Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Juncal al través de los cristales de la berlina, completó su malicioso regocijo.

      —Y para más, ¡dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez o doce arrobas de suplemento. Lo que es hoy…

      Al pensar esto el médico, llegaba el tiro a la revuelta de un puentecillo tendido sobre un riachuelo de mezquino caudal —el mismo que corriendo entre mimbrales y alisos regaba la pradería—. Era la revuelta asaz rápida; el tiro, entregado a su propio impulso, la tomó muy en corto. Juncal se incorporó, soltando un terno. No tuvo tiempo a más, porque en un santiamén, sin saberse cómo, toda la balumba de coche y caballos se revolvió, se enredó, se hizo un ovillo, y al sentir el peso del carruaje, que se inclinaba con crujido espantoso, encrespáronse los caballos, relinchando de ira y susto, irguiose la lanza por cima del pretil del puente, y el macho delantero, con el zagal encima, y tras él un caballo de cortas, salieron despedidos con ímpetu, haciendo ¡plaf! en mitad del riachuelo, lo mismo que ranas. Avínole bien a la diligencia, que la misma fuerza del empuje rompió cuerdas y tirantes, impidiéndole precipitarse con el resto del tiro desde una altura no extraordinaria, pero suficiente para hacerla añicos. Su peso descomunal la sujetó, volcada al borde del puente y recostada en él.

      Dicen personas expertas en esta clase de lances, que ni los testigos oculares, ni las víctimas, son capaces de referir puntualmente las peripecias que se suceden en un abrir y cerrar de ojos, ni menos recordar de qué manera, guiado por el instinto de conservación, se pone en salvo cada quisque.

      Yacía tumbado el coche; el mayoral había despertado rodando del pescante al suelo y abriéndose la cabeza, y sin duda por la descalabradura se le refrescó y disipó la mona, pues ágil ya y despabilado, se emperraba en aquietar y desenredar el tiro, metiéndose entre las bestias con intrepidez salvaje, lidiando cuerpo a cuerpo, a coces y puñadas, con mulas y machos, sin diferenciarse de ellos más que en las espantosas blasfemias que escupía. En ventanillas y portezuelas fueron asomando cabezas, brazos, hombros, hasta pies, pugnando por romper su cautiverio. Surgieron dos estudiantes, tiraron por la moza, y la sacaron arrastro; y como se empeñase en recoger sus quesos, vociferaron y la desviaron a empellones. La empleada salió pálida como la cera, apretando silenciosamente al niño que lloraba sin consuelo; luego el notario, echando venablos; y por la portezuela de la berlina, poco menos amarillo que la empleada, saltó Trampeta con una mano sangrando de la cortadura de un cristal. Los del cupé, gente aldeana, descendían aturdidos de sorpresa. En el mismo instante llegaba Juncal, a todo correr, al pie de la diligencia volcada.

      —¿Qué es eso, hombre?, ¿qué es eso? —preguntó Trampeta.

      —Ya lo ve, Máximo… Hoy nacimos todos… —respondió el cacique sin poder hablar del susto—. Míreme aquí, hom, si tengo cortada la vena…

      —Qué vena ni qué caracoles… Acudir a los que quedan dentro, hombre… ¿Queda alguien? A ver…

      Con ayuda de los estudiantes, tenía ya el mayoral casi apaciguado el tiro, y sólo le faltaba reducir a una mula que, habiéndose cogido la cabeza entre dos correas, a fuerza de patear se empeñaba en ahorcarse. El médico miró hacia el fondo de la berlina. Salía de allí un ahogado y entrecortado ronquido, tan hondo como el registro más grave de un órgano; y el médico vio a un viajero de buenas trazas metido en la ardua faena de mover la masa gigante del señor Arcipreste, y empujarla hacia la portezuela. Momentos antes Máximo Juncal se sentía animado de los más siniestros propósitos contra la Iglesia en general y el clero diocesano en particular; pero la vista del lastimoso cuadro le ablandó las entrañas, que más que dañadas tenía curtidas por la hiel de un temperamento bilioso, y sin hacer caso de la herida de Trampeta, que este liaba con el pañuelo, acudió en auxilio del viajero enguantado, a quien veía de espaldas, llamando al notario para refuerzo.

      —Empújelo usted hacia acá… Yo tiraré por la pierna… ¡Eh!, señor escriba, aguante usted aquí… coja este pie… así… quietos… ya pasó un muslo… ¡Arráncate nabo! ¡Ey… que me hundo, que me hundo! ¡Apuntáleme, escriba de los demonios!

      Salió en vilo, sostenida por los puños de Juncal y los fuertes brazos del notario, la mole del desventurado Arcipreste, que dormido durante la catástrofe, no comprendía lo que pasaba, y se veía con sus compañeros de viaje encima, y una astilla de la destrozada caja hincándosele en un costado. Tal fue su estupor, que se le cortó el habla, y sólo exhalaba sordos ronquidos de agonía. Apareció hecho una lástima, con el rostro amoratado y congestionado, en desorden los venerables cabellos blancos, la cabeza y manos no ya temblonas, sino perláticas, y el balandrán roto. Juncal torció el gesto, y falló para sí:

      —A sus años, esto echa a un hombre a la sepultura.

      El caritativo viajero salió a su vez; tiempo era ya. De la brega tenía destrozados los guantes y descompuesto el traje; con los esfuerzos, se le había coloreado la tez y animado el rostro, quitándole, como suele decirse, diez años de encima, o mejor dicho revelando su verdadera edad, más alrededor de los treinta y pico que de los cuarenta. Aproximósele Juncal muy solícito, y al fijar los ojos en él, se echó atrás admirado.

      —Usted dispense… —pronunció—. ¡Soy capaz de aventurar algo bueno a que es usted de la familia de la difunta señora de Ulloa, doña Marcelina Pardo!

      El viajero se sorprendió también.

      —Su hermano para servir a usted —contestó—. ¿Tanto me parezco?

      —Facción por facción, no señor: pero el aire, es una cosa, como dicen aquí, escupida… Conque es usted…

      —Gabriel Pardo de la Lage, para lo que usted guste mandar. No cree usted que ahora convendría…

      —Lo que conviene es que todos los pasajeros se vengan a Cebre, y allí se curarán los heridos, y los asustados tomarán un trago y un bocado para tranquilizarse… Al mayoral y al zagal les mandaremos gente que ayude a enderezar el coche, y a llevar los caballos a la cuadra, que falta les hace también. A bien que en Cebre ya de todas las maneras tenían que mudar tiro… Hay herrero que empalme la lanza rota, y carpintero que eche un remiendo a la caja… El coche no ha sufrido grandes desperfectos… Fue más el ruido que las nueces… El que tenga que curar algo, a mi casa enseguidita… ¿Usted ha salido ileso, señor de Pardo?

      —Noto un dolor en este codo… Alguna rozadura.

      —Veremos… Usted no se va a la posada, que se viene a mi choza… Espero en Dios que podrá usted seguir el viaje.

      —Mi propósito era bajarme en Cebre. Y en efecto me he bajado, sólo más aprisa de lo que pensé.

      Sonriose al decir esto, y Juncal le encontró «templado» y simpático. La caravana se puso en marcha: los estudiantes, de los cuales sólo uno tenía un chichón en la frente, iban locuaces y jaraneros, metiendo a barato el percance; la moza, antecogiendo su cestilla de quesos, que al fin había logrado rescatar; la mujer del empleado cargada con su rorro, que se abría a puros llantos, sin que la madre le diese más consuelo que decirle —calla que se lo hemos de contar a papá… a papaíto—, Trampeta con la mano liada, seguro ya de no desangrarse y nuevamente cebada la curiosidad al saber que el enguantado viajero era el propio cuñado del marqués de Ulloa; el notario de Cebre, tan arrimadito a la moza chata, como la moza a sus quesos; y el Arcipreste, cogido del brazo de Juncal, flaqueándole las piernas, temblándole el cuerpo todo, gimiendo y resoplando.

       Capítulo 7

      Los que no tenían casa ni amigos en Cebre, hubieron de dar con sus molidos cuerpos en el mesón que allí toma nombre de fonda; el Arcipreste fue a pedir hospitalidad a su correligionario

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