Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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compañeras el tiempo perdido, y adelante. Amparo fue de las más apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido hábito de leer, habiéndolo practicado en la barbería tantas veces. Su lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba, más bien que leía, con fuego y expresión, subrayando los pasajes que merecían subrayarse, realzando las palabras de letra bastardilla, añadiendo la mímica necesaria cuando lo requería el caso, y comenzando con lentitud y misterio, y en voz contenida, los párrafos importantes, para subir la ansiedad al grado eminente y arrancar involuntarios estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba entonación más rápida y vibrante a cada paso. Su alma impresionable, combustible, móvil y superficial, se teñía fácilmente del color del periódico que andaba en sus manos, y lo reflejaba con viveza y fidelidad extraordinarias. Nadie más a propósito para un oficio que requiere gran fogosidad, pero externa; caudal de energía incesantemente renovado y disponible para gastarlo en exclamaciones, en escenas de indignación y de fanática esperanza. La figura de la muchacha, el brillo de sus ojos, las inflexiones cálidas y pastosas de su timbrada voz de contralto, contribuían al sorprendente efecto de la lectura.

      Al comunicar la chispa eléctrica, Amparo se electrizaba también. Era a la vez sujeto agente y paciente. A fuerza de leer todos los días unos mismos periódicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia política, iba penetrando en la lectora la convicción hasta los tuétanos. La fe virgen con que creía en la prensa era inquebrantable, porque le sucedía con el periódico lo que a los aldeanos con los aparatos telegráficos: jamás intentó saber cómo sería por de dentro; sufría sus efectos, sin analizar sus causas. ¡Y cuánto se sorprendería la fogosa lectora si pudiese entrar en una redacción de diario político, ver de qué modo un artículo trascendental y furibundo se escribe cabeceando de sueño, en la esquina de la mugrienta mesa, despachando una chuleta o una ración de merluza frita! La lectora, que tomaba al pie de la letra aquello de «Cogemos la pluma trémulos de indignación», y lo otro de «La emoción ahoga nuestra voz, la vergüenza enrojece nuestra faz», y hasta lo de «Y si no bastan las palabras, ¡corramos a las armas y derramemos la última gota de nuestra sangre!».

      Lo que en el periódico faltaba de sinceridad sobraba en Amparo de crédulo asentimiento. Acostumbrábase a pensar en estilo de artículo de fondo y a hablar lo mismo: acudían a sus labios los giros trillados, los lugares comunes de la prensa diaria, y con ellos aderezaba y componía su lenguaje. Iba adquiriendo gran soltura en el hablar; es verdad que empleaba a veces palabras y hasta frases enteras cuyo sentido exacto no le era patente, y otras las trabucaba; pero hasta en eso se parecía a la desaliñada y antiliteraria prensa de entonces. ¡Daba tanto que hacer la revuelta y absorbente política, que no había tiempo para escribir en castellano! Ello es que Amparo iba teniendo un pico de oro; se la estaría uno escuchando sin sentir cuando trataba de ciertas cuestiones. El taller entero se embelesaba oyéndola, y compartía sus afectos y sus odios. De común acuerdo, las operarias detestaban a Olózaga, llamándole «el viejo del borrego» porque andaba el muy indino buscando un rey que no nos hacía maldita la falta... sólo por cogerse él para sí embajadas y otras prebendas; hablar de González Bravo era promover un motín; con Prim estaban a mal, porque se inclinaba a la forma monárquica; a Serrano había que darle de codo; era un ambicioso hipócrita, muy capaz, si pudiese, de hacerse rey o emperador, cuando menos.

      Creció la efervescencia republicana mientras que trascurría el primer invierno revolucionario; al acercarse el verano subió más grados aún el termómetro político en la Fábrica. En el curso de horas de sol, sin embargo, decaía la conversación, y entre tanto la atmósfera se cargaba de asfixiantes vapores y espesaba hasta parecer que podía cortarse con cuchillo. Penetrantes efluvios de nicotina subían de los serones llenos de seca y prensada hoja. Las manos se movían a impulsos de la necesidad, liando tagarninas; pero los cerebros rehuían el trabajo, abrumador del pensamiento; a veces una cabeza caía inerte sobre la tabla de liar, y una mujer, rendida de calor, se quedaba sepultada en sueño profundo. Más felices que las demás, las que espurriaban la hoja, sentadas a la turca en el suelo, con un montón de tabaco delante, tenían el puchero de agua en la diestra, y al rociar, muy hinchadas de carrillos, el Virginia, las consolaba un aura de frescura. Tendidas las barrenderas al lado del montón de polvo que acababan de reunir, roncaban con la boca abierta y se estremecían de gusto cuando la suave llovizna les salpicaba el rostro. Revoloteaban las moscas con porfiado zumbido, y ya se unían en el aire y caían rápidamente sobre la labor o las manos de las operarias, ya se prendían las patas en la goma del tarrillo, pugnando en balde por alzar el vuelo. Andaban esparcidos por las mesas, y mezclados con el tabaco, pedazos de borona, tajadas de bacalao crudo, cebollas, sardinas arenques. Con semejante temperatura, ¿quién había de tener ganas de comerse la pitanza?

      Por fin, a eso de las cuatro de la tarde, la refrigerante brisa marina comenzaba a correr, dilatábanse los oprimidos pechos, los dientes funcionaban despachando los humildes manjares, y le tocaba su turno a la lectura política.

      Leíanse publicaciones de Madrid y periódicos locales. En la prensa de la Corte se llevaban la palma los discursos de Castelar, por entonces muy distante de haberse gastado. ¡Cuánta palabra linda, y qué bien que enganchaban unas en otras! Parecían versos. Es verdad que la mayor parte no se entendían, y que danzaban por allí nombres tan raros, que sólo el demonio de Amparo podía leerlos de corrido; mas no le hace: lo que es bonito, era muy bonito aquello. Y bien se colegía que la sustancia del discurso era a favor del pueblo y contra los tiranos, de suerte que lo demás se tomaba por adorno y delicado floreo.

      Cuando en vez de discursos cuadraba leer artículos de fondo, de estos kilométricos y soporíferos, que hablan de justicia social, redención de las clases obreras, instrucción difundida, generalizada y gratis, fraternidad universal, todo en estilo de homilía y con oraciones largas y enmarañadas como fideos cocidos, alterábase la voz de Amparo y se humedecían los ojos de sus oyentes. Leve escalofrío recorría las filas de mujeres, las cuales se miraban como diciéndose: «¿Eh?, ¿qué tal? ¡Este sí que lo parla!». Y leído el último párrafo, que terminaba anunciando el próximo advenimiento de una era de perfecta libertad y bienestar absoluto, solían cruzar las manos, sonriendo y sintiéndose tan relajadas en sus fibras, tan blandas y dulces como un plato de huevos moles. Trabajo les costaba reprimir los impulsos de abrazarse que se les iban y venían.

      En cambio, si el escrito pertenecía al género bélico y tocaba a somatén, parecía que les daban a beber una mistura de pólvora y alcohol. Montaban en cólera tan aína como se encrespan las olas del mar. Sordas exclamaciones acompañaban y cubrían a veces la voz de la lectora. Era contagiosa la ira, y mujer había allí de corazón más suave que la seda, incapaz de matar una mosca, y capaz a la sazón de pedir cien mil cabezas de los pícaros que viven chupando la sangre del pueblo.

       —X— Estudios históricos y políticos

      Más partido tenían en la Fábrica los periódicos locales que los de la Corte. Naturalmente, los locales exageraban la nota, recargaban el cuadro; sus títulos acostumbraban ser por este estilo: El Vigilante Federal, órgano de la democracia republicana federal—unionista; El Representante de la Juventud Democrática; El Faro Salvador del Pueblo Libre . Y como, aparte de algunas huecas generalidades del artículo de fondo, discurrían acerca de asuntos conocidos, era mucho mayor el interés que despertaban.

      No es fácil imaginar cuán honda sensación producía en el concurso alguna gacetilla rotulada, por ejemplo: «Acontecimiento incalificable».

      —A ver, a ver. Oír. Callar. Silencio, charlatanas.

      Y reinaba un mutismo palpitante, escuchándose tan sólo el retintín de los tijeretazos que cercenaban el rabo de las tagarninas.

      —«Acontecimiento incalificable»—repetía Amparo—. «Se nos asegura que hará dos días entraron tres guardias civiles francos de servicio en el café de la Aurora, y un oficial que allí había los arrestó...»

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