El otro. Miranda Lee
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Jason no se podía imaginar a Emma desnuda. Parecía tener unos pechos de tamaño adecuado, pero no sabía lo que era sujetador y lo que era carne. Aunque a él le gustaban también los pechos pequeños.
Era una mujer pequeña en altura, a diferencia de Adele, que casi era tan alta como él. A decir verdad, le encantaba que Emma tuviera que levantar la cabeza para dirigirse a él. Le gustaba aquella mujer. A pesar de que era un hombre egoísta, Jason juró no hacer nunca nada que pudiera hacerle daño.
–Lo siento, pero no tengo galletas para ofrecerte –se disculpó mientras ponía los dos vasos de café encima de la mesa–. No me apetecía ir a comprar, ni cocinar, ni comer.
–Pero tienes que comer, Emma –le aconsejó–. ¿No querrás ponerte enferma?
Emma sonrió débilmente, como si la idea de caer enferma fuera algo que no le preocupara demasiado en aquellos momentos. Estaba claro que la muerte de su tía la había deprimido.
Pero no sabía qué decir. Parecía que se le habían borrado todas las ideas de la cabeza.
Se quedaron en silencio durante unos minutos, dando sorbos de café, hasta que Emma dejó su taza y lo miró.
–¿Qué querías pedirme? –le preguntó en un tono muy débil de voz–. ¿Es algo sobre la tía Ivy?
La verdad era que no estaba mirándolo. Podía haber llevado puesta cualquier cosa, que ella no se habría dado cuenta.
–No –respondió–. No es algo sobre tu tía Ivy. Es algo sobre ti.
–¿Sobre mí?
Por la expresión de sus ojos y el tono de su voz estaba claro que aquello la había sorprendido. Pero había llegado demasiado lejos como para echarse atrás.
–¿Qué es lo que vas a hacer ahora, Emma, que Ivy se ha ido?
–No tengo ni idea.
–¿No tienes familia?
–Tengo primos en Queensland. Pero no los conozco mucho. De hecho, llevo años sin verlos.
–No creo que te quieras marchar de Tindley. Todos tus amigos están aquí.
–Sí –le respondió y dio otro suspiro–. Supongo que abriré la tienda la semana que viene y seguiré haciendo lo que hacía antes.
Lo que hacía antes.
¿Se refería a esperar a que volviera Dean Ratchitt? ¿No se daría cuenta de que una relación con aquel tipo era un callejón sin salida?
–¿Y qué has pensado del futuro, Emma? Una chica guapa como tú habrá pensado en casarse.
–¿Casarme?
–Serías una mujer maravillosa para cualquier hombre, Emma –le dijo de corazón.
Ella se sonrojó y miró su café.
–Lo dudo –murmuró.
–Pues yo creo que el hombre que se case contigo tendría que sentirse muy afortunado.
Aquellas palabras provocaron una reacción en ella. Jason vio que había entendido la razón de su visita. Los ojos de Emma se arrasaron de lágrimas.
–Sí –continuó diciéndole–. Sí, Emma, te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Poco a poco, su estado de sorpresa dio paso al de confusión y curiosidad. Sus ojos buscaron su rostro, intentando ver Dios sabe qué.
–Pero, ¿por qué? –le preguntó.
–¿Por qué?
–Sí, ¿por qué? –insistió ella–. Y por favor, no me digas que estás enamorado de mí, porque los dos sabemos que no es cierto.
Jason estuvo a punto de mentirle. Sabía que podía ser muy convincente si quería. Le podía decir que había ocultado sus sentimientos por respeto a Ivy. Podía contarle todas las mentiras del mundo. Pero no era eso lo que quería. Si se iba a casar con ella, no quería que hubiera mentiras.
–No –replicó Jason con cierto tono de arrepentimiento en su voz–. No estoy enamorado de ti, Emma. Pero creo que eres una mujer muy atractiva y deseable. Eso lo he pensado desde el primer momento que te vi.
Jason vio que se sonrojaba, lo cual le agradó. ¿Se habría dado cuenta de su admiración por ella? Si lo había notado, nunca había intentado manifestarlo, aunque bien era verdad que ella siempre se había mostrado dispuesta a quedarse un rato con él, cuando visitaba a su tía, y le ofrecía café y buena conversación.
–Un hombre como tú puede conseguir a cualquier chica que quiera –contraatacó–. Una mucho más guapa y deseable que yo. No hay ninguna chica de por aquí que no estuviera dispuesta a rendirse a tus pies, si tú se lo pidieras.
«Pero no tú», pensó Jason. Parecía que las cosas no le estaban saliendo como él había pensado. El fracaso le dejaba un sabor amargo de boca. Ya le había ocurrido con otra chica, que lo rechazó.
Trató de mantener la calma. La miró a los ojos y continuó.
–Yo no quiero a ninguna otra chica. Te quiero a ti, Emma.
Al decirlo aquello, se puso roja como un tomate.
–Como ya te he dicho, creo que serías una esposa maravillosa. Y una madre magnífica. He visto cómo tratabas a tu tía. Eres amable y cariñosa, paciente y gentil. Durante todas estas semanas que te he estado viendo, me he llegado a encariñar mucho contigo. Y creo que yo también te gusto. ¿Me equivoco?
–No –le respondió con voz temblorosa–. Me gustas. Pero eso no es suficiente para casarme contigo. Ni tampoco lo es encontrar atractivo a alguien.
Así que lo consideraba un hombre atractivo. Eso estaba bien.
–¿Crees que tienes que estar enamorada? –indagó él.
–Para serte sincera, sí.
–Hace seis meses podría haber estado de acuerdo contigo –argumentó él, entrecerrando los ojos.
–¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que pasó hace seis meses?
Jason se quedó dudando. A continuación, se arriesgó a contarle la verdad. Se establecía siempre un vínculo con alguien, cuando le contabas algo personal, un secreto. Y no quería que hubiera secretos entre ellos, si iban a ser marido y mujer.
–Hace seis meses estaba viviendo y trabajando con una mujer en Sydney. Una doctora. Estaba enamorado de ella y habíamos pensado casarnos este año. Un día, unos de sus pacientes murió. Un niño. De meningitis.
–¡Qué triste! Seguro que ella sufrió mucho.
–Eso mismo había pensado yo –le respondió con amargura–. Yo en su posición me habría quedado destrozado. Pero no Adele. No. La muerte de aquel niño no significaba nada para ella. Se enfadó tan sólo porque no había podido