Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville Básica de Bolsillo

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murmuré, retrocediendo: ¡desdichado esparcimiento bajo el rótulo de La Trampa!»

      Era un lugar de singular índole... Una vieja casa con tejado a dos aguas, uno de sus lados como si estuviera paralizado e inclinándose lamentablemente. Se alzaba en una abrupta y desolada esquina, en la que el tempestuoso viento Euroaquilón sostenía un aullar peor que el que nunca sostuvo cerca de la zarandeada nave del pobre Pablo. El Euroaquilón, sin embargo, es un céfiro enormemente agradable para cualquiera que esté resguardado, con los pies en el revellín, tostándose plácidamente para la cama. «Al considerar ese tempestuoso viento llamado Euroaquilón», dice un antiguo escritor –de cuyas obras poseo la única copia existente–, «prodúcese una espectacular diferencia entre si lo miráis desde una ventana de cristal en la que la helada está toda en el exterior, o si lo observáis desde una ventana sin marco, en la que la helada está en ambos lados, y en la que el único cristalero es la Muerte personificada». Verdaderamente cierto, pensé, al venírseme a la mente este pasaje... viejo Letra Gótica, habéis razonado bien. Sí, estos ojos son ventanas, y este cuerpo mío es la casa. Qué pena, sin embargo, que no taponaran las fisuras y las grietas, y embutieran un poco más de borra aquí y allá. Pero ya es demasiado tarde para hacer ninguna mejora. El universo está terminado; la piedra clave está puesta, y las esquirlas se retiraron hace un millón de años. El pobre Lázaro ahí, rechinando sus dientes contra el bordillo como almohada, y sacudiéndose de encima los andrajos con sus temblores, podría taponarse ambos oídos con trapos, y ponerse una panocha en la boca, y, aun así, con ello no lograría mantener fuera al tempestuoso Euroaquilón. ¡Euroaquilón!, dice el viejo Epulón con su manto de seda roja (después tuvo otro aún más rojo)... ¡Bah, bah! ¡Qué buena noche de helada; cómo centellea Orión; qué Aurora Boreal! Que hablen de sus orientales climas veraniegos de sempiternos invernaderos: denme a mí el privilegio de hacer mi propio verano con mi propio carbón.

      Pero ¿qué piensa Lázaro? ¿Puede calentarse las azuladas manos extendiéndolas hacia la grandiosa Aurora Boreal? ¿No preferiría Lázaro estar en Sumatra que aquí? ¿No preferiría con mucho tenderse a lo largo siguiendo la línea del ecuador; sí, ¡vosotros, dioses!, caer en el propio pozo ardiente, para poder guarecerse de esta helada?

      Capítulo 3

      La Posada del Surtidero

      Al entrar en el inmueble con tejado a dos aguas de la Posada del Surtidero, te encontrabas en un amplio y destartalado zaguán de poca altura, con anticuados zócalos de madera que a uno le recordaban las amuradas de algún viejo navío desahuciado. A un lado colgaba una pintura al óleo muy grande, tan ahumada y en todo modo deteriorada, que bajo las desiguales luces opuestas con las que la veías, sólo a través de un diligente estudio y de una serie de visitas sistemáticas, y de detallada consulta a los residentes, podías de alguna manera llegar a una comprensión de su propósito. Unas inexplicables masas de penumbras y sombras tales, que inicialmente casi pensabas que algún ambicioso joven artista, en la época de las arpías de Nueva Inglaterra, se había propuesto plasmar el caos embrujado. Mas a fuerza de mucha y sesuda contemplación, y de ponderaciones frecuentemente repetidas, y sobre todo abriendo de par en par la pequeña ventana hacia la parte posterior del zaguán, al final llegabas a la conclusión de que tal idea, por muy estrafalaria que fuera, podría no estar del todo injustificada.

      Pero lo que más te desconcertaba y confundía era una larga, elástica, portentosa masa negra de algo cerniéndose en el centro del cuadro sobre tres líneas azules, tenues, perpendiculares, flotando en un innominado fermento. Un cuadro verdaderamente encenagado, encharcado y fangoso; lo bastante para sacar de quicio a un hombre excitable. Sin embargo, había en él una especie de indefinida, inimaginable, medio lograda sublimidad, que prácticamente te dejaba a él pegado, hasta que involuntariamente te jurabas a ti mismo descubrir qué significaba la maravillosa pintura. De cuando en cuando una idea brillante, pero, ay, engañosa, te traspasaba... Es el mar Negro en una tormenta de medianoche... Es el combate antinatural de los cuatro elementos primigenios... Es un páramo azotado por el viento... Es una escena de invierno hiperbóreo... Es la ruptura de la corriente congelada del tiempo. Mas al final todas estas fantasías cedían ante ese algo portentoso y singular en medio del cuadro. Eso ya descubierto, y todo lo demás sería sencillo. Pero alto ahí: ¿no guarda un cierto parecido con un pez gigante?, ¿incluso con el propio leviatán?

      De hecho, el designio del artista parecía ser éste: una teoría final mía propia, en parte basada en las opiniones acumuladas de muchas personas de edad con las que conversé sobre el asunto. El cuadro representa un navío de Hornos en un gran huracán; el barco medio anegado allí escorándose, sólo visibles sus tres mástiles desmantelados; y una ballena exasperada, tratando de saltar limpiamente sobre el navío, está en el tremendo acto de empalarse a sí misma sobre los tres topes.

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