Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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guisa de disculpa la que llevaba la criatura.

      —¡Jesús!... ¿Pero cómo hacéis para que no llore? ¿Y si tiene hambre?

      —Le meto la punta del pañuelo en la boca para que chupe.... Es muy listito, ya se entretiene mucho.

      Riéronse las niñas, y Lola tomó al nene en brazos.

      —¡Qué ligero!—pronunció—. ¡Si pesa más la muñeca grande de Nisita!

      Pasó de mano en mano el leve fardo, hasta llegar a Josefina, que lo devolvió a la portadora muy deprisa, declarando que olía mal.

      —No ven el agua ni una vez en el año—decía confidencialmente a su cuñado doña Dolores—y salen más fuertes que los nuestros. Yo, matándome, y sin poder conseguir que esa Lola se robustezca. Amparo observaba la sala, el piano de reluciente barniz, el menguado espejo, las conchas de Filipinas y aves disecadas que adornaban la consola, el juego de café con filete dorado, los trajes de las de García, el grupo imponente del sofá, y todo le parecía bello, ostentoso y distinguido, y sentíase como en su elemento, sin pizca ya de cortedad ni extrañeza.

      —¿Y tú, qué haces, señorita de Rosendez?—interrogó Baltasar—. ¿Andar de calle en calle canturreando? Bonito oficio, chica; me parece a mí que tú....

      —¿Y qué quiere que haga?—replicó ella.

      —Encajes, como tu amiguita.

      —¡Ay!, no me aprendieron.

      —¿Pues qué te aprendieron , hija? ¿Coser?

      —¡Bah! Tampoco. Así, unas puntaditas....

      —¿Pues qué sabes tú? ¿Robar los corazones?

      —Sé leer muy bien y escribir regular. Fui a la escuela, y decía el maestro que no había otra como yo. Le leo todos los días La Soberanía Nacional al barbero de enfrente.

      —Pusiste una pica en Flandes. ¿No sabes más?

      —Liar puros.

      —¡Hola! ¿Eres cigarrera?

      —Fue mi madre.

      —Y tú, ¿por qué no?

      —No tengo quien me meta en la Fábrica.... Hacen falta empeños.

      —Pues mira este señor puede recomendarte casualmente.... Oiga usted. Borrén, ¿no es usted primo del contador de la Fábrica? Diga usted.

      —¡Hombre! es cierto. Del contador no, pero de su señora.... Es murciana, somos hijos de primos hermanos.

      —¡Magnífico! Dile tu nombre y tus señas, chica.

      —Sí, hija... se hará lo posible, ¿eh? Por servir a una morena tan sandunguera.... Vas a valer más pesetas con el tiempo.... Hombre, ¿no repara usted Baltasar, lo que ganó desde el año pasado?

      —Mucho más guapa está—declaró Baltasar.

      —¿Pero estas chiquillas no cantan?—interrumpió con dureza Josefina García—. ¿Han venido aquí a hacernos tertulia? Para eso, que se larguen. No se ganan los cuartos charlando.

      —¡A cantar!—contestaron resignadamente todas; y al punto redoblaron las castañuelas, repiquetearon los panderos, rechinaron las conchas, exhaló su estridente nota el triángulo de hierro, y diez voces mal concertadas entonaron un villancico:

      Los pastores en Belén

      Todos a juntar en leña

      Para calentar al Niño

      Que nació en la Noche—Buena...

      Y al llegar al estribillo:

      Toquen, toquen rabeles y gaitas,

      Panderetas, tambores y flautas...

      se armó un estrépito de dos mil diablos: chillaban y tocaban a la vez, con ambas manos, y aun hiriendo con los pies el suelo. Hasta el rorro, asustado por la bulla o desentumecido por el calor y vuelto a la conciencia de su hambre, se resolvió a tomar parte en el concierto. Las niñas de Sobrado y García, locas de regocijo, se asieron de las manos, y empezaron a bailar en rueda, con las trenzas flotantes y volanderas las enaguas. Nisita, igualitaria como nadie, cogió el parvulillo de dos años y lo metió en el corro, donde la pobre criatura hubo de danzar mal de su grado, soltando a cada paso sus holgadas babuchas. Borrén, por hacer algo, jaleó a las bailadoras. Aprovechando un momento de confusión, Lola se escurrió y volvió trayendo en la falda del vestido una mescolanza de naranjas, trozos de piñonate, almendras, bizcochos, pasas, galletas, relieves de la mesa amontonados a escape, que comenzó a distribuir con largueza y garbo. Doña Dolores saltó hecha una furia.

      —Esta chiquilla está loca..., me desperdicia todo... cosas finas... ¡y para quién, vean ustedes!... ¡Con una taza de caldo que les diesen!... ¡Y el vestido... el vestido azul estropeado!

      Diciendo lo cual, se aproximó disimuladamente a Lola y le apretó con ira el brazo. Baltasar intercedió una vez más: era su santo, un día en el año. Sobrado padre tartamudeó también disculpas de su hija, a quien quería entrañablemente; y Borrén, siempre obsequioso, acabó de repartir las golosinas. Carmela la encajera y Amparo rehusaron con dignidad su parte; pero la chiquillería despachó su ración atragantándose, en las mismas barbas de doña Dolores, que consumó la venganza dando por terminados los villancicos y poniendo en la escalera a músicos y danzantes.

       —VI— Cigarros puros

      Hizo Borrén, la recomendación a su prima, que se la hizo al contador, que se la hizo al jefe, y Amparo fue admitida en la Fábrica de cigarros. El día en que recogió el nombramiento hubo en casa del barquillero la fiesta acostumbrada en casos semejantes, fiesta no inferior a la que celebrarían si se casase la muchacha. Hizo la madre decir una misa a Nuestra Señora del Amparo, patrona de las cigarreras; y por la tarde fueron convidados a un asiático festín el barbero de enfrente, Carmela, su tía, y la señora Porreta la comadrona: hubo empanada de sardina, bacalao, vino de Castilla, anís y caña a discreción, rosoli, una enorme fuente de papas de arroz con leche.

      Privado de la ayuda de Amparo, el barquillero había tomado un aprendiz, hijo de una lavandera de las cercanías. Jacinto, o Chinto , tenía facciones abultadas e irregulares, piel de un moreno terroso, ojos pequeños y a flor de cara: en resumen, la fealdad tosca de un villano feudal. Sirvió a la mesa, escanció, y fue la diversión de los comensales, por sus largas melenas, semejantes a un ruedo, que le comían la frente; por su faja de lana, que le embastecía la ya no muy quebrada cintura; por su andar torpe y desmañado, análogo al de un moscardón cuando tiene las patas untadas de almíbar; por su puro dialecto de las Rías Saladas, que provocaba la hilaridad de aquella urbana reunión. El barbero, que era leído, escribido y muy redicho; la encajera, que la daba de fina, y la comadrona, que gastaba unos chistes del tamaño de su panza, compitieron en donaire burlándose de la rusticidad del mozo. Amparo ni lo miró, tan ridículo le había parecido la víspera cuando entró llorando, trayéndolo medio arrastro su madre: Carmela fue la única que le habló humanamente, y le dijo el nombre de dos o tres cosas, que él preguntaba sin lograr más respuesta que bromas y embustes. Así que todos manducaron a su sabor, echaron las

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