Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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de vino, he de decirle a Rosendo que te arree una tunda con la correa de la caja, que te has de chupar los dedos; chiquilicuatro, mocoso, viciosón! Convidarte, ¿eh? Me convides. ¡Quien te da vino, no te da pan; mulo! ¡Anda afuera, que me mareas la cabeza toda!

      Amparo ejecutó el decreto materno empujando a Chinto por los hombros a las tinieblas exteriores del portal, y Chinto resignado optó por acostarse. Lo único que sentía confusamente era no poder ver a la muchacha un rato. Ahora le entretenía casi tanto mirar a Amparo, como antes contemplar la rueda del amolador y la bahía. Admirábale a él, rudo y tardío de eloquio como suele serlo el aldeano, la facilidad y rapidez con que la pitillera se expresaba, la copia de palabras que sin esfuerzo salían de su boca. Si lo que experimentaba Chinto era enamoramiento, podía llamarse el enamoramiento por pasmo. Ello es que se le venían con frecuencia suma impulsos de tratar a Amparo como a las chiquillas de su aldea, las tardes de gaita; de pellizcarla, de soltarle un pescozón cariñoso, de echarle la zancadilla, de darle un varazo suave con la recién cortada vara de mimbre. Pero tan osados pensamientos no llegaban a realizarse nunca. Amparo sí que solía empujar a Chinto, y no por vía de halago, bien lo sabe Dios, sino de pura rabia que le tuvo siempre. Si pudiese leer en el alma del paisano, adivinar cómo le hervía la sangre al acercarse a ella, le hubiera cobrado asco amén del odio inveterado ya.

      Para Amparo, hija de las calles de Marineda, ciudadana hasta la médula de los huesos, Chinto era un ilota. Alguna duquesa confinada en oscuro pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto. Enfadábale todo en él: la necia abertura de su boca, la pequeñez de sus ojos, lo sinuoso y desgarbado de su andar, su glotona manera de comer el caldo. Le entraban irritaciones sordas a la vista de objetos dejados por él, un par de zapatos viejos y torcidos, una faja de lana roja pendiente de una percha, una colilla negra y pegajosa, caída en el suelo. Y fortificaba su antipatía el que Chinto, con la desconfianza socarrona propia del paisano, lejos de resolverse a aceptar los ideales políticos de Amparo, a su modo, daba a entender que le parecía huero y vano todo el bullicio federal. Con risa entre idiota y maliciosa, solía decir a veces a la muchacha:

      —Andas metiéndote en cuentos.... Aún han de venir a buscarte los civiles, para te llevar a la cárcel....

       —XIII— Tirias y troyanas

      También en la Fábrica observaba Amparo que las paisanas eran las menos federales, las menos calientes, llenas de escepticismo y de picardía, decían, meneando la cabeza, que a ellas la república «no las había de sacar de pobres». Alguna tenía sus puntas y ribetes de reaccionaria; y en conjunto, todas profesaban el pesimismo fatalista del labrador, agobiado siempre por la suerte, persuadido de que si las cosas se mudan, será para empeorarse. No se arrancaba de ellas la más leve chispa de fuego patriótico; empeñábanse en no exaltarse sino cuando viesen que iban a menos las contribuciones y a más los frutos de la tierra. Así es que en la Fábrica gozaban de detestable reputación, y eran tachadas de ávidas, tacañas y apegadas al dinero, y acusadas de cebarse en la ganancia abandonando su casa por un ochavo, al par que las de Marineda se jactaban de rumbosas, y se preciaban de mejores madres. No obstante, pronunció la revolución tres palabras áureas que a todas sacaron de quicio: «¡No más quintas!». Hasta las mismas aldeanas abrieron ansiosamente el corazón y el alma para beberse la dulce promesa.

      ¡Si la república fuese, como decían diariamente los periódicos favoritos del taller, la supresión del impuesto de sangre, vamos, merecía bien que una mujer se dejase hacer pedazos por ella! En el taller de cigarrillos, aunque dominaban las mocitas solteras, bastaba hablar de quintas para que se moviese una tempestad de federalismo.

      —Miren ustedes—decía Amparo—que eso de que arranquen a una de sus brazos al hijo de sus entrañas y lo lleven a que los cañones lo despedacen por un rey, ¡clama al cielo, señores! Por lo mismo queremos la república republicana, la santa república democrática federativa. Con ella Marineda será capital, y Vilamorta también, y hasta Aldeaparda será capital hecha y derecha. Sólo Madrí, que a ese se le acaba la ganga, ya no nos chupará la sustancia; se va a hacer una cosa magnífica, que se llama descentralizar; y veremos cómo después se le baja el orgullo a la Corte. ¡Si es inicuo y absolutista lo que está pasando! Aquí no nos mandan, voy a poner por caso, sino tabaco de segunda, filipino para eso, espérelo usted un mes o dos. Las regalías y las conchas se hacen en Madrid... ¡como si nuestros dedos no fuesen de carne humana! ¿Somos aquí esclavas, o algunas torponas que no sabemos perficionar la labor? Y luego allí, paguita siempre corriente, consignas a barullo.... ¡Ciudadanas, es preciso sacudir el yugo tiránico con nobleza y energía cuando venga lo que se aguarda!, ¿eh chicas?

      A las dos formas de gobierno que por entonces contendían en España, se las representaba el auditorio de Amparo tal como las veía en las caricaturas de los periódicos satíricos: la Monarquía era una vieja carrancuda, arrugada como una pasa, con nariz de pico de loro, manto de púrpura muy estropeado, cetro teñido en sangre, y rodeada de bayonetas, cadenas, mordazas e instrumentos de suplicio; la República, una moza sana y fornida, con túnica blanca, flamante gorro frigio, y al brazo izquierdo el clásico cuerno de la abundancia, del cual se escapaba una cascada de ferro—carriles, vapores, atributos de las artes y las ciencias, todo gratamente revuelto con monedas y flores. Cuando la fogosa oradora soltaba la sin hueso, pronunciando una de sus improvisaciones, terciándose el mantón y echando atrás su pañuelo de seda roja, parecíase a la República misma, la bella República de las grandes láminas cromolitográficas; cualquier dibujante, al verla así, la tomaría por modelo.

      Y la muchacha iba ascendiendo a personaje político. En la ciudad comenzaban a conocerla, y hasta oyó una vez, al pasar por la calle Mayor, que murmuraban en un corrillo de hombres: «Esa es la cigarrera guapa que amotina a las otras». En su barrio todos la embromaban: el mancebo de la barbería pronunciaba un festivo «¡Viva la República!» siempre que Amparo cruzaba ante su puerta; y la señora Porreta murmuraba con voz cascajosa y opaca: «Salú y liquidación sosial». Si alguien cree que fue rápida la metamorfosis de la niña callejera en agitadora y oradora demagógica, tenga en cuenta que más prontamente aún que la Fábrica de tabacos de Marineda, se gaseó la nación hispana. Ni visto ni oído. Contaba la Gloriosa menos de un año, y ya nadie sabía a qué santo encomendarse, ni a dónde íbamos a parar, ni dónde dar de cabeza. Abundaban las manifestaciones pacíficas, acabando siempre como el rosario de la aurora. En la frontera, agitación carlista; el Gobierno interna que te internarás, y los internados acá, volviendo a meterse en España media legua más allá, mientras en Madrid se fabricaban activamente, y sin gran reserva, fornituras, arneses y mantillas, que en los ángulos lucían una corona y las iniciales C. VII, y en Vitoria recorrían las calles grupos de jóvenes con boina blanca y garrote en mano, victoreando a las mismas iniciales. A bien que en Puerto Rico la guarnición aclamaba otras cosas, y en Écija mil republicanos protestaban contra «la presencia en España del intruso Antonio de Borbón», y en las cercanías de Barcelona los payeses, armados de azadas y bieldos, perseguían a un alcalde y le obligaban a encastillarse en las Casas Consistoriales. A todo esto, el poder, representado por el regente Serrano, al cual se tributaban honores casi regios, estaba realmente en las vigorosas manos de Prim, que olfateando la ruina de la Gloriosa, como el marino vislumbra en el remoto horizonte el huracán, sin entretenerse en fruslerías demagógicas, sólo pensaba en traer un monarca, llamado a sosegar el país. España estaba próxima a la gran lucha de la tradición contra el liberalismo, del campo contra las ciudades; magna lid que tenía en la Fábrica de Marineda su representación microscópica.

      Todas las mañanas, en efecto, al entrar las operarias en los talleres, al encontrarse en el camino, solían, urbanas y rurales, invectivarse ásperamente y dirigirse homéricos insultos, ni más ni menos que si fuesen las avanzadillas de los dos partidos enemigos que presto iban a encender la guerra civil. El pretexto de las riñas era que las de Marineda mostraban asombrarse de que las campesinas, viniendo quizá de tres leguas de distancia, estuviesen ya allí cuando apenas asomaba el día, y hacían rechifla de tal diligencia.

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