Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Cargue el diablo con el viento.

      —Que la noticia viene por persona de la misma casa de los Pazos.... ¿Ya me entiende usted?—Y don Eugenio guiñó el ojo.

      —Ya entiendo, ya.... ¡Corazones de perro, lenguas de escorpión! Una señorita que es la honradez en persona, de una familia tan buena, no despreciando a nadie..., ¡y calumniarla, y para más con un ordenado de misa! ¡Liberaluchos indecentes, de éstos de por aquí, que se venden tres al cuarto! ¡Pero cómo está el mundo, Naya, cómo está el mundo!

      —Pues también añaden....

      —¡Caramelos! ¿Acabarás hoy? ¡Qué tormenta se prepara, María Santísima! ¡Qué viento... qué viento!

      —Atiéndame, que esto no lo dicen ellos, sino Barbacana. Que esa persona de la casa—Primitivo, vamos—nos va a hacer una perrería gorda en la elección.

      —¿Eeeh? ¿Tú seque chocheas? Para, mula, a ver si oigo mejor. ¿Que Primitivo...?

      —No es seguro, no es seguro, no es seguro—vociferó el abad de Naya, que se divertía más que en un sainete.

      —¡Por vida de lo que malgasto, que esto ya pasa de raya! Hazme el favor de no volverme loco, ¿eh?, que para eso bastante tengo con el viento maldito. ¡No quiero oír, no quiero oír más!—declaró esto en ocasión que su montecristo se alzaba rápidamente a impulsos de una ráfaga mayor, y se volvía todo hacia arriba, dejando al arcipreste como suelen pintar a Venus en la concha. Así que logró remediar el percance, hizo trotar a su mula, y no se oyó en el camino más voz que la del nordeste, que allá a lo lejos, sacudiendo castañares y robledales, remedaba majestuosa sinfonía.

      —XXVI—

      Amortiguada la primera impresión, no se atrevía Julián a interrogar a Nucha sobre lo que había visto. Hasta recelaba ir al cuarto de la señorita. Algún fundamento tenía este recelo. Aunque de suyo confiado, creía notar el capellán que le espiaban. ¿Quién? Todo el mundo: Primitivo, Sabel, la vieja bruja, los criados. Como sentimos de noche, sin verla, la niebla húmeda que nos penetra y envuelve, así sentía Julián la desconfianza, la malevolencia, la sospecha, la odiosidad que iba espesándose en torno suyo. Era cosa indefinible, pero patente. En dos o tres funciones a que asistió, figurósele que los curas le hablaban con acento hostil, que el arcipreste le examinaba frunciendo el entrecejo, y que únicamente don Eugenio le manifestaba la acostumbrada cordialidad. Pero acaso fuesen éstas vanas cavilaciones, y quizás soñaba también al imaginarse que, a la mesa, don Pedro seguía continuamente la dirección de sus ojos y acechaba sus movimientos. Esto le fatigaba tanto más cuanto que un irresistible anhelo le obligaba a mirar a Nucha muy a menudo, reparando a hurtadillas si estaba más delgada, si comía con buen apetito, si se notaba algo nuevo en sus muñecas. La señal, oscura el primer día, fue verdeando y desapareciendo.

      La necesidad de ver a la niña acabó por poder más que las vacilaciones de Julián. Arreglada ya la capilla, sólo en la habitación de su madre podía verla, y allí fue, no bastándole el beso robado en el corredor, cuando el ama lo cruzaba con la nena en brazos. Iba la criatura saliendo de esa edad en que los niños parecen un lío de trapos, y sin perder la gracia y atractivo del ser indefenso y débil, tenía el encanto de la personalidad, de la soltura cada vez mayor de sus movimientos y conciencia de sus actos. Ya adoptaba posturas de ángel de Murillo; ya cogía un objeto y acertaba a llevarlo a la cálida boca, en la impaciencia de la dentición retrasada; ya ejecutaba con indecible monería ese movimiento cautivador entre todos los de los niños pequeños, de tender no sólo los brazos, sino el cuerpo entero, con abandono absoluto, hacia la persona que les es simpática; actitud que las nodrizas llaman irse con la gente . Hacía tiempo que la pequeña redoblaba la risa, y su carcajada melodiosa, repentina y breve, era sólo comparable a gorjeo de pájaro. Ningún sonido articulado salía aún de su boca, pero sabía expresar divinamente, con las onomatopeyas que según ciertos filólogos fueron base del lenguaje primitivo, todos sus afectos y antojos; en su cráneo, que empezaba a solidificarse, por más que en el centro latiese aún la abierta mollera, se espesaba el pelo, de día en día más oscuro, suave aún como piel de topo; sus piececitos se desencorvaban, y los dedos, antes retorcidos, el pulgar vuelto hacia arriba, los otros botoncillos de rosa hacia abajo, se habituaban a la estación horizontal que exige el andar humano. Cada uno de estos grandes progresos en el camino de la vida era sorpresa y placer inefable para Julián, confirmando su dedicación paternal al ser que le dispensaba el favor insigne de tirarle de la cadena del reloj, manosearle los botones del chaleco, ponerle como nuevo de baba y leche. ¡Qué no haría él por servir de algo a la nenita idolatrada! A veces el cariño le inspiraba ideas feroces, como agarrar un palo y moler las costillas a Primitivo; coger un látigo y dar el mismo trato a Sabel. Pero, ¡ay! Nadie puede usurpar el puesto del amo de casa, del jefe de la familia; y el jefe.... Al capellán le pesaba en el alma la fundación de aquel hogar cristiano. Recta había sido la intención, y amargo el fruto. ¡Sangre del corazón daría él por ver a Nucha en un convento!

      ¿Qué arbitrio adoptar ya? Julián presentía los inmensos inconvenientes de su intervención directa. Seguro de la teoría, firme en el terreno del derecho, capaz de resistir pasivamente hasta morir, faltábale la vigorosa palanca de los actos humanos, la iniciativa. En aquella casa es indudable que andaban muchas cosas desquiciadas, otras torcidas y fuera de camino; el capellán asistía al drama, temía un desenlace trágico, sobre todo desde la famosa señal en las muñecas, que no le salía de la acalorada imaginación; mostrábase taciturno; su color sonrosado se trocaba en amarillez de cera; rezaba más aún que de costumbre; ayunaba; decía la misa con el alma elevada, como la diría en tiempos de martirio; deseaba ofrecer la existencia por el bienestar de la señorita; pero, a no ser en uno de sus momentos de arrechucho puramente nervioso, no podía, no sabía, no acertaba a dar un paso, a adoptar una medida—aunque ésta fuese tan fácil y hacedera como escribir cuatro renglones a don Manuel Pardo de la Lage, informándole de lo que ocurría a su hija—. Siempre encontraba pretextos para aplazar toda acción, tan socorridos como éste, verbigracia:

      —Dejemos que pasen las elecciones.

      Las elecciones le infundían esperanzas de que, si el señorito, elegido diputado, salía de la huronera, de entre la gente inicua que lo prendía en sus redes, era posible que Dios le tocase en el corazón y mudase de conducta.

      Una cosa preocupaba mucho al buen capellán: ¿el señorito se iría solo a Madrid, o llevaría a su mujer y a la pequeña? Julián ponía a Dios por testigo de que deseaba esto último, si bien al pensar qué podía suceder le entraba una hipocondría mortal. La idea de no ver más a nené durante meses o años, de no tenerla en las rodillas montada a caballito , de quedarse allí, frente a frente con Sabel, como en oscuro pozo habitado por una sabandija, le era intolerable. Duro le parecía que se marchase la señorita, pero lo de la niña..., lo de la niña...

      «Si me la dejasen—pensaba—la cuidaría yo perfectamente».

      Acercábase la batalla decisiva. Los Pazos eran un jubileo, un ir y venir de adictos y correveidiles, un entrar y salir de mensajes, de órdenes y contraórdenes, que le daban semejanza con un cuartel general. Siempre había en las cuadras caballos o mulas forasteras, masticando abundante pienso, y en los anchos salones se oía crujir incesante de botas altas, pisadas de fuertes zapatos, cuando no pateo de zuecos. Julián se tropezaba con curas sofocados, respirando bélico ardor, que le hablaban de los trabajos , pasmándose de ver que no tomaba parte en nada.... ¡En tan solemne y crítica ocasión, el capellán de los Pazos no tenía derecho a dormir ni a comer!

      Seguía reparando que algunos abades se mostraban con él así como airados o resentidos, en especial el arcipreste, el más encariñado con la casa de Ulloa; pues mientras el cura de Boán y aun

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