Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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va en el molino, de seguro. Así que alistó el chocolate, le faltó tiempo para recrearse con aquel barullo de dos mil diablos que arman las parroquianas…

      Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí, vino revoloteando a posarse en el sombrero de Juncal. Don Gabriel tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos, para asirla de las alas. La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don Gabriel la siguió con los ojos estirando el pescuezo, y el médico reparó en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba el comandante. Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la cultura de los años universitarios, arrinconado en un poblachón, olvidado ya, a fuerza de bienestar material y de pereza mental, de sus antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas, conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado casi supersticioso, cuando veía en alguien la plenitud de circulación y el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo poco a poco. Además, ¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!

      Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un objeto distante. Sin embargo, la mariposa había desaparecido hacía tiempo. El artillero se volvió de repente.

      —Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente a varias preguntas que tengo que hacerle?

      —Señor de Pardo, por Dios… Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda servir…

      —Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que usted me hace de él, temo… ¿cómo diré?… temo que sea uno de esos seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que no le sacan a uno de dudas… y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal a la gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más enérgicamente con la cabeza el médico, murmurando —¡por ahí, por ahí!) Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal…

      Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:

       —Honrado… eso sí… Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.

      —Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme…

      Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.

      —… Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.

      —¿La señorita de Moscoso? —exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa—. ¿Qué me dice, don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!

      —Ya lo creo —repuso Gabriel soltando la risa—. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.

      Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.

      —Diré a usted, para que comprenda mi propósito, que la persona a quien más quise yo en el mundo fue mi pobre hermana Marcelina, la que casó con don Pedro Moscoso; y si hay cielo —aquí le tembló un poco la voz a don Gabriel— allí debe estar pidiendo por mí, porque fue una… már… una santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre falleció. Yo me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos ni lazos que me aten, con regular hacienda y deseoso del calor de una familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío… no está autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le repugno a mi sobrina y quiere ser mi mujer… Estoy determinado a casarme cuanto antes.

      Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si hablase consigo mismo:

      —En efecto… no hay duda que… Realmente, ¿quién mejor? La verdad es…

      Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por la serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso, columpiado en el espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición popular cree nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz del día hacía centellear en ellos filamentos de derretido oro. Se había guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como suelen los miopes cuando la claridad les deslumbra.

      —Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé… ¿Cómo es?

      —El retrato de su difunta madre, que esté en gloria —respondió muy cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.

      —¡De su madre! —repitió el artillero extasiado.

      —Pero más buena moza, no despreciando a la pobre señorita… La madre era… algo bisoja y delgada… Ésta mira derecho, y tiene unos ojazos como moras maduras… Alta, carnes apretaditas, morena con tanto andar al sol… buenas trenzas de pelo negro… y bien constituida. No digamos que sea una chica hermosísima, porque no tiene las perfecciones allá hechas a torno; pero puede campar en cualquier parte… Vaya si puede.

      —Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.

      —Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo… Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.

      —Siempre hay eso que se llama aire de familia… Don Máximo, mire usted que aún no he empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?

      —No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.

      —Diga usted. Mi cuñado…

       Capítulo 5

      Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su huésped, que al día siguiente quiso entrarle en persona el chocolate, varios periódicos, un mazo de tolerables regalías y una calderetilla con agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco encontrar a don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador! ¡Y en ayunas! ¿Qué tal el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel dijo que sí, que lo prefería.

      Razón llevaba en ello, porque la mañanita estaba fresca, el azahar trascendía a gloria, y sobre la rústica mesilla de piedra encandilaba los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el pocillo de Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el vaso de agua serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las lengüetas rubias de los bizcochos finamente espolvoreados de azúcar.

      —Su señora de usted es una gran ama de casa —observó jovialmente don Gabriel al sorber el último residuo del aromático chocolate—. Nos trata a cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que se come en el campo, y qué bien sabe todo. Parece que se le quitan a uno diez años de encima.

      Con efecto, fuese por obra del campo o por otras causas, semejaba remozado el huésped de Juncal.

      —¿Usted quiere ir esta tarde a casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No sería mejor descansar otro diita en mi choza?

      —Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por esa ojeriza que profesa al clero, no quiere acompañarme… —murmuró

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