Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Pedro—: si no vas a ponerte perdida.

      Notando que él no la miraba, Manolita se remangó. Los chiquillos, rubios como el cerro, que presenciaban la operación absortos, con la pupila dilatada y chupándose el dedo índice, quisieron también cooperar al buen resultado, y vinieron a poner cada uno una manita en los corvejones de la mártir. Poco duró el suplicio. El señor Antón, con su rapidez y maestría acostumbradas, arrojaba ya triunfalmente hacia el campo más próximo una masa sanguinolenta e informe, que era el núcleo del lobanillo y su aureola de raíces. Entre un furioso y desesperado bramido de la vaca al sentir la pez hirviendo que le abrasaba los tejidos, y un ¡carraspo! del algebrista que se levantaba vencedor, se acabó la operación y la víctima fue de nuevo encerrada en el establo. Echáronle en el pesebre un brazado de fresca yerba, y a poco su hocico húmedo, del cual se desprendía un hilo de baba, rumiaba con fruición la dulce golosina.

       Capítulo 3

      Sin embargo, aún le quedaban al señor Antón deberes facultativos que llenar en aquella casa. Le presentaron un ternero que andaba malucho de desgano y rehusaba las cortezas de pan y la hierba más apetitosa. Le abrió la boca al punto, sacole de través la lengua, y declaró que tenía el piojo. Pidió los ingredientes de sal y ajo, que metió en una bolsita de lienzo; mojola en vinagre, y frotó con ella los bordes de la lengua, para levantar las escamillas en que consistía el mal: sacó luego del bolsillo—estuche unas tijeras de costura, y cortó las escamas, dejando al choto en disposición de zamparse todos los prados comarcanos. Tras el ternero vino un buey, cojo de la mano derecha: el doctor reconoció que tenía el pulgón y que era preciso meterle entre la pezuña un puñado de pólvora amasada y prenderle fuego. El caso era que no se encontraba pólvora allí.

      —Que vayan por ella a los Pazos —exclamó servicialmente Perucho.

      —Mientras van y vuelven llega la noche, señorito —exclamó el atador—, y de aquí a Boán hay camino. Ya pasaré por aquí mañana o pasado lo más tarde, que me cumple verle la yegua al señor Ángel. No hay duda, que no muere el buey por eso.

      Quedó aplazada la voladura del pulgón, pero no consintió la Sabia en que se partiese el algebrista sin tomar un taco y echar un cloris. Limpiándose el copioso sudor con el pañuelo de yerbas, sentose el señor Antón a la mesa, ante el zoquete de pan de centeno y el jarro de vino. Entabló conversación con el ama de casa, no habiendo querido los señoritos sentarse ni probar cosa alguna, porque les divertía más presenciar la cómica escena y oír, cruzando ojeadas y risas, la plática donosa que avivaban con sus preguntas. Estaba de buen humor el vejete, como siempre que terminaba felizmente una operación y se veía con el pichel de mosto delante. A las quejas de la Sabia, que se lamentaba de las enfermedades de los animales con tono de abuela cuando deplora achaques de sus nietos, respondía jocosamente el algebrista que, si no tuviese una riqueza en ganado, no se le pondría el ganado enfermo nunca.

      —¿A que a mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo… catá.

      La bruja respondía a tan atinada observación con otra muy filosófica y cristiana:

      —Todos habemos de morir, si Dios quiere.

      De tal respuesta tomó pie el algebrista para procurar insinuarse, hablando del bocio de la vieja, y comprometiéndose a extirpárselo con tanta prontitud como el tumor de la vaca, fuera el alma. Contó que precisamente acababa de realizar la misma operación en un labrador rico de Gondás. De cuatro a cinco tajos de navaja ¡zis, zas! (y al decir zis, zas pasaba el dedo por delante del cuello deforme de la Sabia) le había sajado el bocio perfectísimamente, plantándole, para atajar la morragia, un emplasto donde se misturaban trementina, diaquilón, confortativo, minio, litargirio, incienso, pez blanca, pez dorada y pez negra…

      —Vamos, pez de todos los colores —dijo Perucho riendo.

      —No haga burla, señorito, no haga burla… Pues emplasto fue aquel que apretó, apretó, apretó (y el algebrista cerraba y apretaba el puño con toda su fuerza) y a los quince días…

      —¿Al campo santo?

      —¡Quedó como si tal cosa, más contento que un cuco! ¡La sabiduría puede mucho, señorito!

      La bruja no se resolvía a empecinarse. Tantos años con aquello, y al fin iba durando: —luego no era cosa de muerte. Los animales… no tiene que ver con las personas: si no se cuidan y se asisten, ni trabajan, ni dan leche, ni… En vista de que allí no necesitaban médico las personas humanas, el algebrista, después de dejar temblando el jarro, sacó el pitillo que llevaba tras la oreja, encendiolo en las brasas del lar, se terció la chaqueta, y con andar más que nunca dificultoso, tomó el camino del valle.

      Acompañole la pareja, divertida con su charla. Era el señor Antón uno de esos personajes típicos, manifestación viviente, en una comarca, de los remotos orígenes y misteriosas afinidades étnicas de la raza que la habita. En el país se contaban muchos que ejercían la profesión de algebristas, componiendo con singular destreza canillas rotas y húmeros desvencijados, reduciendo lujaciones y extirpando sarcomas, merced a no sé qué ciencia infusa o tradición comunicada hereditariamente, o recogida de labios de algún compostor viejo a quien el mozo había tomado los moldes; pero ninguno tan acreditado y consultado en todas partes como el atador de Boán, que tenía fama de poner la ceniza en la frente a los médicos de Orense y Santiago, habiendo persona que vino expresamente desde Madrid, cuando todavía se viajaba en diligencia, a que el señor Antón le curase una fractura. No desvanecían al vejete las glorias científicas; pero sí le daban pretexto a descuidar la labranza de sus tierras y entregarse a sabrosa vagancia cotidiana por riscos y breñas. Con su chaquetón al hombro en el verano, su montecristo de pardomonte en invierno, y siempre el pitillo tras la oreja, la chistera calada sobre el pañuelo, el paraguas colorado bajo el brazo y el libro grasiento en la faltriquera, recorría haciendo eses los senderos del país, sintiendo en la cabeza y en la sangre la doble efervescencia del aire puro y vivo de la montaña y de la libación de mosto o aguardiente hecha a los dioses lares de cada enfermo. La atmósfera candente, el cierzo glacial, las claras mañanas primaverales, las templadas noches, la borrasca, la bonanza, le tenían seco y oreado como un fruto de cuelga, como esas manzanas tabardillas cuya piel se arruga y contrae y adoba más que el mejor pergamino; y también, lo mismo que en ellas, la pulpa se concentraba guardando toda su virtud y sabor. No había viejo mejor conservado, más templado y rufo que el señor Antón: asegurábanlo las mozas trocando maliciosos guiños, y lo confirmaban los mozos haciendo con la mano alzada y el pulgar inclinado hacia la boca el ademán del que se atiza un buen traguete. Nunca se le encontraba que no estuviese bajo la alegre influencia del jarro, o del sol, que tenía la virtud de hacerle fermentar en las venas la reserva de espíritus alcohólicos. Entonces se desataba su locuacidad, y le gustaba sobre todo platicar con los curas o con los aldeanos viejos y duchos, en quienes, a falta de instrucción, la experiencia de una larga vida ha desarrollado cierta inteligencia práctica, haciéndoles depositarios del caudal del saber popular, ancho cauce de arena donde a trechos brilla alguna partícula de oro o algún diamante en bruto. El señor Antón tenía su filosofía allá a su modo, mitad bebida en tres o cuatro librotes viejos, en tomos descabalados de Feijóo, en el Desiderio y Electo, mitad inspirada por el espectáculo y la sugestión incesante de la madre naturaleza, de árboles y estrellas, ríos y nubes. En su cráneo estrecho y prolongado, verdadero cráneo céltico, bullían a veces viejas ideas cosmogónicas, bocetos confusos de panteísmo y restos de cultos y creencias ancestrales. Por lo cual, al meterse en honduras, solía decir muchos y muy peregrinos despropósitos, mezclados con dictámenes y sentencias que sorprendían al verlos salir de aquella boca plegada como la jareta de un bolsón, envueltas en vaho aguardentoso y subrayadas por la risa de polichinela que establecía inmediata comunicación entre su nariz y su barba.

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