Los indignados. Marcos Roitman Rosenmann
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El enemigo está en todas partes y los ojos del sistema se multiplican para controlar el más mínimo movimiento considerado sospechoso. Nunca como en la actualidad el capitalismo se sintió tan amenazado e inseguro. Sin embargo, la falta de una alternativa que le haga frente y posibilite la emergencia de un proyecto anticapitalista, democrático y liberador, le da un respiro en el corto y medio plazo. A pesar de ello, las elites dominantes tienen miedo. Las protestas se han disparado en todo el mundo, sobre todo contra el capital financiero, los bancos y la manera de encarar la crisis por los gobiernos. Hoy las movilizaciones se han generalizado, expresan un descontento planetario. Lo inesperado sucede, llegando al centro del imperio; en Estados Unidos, un grupo de jóvenes toma la Plaza Libertad en Nueva York, y su acción ejemplar se extiende por todo su territorio.
Ocupa Wall Street ha generado expresiones de protesta contra la desigualdad económica y el poder financiero en 45 de los 50 estados del país [...] Con la multiplicación de acciones en el contexto nacional y el apoyo de diversos sectores sociales continúa la dramática transformación de esta iniciativa, que al nacer estaba conformada casi exclusivamente de jóvenes blancos privilegiados. Ahora algunos ya llaman «movimiento» a este esfuerzo que empieza a aglutinar a los principales sindicatos y organizaciones sociales y comunitarias de todo tipo, elevando su perfil como nueva expresión social [...][2].
Aun así, hay que tener claro las diferencias entre las distintas expresiones de protestas. Como señala el sociólogo francés, Étienne Balibar en una entrevista concedida a Il manifesto y publicada por Rebelión.org:
Por ahora, sin embargo, los movimientos sociales a menudo operan con una perspectiva nacional. Los únicos que se han planteado el problema de construir un espacio público europeo de acción política han sido los indignados españoles, que exigen tanto poner fin a la dictadura de los mercados como la necesaria democratización de la vida pública. Por lo demás, la opción nacional parece más bien un repliegue, un signo de debilidad más que de fortaleza [...] Los indignados españoles son sin duda un movimiento social. Tienen sus raíces en el territorio, han desarrollado sus propias instituciones, han definido reglas para la toma de decisiones y, por último, han planteado con fuerza el nudo de las relaciones sociales de producción. Es posible que lo hayan hecho en un idioma que para el marxista puede resultar extraño, pero su punto fuerte es la crítica al régimen de acumulación centrado en la expropiación. Occupy Wall Street tiene en cambio todas las características de una campaña de sensibilización en torno a ciertos temas –la pobreza, la polaridad entre el 99 por 100 de la población y el 1 por 100 de los ricos– pero hasta ahora no han dado el gran salto a la acción política. Cuando pienso en los contrapoderes insurreccionales pienso, pues, en los movimientos sociales y su capacidad para desarrollar sus propias instituciones: solo en presencia de estos contrapoderes podemos condicionar y poner en crisis la dictadura comisarial, que es frágil ya que la crisis económica ha empobrecido a las sociedades. La partida, pues está abierta. Y el resultado final aún no está escrito[3].
Sin duda una aclaración necesaria. En otras regiones del continente americano se producen triunfos electorales impensables en el siglo XX. En Bolivia y Ecuador, movimientos políticos nacidos abajo a la izquierda se consolidan en el poder y con principios que se fundamentan en una noción de ciudadanía activa, Sumak Kawsay o buen vivir, en los cuales se reconocen los derechos a la naturaleza, se plantea la soberanía alimentaria y se defiende la planificación para el desarrollo con pensamiento propio. Su existencia está mal vista y son un mal ejemplo, por esta razón se les ataca. La estrategia es desestabilizar, desacreditarlos y no dejar que la experiencia se extienda como alternativa y ejemplo para otras fuerzas de izquierdas para romper con el capitalismo dependiente.
Definidos como gobiernos penetrados por el terrorismo internacional, el capitalismo transnacional y las instituciones sobre las cuales asienta su poder, acaban por justificar presiones, amparar bloqueos y legitimar golpes de Estado. Honduras es la experiencia más reciente.
En América Latina, la derecha internacional informa que en la triple frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay «aumenta la inquietud por la actividad terrorista de los grupos islamistas al ser un centro neurálgico de financiación, tanto como de la venta de armas, drogas y contrabando [...] Europa debe hacer ver que América Latina está inmersa en la amenaza de Al-Qaeda y es su objetivo». Con esta laxitud en la definición de terrorismo resulta fácil deshacerse del opositor incómodo. Baste pensar en cómo se califica la resistencia del pueblo palestino. Las presiones son continuas. Un ejemplo más en esta dirección es la respuesta de Estados Unidos y sus aliados, una vez aceptada la incorporación de Palestina en la UNESCO. El gobierno presidido por Barack Obama dio la orden de no pagar sus cuotas, generando un colapso en la organización. Mientras tanto, Israel calificó la decisión como un atentado a la paz mundial. Esta actitud de rechazo a cualquier apoyo de instituciones internacionales reconociendo al pueblo palestino su derecho a participar en ellas ha sido una constante.
He constatado –y no soy el único– la reacción del gobierno israelí confrontado al hecho de que cada viernes los habitantes de la pequeña ciudad de Bil’in, en Cisjordania, van sin lanzar piedras, sin usar fuerza alguna, hasta el muro contra el cual protestan. Las autoridades israelíes han calificado esta marcha de «terrorismo no violento». No está mal. Hay que ser israelí para calificar de terrorista la no violencia. Tiene que ser resultar embarazosa la eficacia de una no violencia que tiende a suscitar apoyos, comprensión, la complicidad de todos aquellos que en el mundo son adversarios de la opresión[4].
En época de crisis el capitalismo busca introducir cambios en su organización y estructura a fin de evitar el colapso. Sus arquitectos, ingenieros y vigilantes hacen que las piezas del mecanismo funcionen bien engrasadas y sincrónicamente. Los diques deben estar en perfecto estado de conservación. El caudal controlado, los imprevistos considerados y las grietas selladas.
Adelantarse a los acontecimientos es el trabajo de los planificadores del capitalismo. Controlar la lucha de clases alarga la vida del dominador. Pero lo imprevisible es parte de la política, el futuro no puede ser clausurado con un diseño de escritorio. Lo saben cuando utilizan modelos matemáticos de ecuaciones no lineales y lo aplican a la teoría del riesgo en lo político.
Los científicos de la teoría de sistemas pueden visualizar los efectos que diversas políticas y estrategias tendrían sobre la evolución de las ciudades, el crecimiento de una empresa o el funcionamiento de una economía. Usando modelos no lineales, es posible localizar potenciales puntos de presión crítica en dichos sistemas. En tales puntos de presión, un cambio pequeño puede producir un impacto desproporcionadamente grande[5].
El capitalismo es un orden político y responde a la voluntad de los individuos que lo articulan. Y como aprendices de brujo, los capitalistas desatan fuerzas incontrolables, disminuyendo su capacidad para absorber conflictos. De esa manera, el dique se resquebraja hasta producir un fallo generalizado. Lo que en principio podría parecer una nimiedad puede acabar cuestionando el sistema. En estas circunstancias, los llamados atractores juegan un papel destacado. Son los factores considerados desencadenantes de las crisis. Esa gota que desborda el vaso.
En Islandia, por ejemplo, «cuando el primer fin de semana de octubre de 2008, el músico Hordur Torfason, iniciador de la protesta, se plantó frente al parlamento