El Príncipe y el mendigo. Mark Twain

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El Príncipe y el mendigo - Mark Twain Clásicos

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¡Silencio! Ha sido algo vergonzoso y cruel –exclamó el pequeño príncipe golpeando con su pie desnudo–. Si el rey… ¡No des un paso hasta que yo vuelva! ¡Es una orden!

      En un instante agarró y guardó un objeto de importancia nacional que estaba sobre la mesa, y atravesó la puerta, volando por los jardines del palacio, con sus andrajos tremolando, con el rostro encendido y los ojos fulgurantes: Tan pronto llegó a la verja, asió los barrotes e intentó sacudirlos gritando:

      –¡Abran! ¡Desatranquen las rejas!

      El soldado que había maltratado a Tom obedeció prontamente; cuando el príncipe se precipitó a través de la puerta, medio sofocado de regia ira, el soldado le asestó una sonora bofetada en la oreja, que lo mandó rodando al camino.

      –Toma eso –le dijo–, tú, pordiosero, por lo que me hizo Su Alteza.

      La turba rugió de risa. El príncipe se levantó del lodo y se abalanzó al centinela, gritando:

      –Soy el Príncipe de Gales, mi persona es sagrada. Serás colgado por poner tu mano sobre mí.

      El soldado presentó armas con la alabarda y dijo burlonamente:

      –Saludo a Su graciosa Alteza –y luego añadió colérico–, ¡Lárgate, basura demente!

      Entonces la regocijada turba rodeó al pobre principito y lo empujó camino abajo, acosándolo y gritando: "¡Paso a Su Alteza Real!, ¡paso al Príncipe de Gales!"

      4. Comienzan los problemas del príncipe

      Después de horas de constante acoso y persecución, el pequeño príncipe fue al fin abandonado por la chusma y quedó solo. Mientras había podido bramar contra el populacho, y amenazarlo regiamente, y proferir mandatos que eran materia de risa, pero cuando la fatiga lo obligó finalmente al silencio, ya no les sirvió a sus atormentadores, que buscaron diversión en otra parte. Ahora miró a su alrededor, mas no pudo reconocer el lugar. Estaba en la ciudad de Londres, eso era todo lo que sabía. Se puso en marcha, a la ventura, y al poco rato las casas se estrecharon y los transeúntes fueron menos frecuentes. Bañó sus pies ensangrentados en el arroyo que corría entonces, donde hoy está la calle Farrington; descansó breves momentos, continuó su camino y pronto llegó a un gran espacio abierto con sólo unas cuantas casas dispersas y una iglesia maravillosa. Reconoció esta iglesia. Había andamios por doquier, y enjambres de obreros, porque estaba siendo sometida a elaboradas reparaciones. El príncipe se animó de inmediato, sintió que sus problemas tocaban a su fin. Se dijo: "Es la antigua iglesia de los frailes franciscanos, que el rey mi padre quitó a los frailes y ha donado como asilo perpetuo a niños pobres y desamparados, rebautizada con el nombre de Iglesia de Cristo. De buen grado servirán al hijo de aquel que tan generoso ha sido para ellos, tanto más cuanto que ese hijo es tan pobre y tan abandonado como cualquiera que se ampare aquí hoy y siempre.

      Pronto estuvo en medio de una multitud de niños que corrían, saltaban, jugaban a la pelota y a saltar como ranas o que se divertían de otro modo, y muy ruidosamente. Todos vestían igual y a la moda que en aquellos tiempos prevalecía entre los criados y los aprendices, es decir, que cada uno llevaba en la coronilla una gorra negra plana, como del tamaño de un plato, que no servía para protegerse, por sus escasas dimensiones, ni tampoco de adorno. Por debajo de ella raía el pelo, sin raya, hasta el medio de la frente y bien recortado a lo redondo, un alzacuello de clérigo, una toga azul ceñida que caía hasta las rodillas o más abajo, mangas largas, ancho cinturón rojo, medias de color amarillo subido con la liga arriba de las rodillas, zapatos bajos con grandes hebillas de metal. Era un traje realmente feo.

      Los niños dejaron sus juegos y se agruparon en torno al príncipe, que dijo con ingénita dignidad:

      –Buenos niños, digan a su señor que Eduardo, el Príncipe de Gales, desea hablar con él.

      Ante esto, se alzó un enorme griterío, y un chico grosero dijo:

      –¿Por ventura eres tú mensajero de Su Gracia, mendigo?

      El rostro del príncipe se sonrojó de ira y su ágil mano se dirigió veloz a la cadera, pero no había nada allí. Se desató una tempestad de risas y un muchacho dijo:

      – ¿Vieron? Pensó que tenía una espada.

      –Quizá sea el mismo príncipe.

      Esta salida trajo más risas. El pobre Eduardo se irguió altivamente y dijo:

      –Soy el príncipe y mal les sienta a ustedes, que viven de la bondad de mi padre, tratarme así.

      Esto lo disfrutaron mucho, según lo testificaron las risas. El joven que había hablado primero, gritó a sus compañeros:

      –¡Basta, cerdos, esclavos, pensionistas del regio padre de Su Gracia! ¿dónde están sus modales? ¡De rodillas, todos ustedes, y hagan reverencia a su regio porte y a sus reales andrajos!

      Con ruidosa alegría se aventaron, e hicieron a su presa un burlón homenaje. El príncipe pateó al muchacho más próximo y dijo fieramente:

      –¡Toma eso, mientras llega la mañana y te levanto una horca!

      Ah, pero esto no era ya una broma, a esto ya se le había acabado la diversión. Cesaron al instante las risas, y tomó su lugar la furia. Una docena gritó:

      –¡Agárrenlo! ¡Al abrevadero de los caballos! ¡Al abrevadero de los caballos! ¿Dónde están los perros? ¡Eh, León! ¡Eh, Colmillos!

      Siguió luego algo que Inglaterra no había visto jamás: la sagrada persona del heredero del trono abofeteada por manos plebeyas y atacada por mordidas de perros.

      Ese día cuando cerró la noche, el príncipe se encontró metido en la parte más edificada de la ciudad. Su cuerpo estaba golpeado, sus manos sangraban y sus andrajos estaban sucios de lodo. Vagó más y más, cada vez más aturdido, tan cansado y débil que apenas podía levantar los pies. Había cesado de hacer cualquier pregunta, puesto que sólo le ganaban insultos en lugar de información. Continuaba diciendo entre dientes: "Offal Court, ése es el nombre. Si tan sólo pudiera encontrarlo antes de que mi fuerza se agote por completo y me derrumbe, estaré salvado, porque su gente me llevará al palacio y probara que no soy de los suyos, sino el verdadero príncipe, y tendré de nuevo lo que es mío." Y de cuando en cuando su mente recordaba el trato que le habían dado los groseros muchachos del Hospital de Cristo, y decía: "Cuando sea rey, no sólo tendrán pan y albergue, sino enseñanza con libros, porque la barriga llena vale poco cuando muere de hambre la mente y el corazón. Guardaré esto muy bien en mi memoria, que la lección de este día no se pierda y por ello sufra mi pueblo; porque el aprender suaviza el corazón y presta gentileza y caridad."

      Comenzaron a parpadear las luces, empezó a llover, se alzó el viento y cerró la noche cruda y tempestuosa. El príncipe sin hogar, el desamparado heredero del trono de Inglaterra, siguió adelante, hundiéndose en lo profundo de un laberinto de callejones escuálidos en que se apiñaban las hacinadas colmenas de pobreza y miseria.

      De pronto un enorme rufián borracho lo agarró del cuello y le dijo:

      –¡Otra vez en la calle a estas horas de la noche y no traes ni una blanca a casa, lo aseguro! ¡Si así es, y no te rompo todos los huesos de tu flaco cuerpo, entonces no soy John Canty, sino algún otro!

      El príncipe se retorció para librarse,

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