Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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en la noche la blanca luna...

      Diríase que fuera había aplacado la ventolina, pues los goznes de las ventanas ya no gemían, ni temblaban los vidrios. Mas de improviso se escuchó un derrumbamiento, un fragor como si el cielo se desfondase y sus cataratas se abriesen de golpe. Lluvia torrencial, que azotó las paredes, que inundó las tejas, que se precipitó por los canalones abajo, estrellándose en las losas de la calle. En la sala hubo un instante de sorpresa; Josefina interrumpió su habanera; Baltasar se aproximó a la ventana; la viuda soltó el estereóscopo, y a Nisita se le cayó de las manos el piñonate. Casi al mismo tiempo otro ruido, que subía del portal, vino a dominar el ya formidable del aguacero; una algarabía, un chascarrás desapacible, unas voces cantando destempladamente con acompañamiento de panderos y castañuelas. Saltaron alborotadas las chiquillas, con Nisita a la cabeza.

      —Ya están ahí esas holgazanas—dijo ásperamente doña Dolores—. Anda, Lola—añadió dirigiéndose a su hija mayor—: dile a Juana que las eche del portal, que lo ensuciarán.

      —Mamá... ¡lloviendo tanto!—suplicó Lola—. ¡Parece no sé qué decirles que se vayan! ¡Se pondrán como sopas! ¿No oye usted que el cielo se hunde?

      —¡Es que eres tonta!—pronunció con rabia la madre—. Si las dejas tocar ahí, después no hay remedio sino darles algo a esas perdidas....

      —¿Qué importa, mamá?—intervino Baltasar—. Hoy es mi santo.

      —Que suban, que suban a cantar los Reyes—gritó unánime la concurrencia menor de tres lustros.

      —Te uban.... Batasal, te uban, te uban—berreó Nisita cruzando sus manos pringosas.

      —Que suban, hombre, veremos si son guapas—confirmó Borrén.

      Lola de esta vez no necesitó que le reiterasen la orden. Ya estaba bajando las escaleras dos a dos.

       —V— Villancico de Reyes

      No tardaron en resonar pisadas en el corredor; pisadas tímidas y brutales a la vez, de pies descalzos o calzados con zapatos rudos. Al mismo tiempo las panderetas repicaban débilmente y las castañuelas se entrechocaban bajito como los dientes del que tiene miedo.... Doña Dolores se incorporó con el entrecejo desapaciblemente fruncido.

      —Esa Lola.... ¡Pues no las trae aquí mismo! ¿Por qué no las habrá dejado en la antesala? ¡Bonita me van a poner la alfombra! ¡A ver si os limpiáis las suelas antes de entrar!

      Hizo irrupción en la sala la orquesta callejera; pero al ver las niñas pobres la claridad del alumbrado, se detuvieron azoradas sin osar adelantarse. Lola, cogiendo de la mano a la que parecía capitanear el grupo, la trajo casi a la fuerza al centro de la estancia.

      —Entra, mujer... que pasen las otras.... A ver si nos cantáis los mejores villancicos que sepáis.

      Lo cierto es que la viva luz de las bujías, tan propicia a la hermosura, patentizaba y descubría cruelmente las fealdades de aquella tropa, mostrando los cutis cárdenos, fustigados por el cierzo; las ropas ajadas y humildes, de colores desteñidos; la descalcez y flacura de pies y piernas, todo el mísero pergenio de las cantoras. Entre estas las había de muy diversas edades, desde la directora, una ágil morenilla de catorce, hasta un rapaz de dos años y medio, todo muerto de vergüenza y temor, y un mamón de cinco meses, que por supuesto venía en brazos.

      —¡Hombre!—exclamó Borrén al ver a la morena.

      —¡Pues si es la chiquilla del barquillero! Somos conocidos antiguos, ¿eh?

      —Sí, señor...—contestó ella intrépidamente—. La misma. Y yo le conocí a usted también. Es usted el que estaba en las Filas el año pasado un día de fiesta.

      Como para los pobres suele no haber estaciones, Amparo tenía el mismo traje de tartán, pero muy deteriorado, y una toquilla de estambre rojo era la única prenda que indicaba el tránsito de la primavera al invierno. A despecho de tan mezquino atavío, no sé qué flor de adolescencia empezaba a lucir en su persona; el moreno de su piel era más claro y fino, sus ojos negros resplandecían.

      —¿Qué tal, eh?—murmuró Borrén volviéndose hacía Baltasar y Palacios—. Esto empieza a picar como las guindillas.... Miren ustedes para aquí.

      Y tomado un candelero lo acercó al rostro de la muchacha. Como Baltasar se había aproximado, sus pupilas se encontraron con las de Amparo, y esta vio una fisonomía delicada, casi femenil, de efebo; un bigotillo blondo incipiente, unos ojos entre verdosos y garzos que la registraban con indiferencia. Acordose, y sintió que se le arrebataba la sangre a las mejillas.

      —El señorito del paseo—balbució—. También me acuerdo de usted.

      —Y yo de ti, niña bonita—respondió él, por decir algo.

      —¿Quiere usted poner el candelero en su sitio, Borrén?—interpeló Josefina con voz aguda—. Me ha manchado usted todo el traje.

      —¡Mire usted qué graciosilla es esta, hombre!—advirtió Borrén señalando a Carmela la encajera, que tenía los ojos bajos—. Algo descolorida... pero graciosa.

      —¡Calle!—dijo la viuda de García...—. ¿Tú por aquí? Me llevarás mañana un pañuelo imitando Cluny....

      —¡La de las puntillas!—exclamó doña Dolores—. ¡Buena pieza! Ahora las hacéis muy mal, tú y tu tía.... Ponéis hilo muy gordo.

      —¡Se ve tan poco... los días son tan cortos! Y tiene una las manos frías; en hacer una cuarta de puntilla se va una mañana. Casi, descontando lo que nos cuesta el hilo, no sacamos para arrimar el puchero a la lumbre....

      Entre tanto Nisita se iba abriendo camino al través de piernas y sillas, hasta acercarse a la niña de ocho años que llevaba en brazos al rorro.

      —Un tiquito... un tiquito—gritaba la rubilla mirándole compadecida y embelesada—. Ámelo.

      —No podrás con él—respondía desdeñosamente la niñera.

      —Le oy teta—argüía Nisita haciendo el ademán correspondiente al ofrecimiento.

      —¿Quién os enseñó a cantar?—preguntó a la encajera la viuda de García.

      —Enseñar, nadie.... Nos reunimos nosotras. Tenemos un libro de versos.

      —¿Y andáis por ahí divirtiéndoos?

      —Divertir, no nos divertimos... hace frío—contestó Carmela con su voz cansada y dulce—. Es por llevar unos cuantos reales a la casa.

      —¡Mamá, Osepina, Loló!—vociferaba la rubilla—. Un tiquito, un nino Quetús. Mía, mía.

      Todos se volvieron y divisaron a la infeliz oruga humana, envuelta en un mantón viejísimo, con una gorra de lana morada, que aumentaba el tono de cera de su menuda faz, arrugada y marchita como la de un anciano por culpa de la mala alimentación y del desaseo. Sus ojuelos negros, muy abiertos, miraban en derredor con vago asombro, y de sus labios fluía un hilo de baba. La viuda de García, que era bonachona, lanzó una exclamación que corearon las niñas de Sobrado.

      —¡Jesús... angelito

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