El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
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Ahora bien, volver la mirada hacia Marx para que nos ayude a entender lo que está ocurriendo exige rescatar su obra de ese corpus que generalmente se reconoce como «marxismo» (ya que así sigue estando fijado en todo tipo de manuales) y que, en realidad, no es más que el producto de una doctrina de Estado que se fue configurando al agitado ritmo de las decisiones políticas, sin hacer concesiones al sosiego, la tranquilidad y la libertad que requiere el trabajo teórico.
Entre los no pocos efectos desastrosos que tuvo para el marxismo este modo de establecer su versión oficial, quizá el de consecuencias más dramáticas sea el haber regalado a la ideología liberal los conceptos fundamentales de la tradición republicana.
La ideología liberal ha hecho siempre los mayores esfuerzos por identificar de un modo indisoluble el capitalismo y los grandes ideales de la Ilustración vertebrados en torno a la noción de ciudadanía. Esto, desde luego, es fácilmente comprensible. No resulta extraño que se intenten utilizar siempre en provecho propio esas construcciones teóricas que constituyen, sin duda, grandes conquistas del espíritu humano. Lo que resulta verdaderamente desconcertante es que, de un modo inesperado, el enemigo te las entregue sin dar la más mínima batalla y sin pedir nada a cambio.
Ciertamente, el negocio no pudo ser más redondo para la ideología liberal. No hay nada mejor para defender la postura propia que presentarla indisolublemente unida a ciertas aspiraciones irrenunciables de la humanidad. De este modo, sin apenas oposición, el liberalismo económico logró con gran habilidad defender de un modo verosímil la perfecta unidad entre libertad, derecho y capitalismo como ingredientes imprescindibles de la sociedad moderna. El argumento puede resumirse en los dos pasos siguientes.
(1) Tras siglos en los que te podían quemar a fuego lento por no compartir, por ejemplo, el dogma de la Trinidad, la sociedad moderna surgiría de la renuncia a imponer prescripciones vinculantes para todos. Tras siglos de supersticiones y mitos impuestos con carácter general, la sociedad moderna se instauraría sobre una nueva regla fundamental: nadie ha de tener derecho a imponerme qué debo creer o qué debo hacer según su propio criterio. Nadie ha de poder obligarme a comulgar con nada ni con nadie en contra de mi propia voluntad. El orden completo de la sociedad moderna estaría, pues, basado en el principio de libertad civil: nadie ha de tener derecho a meter las narices en mi vida siempre y cuando mi modo de actuar no suponga una amenaza para la libertad ajena. Este principio de libertad civil lo enuncia Kant afirmando que «nadie me puede obligar a ser feliz a su modo (tal como él se imagine el bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio a la libertad de los demás para pretender un fin semejante»[1]. En realidad, el proyecto de fundar un Estado de derecho consistiría ante todo en romper con las ataduras y servidumbres ancestrales que prescriben con carácter obligatorio para todos qué se debe pensar, qué se debe hacer, qué se debe decir y en qué se debe creer.
(2) Ahora bien, en lo relativo a cuestiones económicas, este principio nos llevaría de un modo automático a establecer una esfera del intercambio en la que nadie tuviera derecho a inmiscuirse en los acuerdos que se alcanzasen entre particulares (siempre, claro está, que no supusieran una amenaza para terceros). Si alguien quiere vender algo suyo y otro lo quiere comprar y se ponen de acuerdo en el precio, nadie tiene derecho a entrometerse. En estos intercambios, cabe esperar que cada uno persiga ante todo su propio interés (buscando lo que considere más beneficioso para sí mismo) y, desde luego, a partir del único principio de libertad puesto en juego, todo el mundo ha de tener derecho a hacerlo. Mientras no haya coacción, violencia, robo o amenazas, no habrá nada que objetar a la búsqueda del máximo beneficio individual. De este modo, el resultado de aplicar el principio de libertad civil a la esfera económica conduciría a un mercado generalizado en el que cada uno pudiese perseguir libremente su propio interés, es decir, conduciría a un sistema de mercado guiado por la obtención de beneficios y, por lo tanto, a un sistema capitalista.
Así pues, nos encontramos con que, sobre la base del principio de libertad civil, se obtendría, por un lado, el concepto de Estado de derecho y, por otro, el concepto de capitalismo. De este modo, resultaría evidente que ambos forman inseparablemente parte del mismo sistema al que denominamos sociedad moderna y, por lo tanto, carecería simplemente de sentido defender el proyecto político del Estado de derecho sin defender, al mismo tiempo, el capitalismo.
Lo sorprendente, como decimos, no es que la ideología liberal trate siempre de razonar así. Lo sorprendente es que, para rechazar este planteamiento, una parte fundamental de la tradición marxista, en vez de denunciar la estafa en la que se basa el argumento, lo diese en gran medida por bueno, estableciendo que, si se quería acabar con el capitalismo, había al mismo tiempo que superar el derecho. La condena del capitalismo tenía que ir necesariamente de la mano del rechazo al «derecho burgués» y al «individualismo» que se halla en su base. El concepto de derecho, tal como es enunciado por los autores de la Ilustración, no sería más que la codificación del individualismo burgués y, por lo tanto, tendría que ser superado junto con la sociedad burguesa. Sin duda, debía considerarse un progreso histórico el haber librado a los hombres y mujeres de todas las supersticiones y ataduras serviles del pasado, pero el «derecho burgués», que encerraría a los individuos en sí mismos, blindando el espacio para que persigan su propio interés, sería un producto específicamente moderno, fruto de una sociedad basada en la producción de beneficios y, por lo tanto, debería ser superado junto con el capitalismo. El siguiente paso en la evolución de la humanidad habría que buscarlo en la recuperación dialéctica de la comunidad a través del Estado socialista. Así pues, el Estado de derecho constituiría la negación de las comunidades cerradas, opacas y excluyentes, dando lugar a una sociedad marcada por el egoísmo individualista que, sin embargo, constituiría un progreso respecto a la etapa anterior (tejida por todo tipo de lazos tribales y supersticiosos). En cualquier caso, estaría pendiente el momento de negación de la negación, en que se recuperaría una densidad comunitaria y una consistencia moral tan impecable que perfectamente se podría prescindir del derecho; una sociedad, en definitiva, tan felizmente marcada por el compromiso comunitario que pudiese por fin prescindir del sistema individualista de conceptos que caracteriza a la sociedad burguesa, es decir, ese sistema integrado por derecho y capitalismo.
Ciertamente, no hace falta recordar el tipo de efectos que se generan cuando se considera que las libertades individuales, las garantías jurídicas y la autonomía personal son elementos «burgueses» que deben ser superados. Lo que nos interesa aquí es sólo ver que aquel modo de defender el capitalismo y este modo de rechazarlo tendrían en común, sin embargo, el núcleo central de la argumentación, a saber, la tesis de la unidad indisoluble entre derecho y capitalismo.
Ahora bien, ¿en qué medida participa Marx de este modo de pensar?, ¿es así como razona en El capital?, ¿refleja esta interpretación su orden de prioridades?, ¿su análisis de la sociedad moderna establece el derecho y el capitalismo como dos caras de la misma moneda?, ¿es siquiera posible obtener una interpretación de ese tipo a través de una lectura detallada de su obra de madurez? Según trataremos de demostrar aquí, la crítica de Marx a la sociedad moderna está realmente muy lejos de compartir por completo la columna vertebral de la ideología liberal. En efecto, su crítica a la economía política constituye ante todo una impugnación del lugar teórico que el liberalismo asigna a cada concepto. Lo que proporciona Marx ante todo es un mapa completamente distinto en el que, con extraordinario rigor, se impide del modo más radical confundir los conceptos y las leyes que efectivamente rigen la sociedad moderna (a saber, las leyes del capitalismo) con los conceptos y leyes por los que la sociedad