Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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los ojos, y soltando la pelota, echó los brazos al teniente con sonrisa zalamera. Baltasar la aupó, colocándola sobre los lomos de un asnillo, que aún tenía puestas jamugas de dorados clavos. Y tomando la vara de manos del alquilador, comenzó a arrear... «¡Arre, burro!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!».

      Amparo, al llegar a la entrada de las Filas , sintió detrás de sí una respiración anhelosa y como el trotar de una acosada alimaña montés, y casi al mismo tiempo emparejó con ella Chinto, sudoroso y jadeante. La perseguida se volvió desdeñosamente, fulminando al perseguidor una mirada de despide—huéspedes.

      —¿Para qué corres así, majadero?—díjole en desabrido tono—. ¿Si creerás que me escapo? Cuidado que....

      —Allí...—contestó él echando los bofes, tal era su sobrealiento...—allí... porque no te vinieses sin compaña... allí... ¡yo me entretuve con el vapor de la Habana, que salía... más bonito, conchas!, ¡humo que echaba! ¿Por dónde viniste que no te vi?

      —Por donde me dio la gana, ¡repelo! Y ya te aviso que no me vuelvas a pudrir la sangre con tus compañías.... ¿Soy yo aquí alguna niña pequeña? Anda a vender barquillos, que ahí en el paseo hay quien compre, y en la Fábrica maldito si sacas un real en toda la tarde....

       —VIII— La chica vale un Perú

      Mal que le pese a Josefina y a todas las señoritas de Marineda, las profecías de Borrén se han cumplido. No se equivoca un inteligente como él al calificar una obra maestra. Sucede con la mujer lo que con las plantas. Mientras dura el invierno, todas nos parecen iguales; son troncos inertes; viene la savia de la primavera, las cubre de botones, de hojas, de flores, y entonces las admiramos. Pocos meses bastan para trasformar al arbusto y a la mujer. Hay un instante crítico en que la belleza femenina toma consistencia, adquiere su carácter, cristaliza por decirlo así. La metamorfosis es más impensada y pronta en el pueblo que en las demás clases sociales. Cuando llega la edad en que invenciblemente desea agradar la mujer, rompe su feo capullo, arroja la librea de la miseria y del trabajo, y se adorna y aliña por instinto.

      El día en que «unos señores» dijeron a Amparo que era bonita, tuvo la andariega chiquilla conciencia de su sexo: hasta entonces había sido un muchacho con sayas. Ni nadie la consideraba de otro modo: si algún granuja de la calle le recordó que formaba parte de la mitad más bella del género humano, hízolo medio a cachetes, y ella rechazó a puñadas, cuando no a coces y mordiscos, el bárbaro requiebro. Cosas todas que no le quitaban el sueño ni el apetito. Hacía su tocado en la forma sumaria que conocemos ya; correteaba por plazas, caminos y callejuelas; se metía con las señoritas que llevaban alguna moda desusada, remiraba escaparates, curioseaba ventaneros amoríos, y se acostaba rendida y sin un pensamiento malo.

      Ahora... ¿quién le dijo a ella que el aseo y compostura que gastaba no eran suficientes? ¡Vaya usted a saber! El espejo no, porque ninguno tenían en su casa. Sería un espejo interior, clarísimo, en que ven las mujeres su imagen propia y que jamás las engaña. Lo cierto es que Amparo, que seguía leyéndole al barbero periódicos progresistas, pidió el sueldo de la lectura en objetos de tocador. Y reunió un ajuar digno de la reina, a saber: un escarpidor de cuerno y una lendrera de boj; dos paquetes de horquillas, tomadas de orín; un bote de pomada de rosa; medio jabón aux amandes amères , con pelitos de la barba de los parroquianos, cortados y adheridos todavía; un frasco, casi vacío, de esencia de heno, y otras baratijas del mismo jaez. Amalgamando tales elementos logró Amparo desbastar su figura y sacarla a luz, descubriendo su verdadero color y forma, como se descubre la de la legumbre enterrada al arrancarla y lavarla. Su piel trabó amistosas relaciones con el agua, y libre de la capa del polvo que atascaba sus poros finos, fue el cutis moreno más suave, sano y terso que imaginarse pueda. No era tostado, ni descolorido, ni encendido tampoco; de todo tenía, pero con su cuenta y razón, y allí donde convenía que lo tuviese. La mocedad, la sangre rica, el aire libre, las amorosas caricias del sol, habíanse dado la mano para crear la coloración magnífica de aquella tez plebeya. La lisura de ágata de la frente; el bermellón de los carnosos labios; el ámbar de la nuca, el rosa trasparente del tabique de la nariz; el terciopelo castaño del lunar que travesea en la comisura de la boca; el vello áureo que desciende entre la mejilla y la oreja y vuelve a aparecer, más apretado y oscuro, en el labio superior, como leve sombra al difumino cosas eran para tentar a un colorista a que cogiese el pincel e intentase copiarlas. Gracias sin duda a la pomada, el pelo no se quedó atrás y también se mostró cual Dios lo hizo, negro, crespo, brillante. Sólo dos accesorios del rostro no mejoraron, tal vez porque eran inmejorables: ojos y dientes, el complemento indispensable de lo que se llama un tipo moreno . Tenía Amparo por ojos dos globos, en que el azulado de la córnea, bañado siempre en un líquido puro, hacía resaltar el negror de la ancha pupila, mal velada por cortas y espesas pestañas. En cuanto a los dientes, servidos por un estómago que no conocía la gastralgia, parecían treinta y dos grumos de cuajada leche, graciosísimamente desiguales y algo puntiagudos, como los de un perro cachorro.

      Observándose, no obstante, en tan gallardo ejemplar femenino rasgos reveladores de su extracción: la frente era corta, un tanto arremangada la nariz, largos los colmillos, el cabello recio al tacto, la mirada directa, los tobillos y muñecas no muy delicados. Su mismo hermoso cutis estaba predestinado a inyectarse, como el del señor Rosendo, que allá en la fuerza de la edad había sido, al decir de las vecinas y de su mujer, guapo mozo. Pero, ¿quién piensa en el invierno al ver el arbusto florido? Si Baltasar no rondó desde luego las inmediaciones de la Fábrica, fue que destinaron a Borrén por algún tiempo a Ciudad Real, y temió aburrirse yendo solo.

       —IX— La Gloriosa

      Ocurrió poco después en España un suceso que entretuvo a la nación siete años cabales, y aún la está entreteniendo de rechazo y en sus consecuencias, a saber: que en vez de los pronunciamientos chicos acostumbrados, se realizó otro muy grande, llamado Revolución de Setiembre de 1868.

      Quedose España al pronto sin saber lo que le pasaba y como quien ve visiones. No era para menos. ¡Un pronunciamiento de veras, que derrocaba la dinastía! Por fin el país había hecho una hombrada, o se la daban hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional. De todo se encargaban marina, ejército, progresistas y unionistas. González Bravo y la Reina estaban ya en Francia cuando aún ignoraba la inmensa mayoría de los españoles si era el Ministerio o los Borbones quienes caían «para siempre», según rezaban los famosos letreros de Madrid. No obstante, en breve se persuadió la nación de que el caso era serio, de que no sólo la raza Real, sino la monarquía misma, iban a andar en tela de juicio, y entonces cada quisque se dio a alborotar por su lado. Sólo guardaron reserva y silencio relativo aquellos que al cabo de los siete años habían de llevarse el gato al agua.

      Durante la deshecha borrasca de ideas políticas que se alzó de pronto, observose que el campo y las ciudades situadas tierra adentro se inclinaron a la tradición monárquica, mientras las poblaciones fabriles y comerciales, y los puertos de mar, aclamaron la república. En la costa cantábrica, el Malecón y Marineda se distinguieron por la abundancia de comités, juntas, clubs , proclamas, periódicos y manifestaciones. Y es de notar que desde el primer instante la forma republicana invocada fue la federal. Nada, la unitaria no servía: tan sólo la federal brindaba al pueblo la beatitud perfecta. ¿Y por qué así? ¡Vaya a saber! Un escritor ingenioso dijo más adelante que la república federal no se le hubiera ocurrido a nadie para España si Proudhon no escribe un libro sobre el principio federativo y si Pi no le traduce y le comenta. Sea como sea, y valga la explicación lo que valiere, es evidente que el federalismo se improvisó allí y doquiera en menos que canta un gallo.

      La Fábrica de Tabacos de Marineda fue centro simpatizador (como ahora se dice) para la federal . De la colectividad fabril nació la confraternidad política; a las cigarreras se

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