Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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aquí—y se dio una puñada en la negruzca frente—una cosa que rebulle, pero que aún no sale por más que hago.... Saldrá, como usted me enseña, cuando llegue el mismísimo punto resfinado de la ocasión....

      Y blandiendo el brazo derecho repetidas veces de arriba abajo, como un sable, añadió en voz hueca:

      —Fuera miedo. ¡Se gana!

      Mientras el secretario cabildeaba con la primera autoridad civil de la provincia, Barbacana daba audiencia al Arcipreste de Loiro, que había querido ir en persona a tomar noticias de cómo andaban los negocios por Cebre, y se arrellanaba en el despacho del abogado, sorbiendo, por fusique de plata, polvos de un rapé Macuba, que acaso nadie gastaba ya sino él en toda Galicia, y que le traían de contrabando, con gran misterio y cobrándole un dineral.

      El Arcipreste, a quien en Santiago conocían por el apodo de Sobres de Envelopes , a causa de una candorosa pregunta en mal hora formulada en una tienda, había sido en otro tiempo, cuando simple abad de Anles, el mejor instrumento electoral conocido. Dijéronle una vez que iba perdida la elección que él manejaba; gritó él furioso: «¿Perder el cura de Anles una elección?», y, al gritar, dio el más soberano puntapié a la urna, que era un puchero, haciéndola volar en miles de pedazos, desparramando las cédulas y logrando, con tan sencillo expediente, que su candidato triunfase. La hazaña le valió la gran cruz de Isabel la Católica. En el día, obesidad, años y sordera le impedían tomar parte activa; pero quedábale la afición y el compás, no habiendo para él cosa tan gustosa como un electoral cotarro.

      Siempre que el arcipreste venía a Cebre, pasaba un ratito en el estanco y cartería, donde se charlaba de política por los codos, se leían papeles de Madrid, y se enmendaba la plana a todos los gobernantes y estadistas habidos y por haber, oyéndose a menudo frases del corte siguiente: «Yo, Presidente del Consejo de Ministros, arreglo eso de una plumada». «Yo que Prim, no me arredro por tan poco». Y aún solía levantarse la voz de algún tonsurado exclamando: «Pónganme a mí donde está el Papa, y verán cómo lo resuelvo mucho mejor en un periquete».

      Al salir de casa de Barbacana, encontró el arcipreste en la cartería al juez y al escribano, y a la puerta a don Eugenio, desatando su yegua de una argolla y dispuesto a montar.

      —Aguárdate un poco, Naya—le dijo familiarmente, dándole, según costumbre entre curas, el nombre de su parroquia—. Voy a ver los partes de los periódicos, y después nos largamos juntos.

      —Yo tomo hacia los Pazos.

      —Yo también. Di allá en la posada que me traigan aquí la mula.

      Cumplió don Eugenio el encargo diligentemente, y a poco ambos eclesiásticos, envueltos en cumplidos montecristos, atados los sombreros por debajo de la barba con un pañuelo para que no se los llevase el viento fuerte que corría, bajaban el repecho de la carretera al sosegado paso de sus monturas. Naturalmente hablaban de la batalla próxima, del candidato y de otras particularidades referentes a la elección. El arcipreste lo veía todo muy de color de rosa, y estaba tan cierto de vencer, que ya pensaba en llevar la música de Cebre a los Pazos para dar serenata al diputado electo. Don Eugenio, aunque animado, no se las prometía tan felices. El gobierno dispone de mucha fuerza, ¡qué diantre!, y cuando ve la cosa mal parada recurre a la coacción, haciendo las elecciones por medio de la Guardia Civil. Todo eso de Cortes era, según dicho del abad de Boán, una solemnísima farsa.

      —Pues por esta vez—contestaba el arcipreste, manoteando y bufando para desenredarse de la esclavina del montecristo, que el viento le envolvía alrededor de la cara—, por esta vez, les hemos de hacer tragar saliva. Al menos el distrito de Cebre enviará al congreso una persona decente, hijo del país, jefe de una casa respetable y antigua, que nos conoce mejor que esos pillastres venidos de fuera.

      —Eso es muy cierto—respondió don Eugenio, que rara vez contradecía de frente a sus interlocutores—; a mí me gusta, como al que más, que la casa de los Pazos de Ulloa represente a Cebre; y si no fuese por cosas que todos sabemos....

      El arcipreste, muy grave, sorbió el fusique o cañuto. Amaba entrañablemente a don Pedro, a quien, como suele decirse, había visto nacer, y además profesaba el principio de respetar la alcurnia.

      —Bien, hombre, bien—gruñó—, dejémonos de murmuraciones.... Cada uno tiene sus defectos y sus pecados, y a Dios dará cuenta de ellos. No hay que meterse en vidas ajenas.

      Don Eugenio, como si no entendiese, insistió, repitiendo cuanto acaba de oír en la cartería de Cebre, donde se bordaban con escandalosos comentarios las noticias dadas por Trampeta al gobernador de la provincia. Todo lo refería gritando bastante, a fin de que el punto de sordera del arcipreste, agravado por el viento, no le impidiese percibir lo más sustancial del discurso. El travieso y maleante clérigo gozaba lo indecible viendo al arcipreste sofocado, abotargado, con la mano en la oreja a guisa de embudo, o introduciendo rabiosamente el fusique en las narices. Cebre, según don Eugenio, hervía en indignación contra don Pedro Moscoso; los aldeanos lo querían bien; pero en la villa, dominada por gentes que protegía Trampeta, se contaban horrores de los Pazos. De algunos días acá, justamente desde la candidatura del marqués, se había despertado en la población de Cebre un santo odio al pecado, una reprobación del concubinato y la bastardía, un sentimiento tan exquisito de rectitud y moralidad, que asombraba; siendo de advertir que este acceso de virtud se notaba únicamente en los satélites del secretario, gente en su mayoría de la cáscara amarga y nada edificante en su conducta. Al enterarse de tales cosas, el arcipreste se amorataba de furor.

      —¡Fariseos, escribas!—rebufaba—. ¡Y luego nos llamarán a nosotros hipócritas! ¡Miren ustedes qué recato, qué decoro y qué vergüenza les ha entrado a los incircuncisos de Cebre! (en boca del arcipreste, incircunciso era tremenda injuria). Como si el que más y el que menos de ese atajo de tunantes no tuviese hechos méritos para ir a presidio... y al palo, sí señor, ¡al palo!

      Don Eugenio no podía contener la risa.

      —Hace siete años, la friolera de siete años—tartamudeó el arcipreste calmándose un poco, pero respirando trabajosamente a causa del mucho viento—, siete añitos que en los Pazos sucede... eso que tanto les asusta ahora.... Y maldito si se han acordado de decir esta boca es mía. Pero con las elecciones.... ¡Qué condenado de aire! Vamos a volar, muchacho.

      —Pues aún murmuran cosas peores—gritó el de Naya.

      —¿Eh? Si no se oye nada con este vendaval.

      —Que aún dicen cosas más serias—voceó don Eugenio, pegando su inquieta yegüecilla a la reverenda mula del arcipreste.

      —Dirán que nos van a fusilar a todos.... Lo que es a mí, ya me amenazó el secretario con formarme siete causas y meterme en chirona.

      —Qué causas ni qué.... Baje usted la cabeza.... Así.... Aunque estamos solos no quiero gritar mucho....

      Agarrado don Eugenio al montecristo de su compañero, le explicó desde cerca algo que las alas del nordeste se llevaron aprisa, con estridente y burlón silbido.

      —¡Caramelos!—rugió el arcipreste, sin que se le ocurriese una sola palabra más. Tardó aún cosa de dos minutos en recobrar la expedición de la lengua y en poder escupir al ventarrón, cada vez más desencadenado y furioso, una retahíla de injurias contra los infames calumniadores del partido de Trampeta. El granuja de don Eugenio le dejó desahogar, y luego añadió:

      —Aún hay más, más.

      —¿Y qué más puede haber? ¿Dicen también que

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