Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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con la cabeza el médico, murmurando —¡por ahí, por ahí!) Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal…

      Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:

       —Honrado… eso sí… Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.

      —Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme…

      Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.

      —… Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.

      —¿La señorita de Moscoso? —exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa—. ¿Qué me dice, don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!

      —Ya lo creo —repuso Gabriel soltando la risa—. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.

      Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.

      —Diré a usted, para que comprenda mi propósito, que la persona a quien más quise yo en el mundo fue mi pobre hermana Marcelina, la que casó con don Pedro Moscoso; y si hay cielo —aquí le tembló un poco la voz a don Gabriel— allí debe estar pidiendo por mí, porque fue una… már… una santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre falleció. Yo me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos ni lazos que me aten, con regular hacienda y deseoso del calor de una familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío… no está autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le repugno a mi sobrina y quiere ser mi mujer… Estoy determinado a casarme cuanto antes.

      Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si hablase consigo mismo:

      —En efecto… no hay duda que… Realmente, ¿quién mejor? La verdad es…

      Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por la serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso, columpiado en el espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición popular cree nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz del día hacía centellear en ellos filamentos de derretido oro. Se había guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como suelen los miopes cuando la claridad les deslumbra.

      —Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé… ¿Cómo es?

      —El retrato de su difunta madre, que esté en gloria —respondió muy cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.

      —¡De su madre! —repitió el artillero extasiado.

      —Pero más buena moza, no despreciando a la pobre señorita… La madre era… algo bisoja y delgada… Ésta mira derecho, y tiene unos ojazos como moras maduras… Alta, carnes apretaditas, morena con tanto andar al sol… buenas trenzas de pelo negro… y bien constituida. No digamos que sea una chica hermosísima, porque no tiene las perfecciones allá hechas a torno; pero puede campar en cualquier parte… Vaya si puede.

      —Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.

      —Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo… Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.

      —Siempre hay eso que se llama aire de familia… Don Máximo, mire usted que aún no he empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?

      —No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.

      —Diga usted. Mi cuñado…

       Capítulo 6

      Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver —desde una pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, a la sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos— cómo vence la cuesta de la carretera próxima, a paso de tortuga, el armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces, sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad.

      No todos razonan y analizan esta impresión con lucidez; pero apenas hay quien no la sienta y saboree. Bien la definía y paladeaba el médico de Cebre, Máximo Juncal, entretenido en echar un cigarro, tumbado boca arriba en un pradillo de los más amenos que puede soñar la imaginación. El médico vestía tuina de dril y calzaba zapatos de becerro; ni cuello ni corbata tenía; su camisa de dormir, desabotonada, no tapaba unas clavículas duras y salientes como pechuga de gallo viejo ya desplumado; en sus manos afianzaba el último número de El Motín, donde acababa de leer las picardigüelas de un curiana allá en Navalcarnero, enviadas al periódico por un corresponsal rígidamente virtuoso, que escribía «lleno de indignación».

      Desde que por la carretera, bastante más elevada que el prado, vio Juncal asomar la nube de polvo que anuncia la proximidad de un coche de línea, interrumpió la para él sabrosísima lectura de los sueltos clerófobos, y alzando la cabeza, entre chupada y chupada, púsose a considerar atentamente las trazas del gran mamotreto. Oyó el repiqueteo de los cascabeles y campanillas, tan regocijado cuando el tiro trota, como melancólico cuando va a paso de caracol. Vio luego aparecer el macho delantero, y a sus lomos el flaco zagal, vestido de lienzo azul, con gorra de pelo encasquetada hasta la nuca, aletargado completamente bajo la influencia de un sol de brasa. Manteníase sin caer del caballo merced a un milagro de equilibrio y a la costumbre de andar así, pero lo cierto es que dormía. Dormía también el mayoral; sólo que ese ya roncaba cínicamente, espatarrado en el pescante, con la bota casi desangrada bajo el sobaco, el mango de la tralla escurriéndosele de la mano, los carrillos echando lumbre y colgándole de los labios un hilo de baba vinosa. Y dormitarían los caballos del tiro, si se lo permitiesen los encarnizados y fieros tábanos y las pelmas de las moscas, infatigables en lancetarles la piel. Los infelices jacos se estremecían, coceaban, sacudían las orejas con frenesí, se mosqueaban con el rabo, y solían arrancar al trote, creyendo huir de la tortura.

      —Bueno va —pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de compasión—. El tiro campa por su respeto. ¡Y apenas va cargado el coche! No entiendo cómo no vuelca todos los días.

      En efecto, desde lejos era el aspecto de la diligencia sumamente alarmante. La base de la caja parecía angostísima en relación con la cúspide, que la formaba una inmensa vaca o imperial agobiada con cuádruple peso del que razonablemente admitía. Por todas partes emergían de la polvorienta cubierta enormes baúles, cajones descomunales, fardos de colchones, grupos de sillas, pues la mujer del empleado trasladaba su ajuar enterito. Del cupé, que también iba atestado de gente, sobresalían cestos con gabinas, y más

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