Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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de gente se restablecía la confianza y corrían las bromas añejas.

      Con todo eso no renunciaban a corretear juntos y sin compañía de nadie. A falta de testigos, les distraía y tranquilizaba la menor cosa: una flor, un fruto silvestre que recogían, una mosca verde que volaba rozando con la cara de la niña. Impremeditadamente se escudaban con la naturaleza, su protectora y cómplice.

      En la gruta, lo que les sacó de su momentáneo embeleso, fue observar la vegetación viciosa y tropical del fondo. La niña, gran botánica por instinto, conocía todas las plantas y hierbas bonitas del país; pero jamás había encontrado, ni a la orilla de las fuentes, tan elegantes hojas péndulas, tan colosales y perfumados helechos, tanto pulular de insectos como en aquel lugar húmedo y caluroso. Parecía que la naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando sus fuerzas genesíacas con libre impudor. Olores almizclados revelaban la presencia de millares de hormigas; y tras la exuberancia del follaje, se divisaba la misteriosa y amenazadora forma de la araña, y se arrastraba la oruga negra, de peludo lomo. La niña los miraba, estremeciéndose cuando al apartar las hojas descubría algún secreto rito de la vida orgánica, el sacrificio de un moscón preso y agonizante en la red, el juego amoroso de dos insectos colgados de un tallo, la procesión de hormigones que acarreaban un cuerpo muerto.

      Entre tanto llovía a más y mejor. Sin embargo, así que hubo pasado cosa de una hora, el chubasco se aplacó casi repentinamente, pareció que la gruta se llenaba de claridad, y una bocanada de fragancia húmeda la inundó: el tufo especial de la tierra refrigerada y el hálito de las flores, que respiran al salir del baño. También a los refugiados se les dilataron los pulmones, y a un mismo tiempo se lanzaron fuera del escondrijo, hacia la boca de la cueva.

      Allí se pararon deslumbrados por inesperado espectáculo. La atmósfera, en su parte alta, estaba barrida de celajes, diáfana y serena: lucía el sol, y sobre el replegado ejército de nubes, se erguía vencedor, con inusitada limpidez y magnificencia, un soberbio arco—iris, cuyo arranque surgía del monte del Pico—Medelo, cogía en medio su alta cúspide, y venía a rematar, disfumándose, en las brumas del río Avieiro.

      No era esbozo de arcada borrosa y próxima a desvanecerse, sino un semicírculo delineado con energía, semejante al pórtico de un palacio celestial, cuyo esmalte formaban los más bellos, intensos y puros colores que es dado sentir a la retina humana. El violado tenía la aterciopelada riqueza de una vestidura episcopal; el añil cegaba con su profunda vibración de zafiro; el azul ostentaba claridades de agua que refleja el hielo, frías limpideces de noche de luna; el verde se tornasolaba con el halagüeño matiz de la esmeralda, en que tan voluptuosamente se recrea la pupila; y el amarillo, anaranjado y rojo parecían luz de bengala encendida en el firmamento, círculos concéntricos trazados por un compás celestial con fuego del que abrasa a los serafines, fuego sin llamas, ascuas, ni humo.

      A la vista del hermoso meteoro, aproximose la pareja, según la costumbre inveterada en los que se quieren, de expresarlo todo acercándose.

      —¡El Arco de la Vieja! —exclamó en dialecto la niña, señalando con una mano al horizonte y cogiéndose con la otra a la ropa del muchacho.

      —Nunca vi otro tan claro. Si parece pintado, así Dios me salve. Chica, ¡qué bonito!

      —¡Mira, mira, mira! —chilló ella—. ¡El arco anda!

      —¿Que anda? Tú estás loca… ¡Ay, pues anda y bien que anda!

      El arco se trasladaba en efecto, con dulce e imponente lentitud, de manera teatral. Se vio un instante la cima del Pico recortada sobre el fondo de vivos esmaltes; luego, poco a poco, el arco dejó atrás la montaña y vino a coronar con su curva magnífica la profundidad del valle. Mas ya palidecían sus tintas espléndidas, y se borraban sus líneas brillantes, dejando como un vapor de colores, delicadísimo toque casi fundido ya con el firmamento, casi velado por la humareda de las nubecillas blancas, que vagaban y se deshacían también.

       Capítulo 2

      A caminar por la carretera, fastidiosa de puro cómoda, prefirieron seguir atajos en cuyo conocimiento eran muy duchos, y aun cruzar los sembrados, desiertos a la sazón, pero donde, durante la noche entera y la madrugada, cuadrillas de mujeres habían estado segando el centeno —a las horas de calor no se siega, pues se desgrana la espiga madura—. No se daban mucha priesa, al contrario, tácitamente estaban de acuerdo en no recogerse a techado hasta entrada la noche. Apenas comenzaba a caer la tarde. El campo, fresco y esponjado después de la tormenta y el riego de las nubes, oreado por suave vientecillo, convidaba a gozar de su hermosura: cada flor de trébol, cada manzanilla, cada cardo, se había adornado el seno con un grueso brillante líquido; y grillos y cigarrones, seguros ya de que cesaba el diluvio, se atrevían a rebullirse en los barbechos, sintiendo con deleite la caricia del sol sobre sus zancas ya enjutas.

      Vagaba la pareja sin rumbo cierto, cuando, casi debajo de sus cabezas, en un sendero que se despeñaba hacia el valle, divisaron una figura rara, que se movía despaciosamente. A un mismo tiempo la reconocieron ambos.

      —¡El señor Antón, el algebrista!

      —¡El atador de Boán!

      —¿A dónde irá?

      —Aventuro algo bueno que a casa de la Sabia.

      —¿Quién te lo dijo?

      —Tiene la vaca más vieja muy malita.

      —¿Vamos a ver?

      —Corriente. Hay que bajar por las viñas; si no, es mucha la vuelta.

      —Por las viñas. Ale.

      —Dame la mano.

      —¿Piensas que no sé bajar sola?

      El descenso era casi vertical, y había que escalar paredones y tener cuidado de no desnucarse al sentar el pie sobre los guijarros; pero las cuatro piernas juveniles alcanzaron pronto al estafermo, que caminaba dibujando eses al tropezar en cualquier canto de la senda. Iba el señor Antón en mangas de camisa (por señas que la gastaba de estopa): chaqueta terciada al hombro y un pitillo tras la oreja derecha. Los pantalones pardos lucían un remiendo triangular azul en el lugar por donde más suelen gastarse, y otros dos, haciendo juego con el de las nalgas, en las perneras; de puro cortos, descubrían el hueso del tobillo, cubierto apenas de curtida y momificada piel, y los zapatos torcidos y contraídos como una boca que hace muecas. Fuera del bolsillo interior de la chaqueta asomaba un libro empastado en pergamino, cuyas esquinas habían roído los ratones y cuyas hojas atesoraban grasa suficiente para hacer el caldo una semana.

      Al sentir ruido de gente, volvió el rostro, que lo tenía más arrugado que una pasa, más sequito que un sarmiento, y con todas las facciones inclinadas unas hacia otras, a manera de piedras de murallón que se derrumba: la nariz desplomada sobre la barba, esta remontada hacia la boca, y las mejillas colgando en curtidos pellejos a ambos lados de la pronunciada nuez. En los pómulos parecía como si le hubiesen pintado con teja dos rosetas simétricas; los labios se le habían sumido; y de la abertura donde estuvieron partían innumerables rayitas y plieguecillos convergentes, remendando el varillaje de un paraguas. ¿Paraguas dijiste? No hay que omitir que bajo el codo izquierdo sujetaba el señor Antón uno colosal, de algodón colorado rabioso, con remates y contera de latón dorado; ni menos debe callarse que honraba su cabeza, por encima de un pañuelo de yerbas, un venerable y caduco sombrero de copa alta, de los más empingorotados y de los más apabullados también.

      —Buenas tardes, señorito don Perucho y la

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