájaro en mano... Pero dígame usted, don Mariano, hablando de otra cosa, ¿han terminado ya de arreglar las cocheras?

      Don Mariano, antes de responder, se palpó con aire distraído todos los bolsillos de la ropa, y no hallando lo que buscaba, dirigió la vista hacia un rincón de la sala.

      —Martita, ven acá.

      Una niña que estaba sentada en el extremo de un diván, sin hablar con nadie, llegó corriendo. Podría tener trece o catorce años, pero estaban ya bien señaladas en ella las formas de la mujer: vestía de corto, sin embargo. Era blanca, con ojos y cabellos negros, mas su semblante no ofrecía la expresión provocativa que suele tener esta clase de rostros. Las facciones no podían ser más correctas ni el conjunto más armonioso. Faltaba a aquella belleza, no obstante, un soplo de vida que la animase. Era lo que se llama vulgarmente un rostro parado.

      —Oye, hija mía; ve a mi cuarto, abre el segundo cajón de la izquierda de la mesa de escribir y tráeme la petaca.

      La niña se alejó presurosa y no tardó en volver con ella.

      —Vamos a fumar al comedor—dijo don Mariano tomando a don Máximo del brazo.

      Y ambos salieron del salón por una de las puertas laterales.

      Marta volvió a sentarse otra vez en el mismo sitio. Las señoras que se hallaban cerca estaban empeñadas en una conversación animadísima en la cual ella no tomaba parte. Quedose, pues, sentada, paseando su mirada indiferente de una a otra parte de la sala, deteniéndola ahora en un grupo, ahora en otro de circunstantes y fijándola más particularmente en el pianista que ejecutaba a la sazón la sinfonía de Semíramis.

      Pocas veces había presentado el salón de los señores de Elorza aspecto tan brillante. Todos sus divanes de damasco floreado estaban ocupados por señoras ricamente ataviadas, con los brazos y el pecho al aire. La araña de cristal que colgaba en el centro despedía hermosos cambiantes de luz que iban a caer sobre su tersa piel produciendo visos nacarados. Los espejos reflejaban de uno y otro lado aquellos pechos hasta el infinito. El severo papel verde botella del salón realzaba su blancura. Marta tenía frente a sí a las señoras de Delgado; tres hermanas, una viuda y dos solteras. Todas pasaban de los cuarenta. Las solteras no fiaban de su juventud, pero tenían absoluta confianza en el poder de sus espaldas lustrosas y en sus brazos redondos y crasos. Cerca de ellas estaba la señorita de Morí, carirredonda, vivaracha, de ojos negros maliciosos, huérfana y rica. Un poco más allá la señora de Ciudad, dormitando sosegadamente hasta que llegaba la hora de recoger a las seis hijas que tenía diseminadas por los distintos parajes de la sala. Allá, en un rincón, su hermana María charlaba íntimamente con un joven. Los ojos de la niña rodaban de un sitio a otro lentamente. La música le interesaba poco. Parecía estar segura de no ser observada por nadie, y su rostro tenía la expresión glacial e indiferente del que se encuentra solo en su cuarto.

      Los caballeros, con levita negra correctamente abrochada, se arrimaban lánguidamente a las puertas del gabinete y del comedor, lanzando desde allí miradas persistentes a los brazos y los pechos que ocupaban los divanes. Otros se mantenían en pie detrás del piano, esperando que un compás de silencio les diese tiempo para expresar por medio de exclamaciones reprimidas la admiración que rebosaba de su alma. Sólo muy pocos, bien quistos de la suerte, habían logrado que alguna señora refrenase con la mano, en obsequio suyo, el vuelo exuberante de sus faldas de seda y les hiciese un lugarcito a su lado. Orgullosos de tal prerrogativa, manoteaban sin cesar y derrochaban su ingenio para entretener a la magnánima señora y a las tres o cuatro amigas que tomaban parte en la conversación. El torrente de fusas y semifusas que salía del piano colocado en un ángulo del salón llenaba su recinto y apagaba enteramente el cuchicheo de las conversaciones. A veces, sin embargo, cuando los dedos del pianista herían suavemente las teclas en algún pasaje, se oía el ruido áspero de los abanicos al abrirse y cerrarse y sobre el murmullo tenue y confuso de los imprudentes que charlaban se percibía súbito una palabra o una frase entera que hacía volver con disgusto la cabeza de los que formaban detrás del piano. El calor era grande, a pesar de hallarse entreabiertos los balcones. La atmósfera, sofocante y cargada de un desagradable olor, mezcla del perfume de pomadas y esencias con los efluvios de los cuerpos que ya transpiraban. En esta mixtura de olores predominaba el aroma acre de los polvos de arroz.

      Doña Gertrudis, según costumbre cotidiana, se había dormido profundamente en la butaca. Tenía fuero de enferma y nadie se lo tomaba a mal. Isidorito levantose silenciosamente y fue a arrimarse a la puerta del gabinete. Desde aquella posición inexpugnable comenzó a lanzar miradas abrasadoras, largas y profundas sobre la señorita de Morí, que recibió los fuegos de la

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