El Príncipe y el mendigo. Mark Twain
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Tom fue conducido al principal aposento de un suntuoso apartamiento y lo hicieron sentar, cosa que repugnaba hacer, pues se veía rodeado de caballeros ancianos y de hombres de elevada condición. Les rogó que se sentaran también, pero sólo se inclinaron agradeciéndolo o murmuraron las gracias, y permanecieron en pie. Tom habría insistido, pero su "tío" el conde de Hertford susurró a su oído:
–Te lo ruego, no insistas, mi señor. No es correcto que se sienten en tu presencia.
Anunciaron a lord St, John, quien, después de hacer pleitesía a Tom, dijo:
–Vengo por mandato del rey para un asunto que exige secreto. ¿Quiere Su Alteza Real dignarse despedir a los presentes, excepto a milord el conde de Herdord?
Observando que Tom no parecía saber cómo proceder, Hertford le susurró que hiciera una seña con la mano y no se molestara en hablar a menos que así lo deseara. Cuando se retiraron los caballeros de servicio, dijo lord St. John:
–Ordena Su Majestad que, por graves y poderosas razones de Estado, Su Gracia el príncipe oculte su enfermedad por todos los medios que estén a su alcance, hasta que pase y Su Gracia vuelva a estar como estaba antes; es decir, que no deberá negar a nadie que es el verdadero príncipe y heredero de la grandeza de Inglaterra, que deberá conservar su dignidad de príncipe y recibir, sin palabra ni signo de protesta, la reverencia y observancia que se le deben por acertada y añeja costumbre; que deberá dejar de hablarle a ninguno de ese nacimiento y vida de baja condición que su enfermedad ha creado las malsanas imaginaciones de una fantasía obsesionada; que habrá de procurar con diligencia traer de nuevo a su memoria los rostro que solía conocer, y cuando no lo consiga deberá guardar silencio, sin revelar con gestos de sorpresa, u otras señales, que los ha olvidado; que en las ceremonias de Estado, cuando quiera que se sienta perplejo en cuanto a lo que debe hacer y las palabras que debe decir, no habrá de mostrar la menor inquietud a los espectadores curiosos, sino pedir consejo en tal materia a lord Hertford, o a su humilde servidor, que tenemos mandato del rey de ponernos a su servicio atentos a su llamado, hasta que ésta orden se anule. Esto dice Su Majestad el rey, que envía sus saludos a Su Alteza Real y ruega que Dios quiera en su misericordia sanar a Su Alteza prontamente y conservarle ahora y siempre en su bendita protección.
Lord St. John hizo una reverencia y se apartó a un lado. Tom replicó con resignación:
–El rey lo ha dicho. Nadie puede desobedecer el mandato del rey ni acomodarlo a su gusto, cuando le enoje, con arteras evasivas. El rey será obedecido.
Lord Hertford dijo:
–Tocante a la orden de Su Majestad el rey en lo que concierne a los libros y otras cosas serias, por ventura agradaría a Su Alteza ocupar su tiempo en plácidos entretenimientos, para no llegar fatigado al banquete y resentirse de ello.
La cara de Tom mostró sorpresa inquisitiva, y se sonrojó al ver que los ojos dé lord St. John se clavaban pesarosos en él. Su Señoría dijo:
–Te flaquea aún la memoria y has demostrado sorpresa; pero no te apures, porque esto no persistirá, sino que desaparecerá conforme tu dolencia mejore. Milord de Hertford te habla de la fiesta de la ciudad, a la cual Su Majestad el rey prometió hace unos dos meses que asistiría Tu Alteza. ¿Lo recuerdas ahora?
–Me duele confesar que se me fue de la memoria –contestó Tom con voz vacilante, y se sonrojó de nuevo.
En este punto anunciaron a lady Isabel y a lady Juana Grey. Ambos lores se cruzaron significativas miradas, y Hertford se dirigió velozmente hacia la puerta. Cuando las doncellas pasaron por delante de él dijo en voz baja:
–Les ruego, señoras, que no den muestras al observar sus rarezas ni muestren sorpresa cuando le falte la memoria; les dolerá notar cómo se turba con cualquier fruslería.
Entretanto lord St. John estaba diciendo al oído de Tom:
—Te suplico, señor, que conserves constantemente en la memoria el deseo de Su Majestad. Recuerda cuanto puedas y finge recordar todo lo demás. Que no se percaten de cómo has cambiado tu modo normal anterior, pues sabes cuán tiernamente te tienen en su corazón tus antiguas compañeras de juegos y cuánto pesar habrías de causarles. ¿Quieres, señor, que me quede yo, y tu tío también?
Expresó Tom su asentimiento con un ademán y murmurando una palabra, porque iba aprendiendo ya, y su ingenuo corazón estaba resuelto a salir lo más airoso que pudiera, conforme al mandato del rey.
A pesar de las muchas precauciones, la conversación entre los jóvenes fue a veces un tanto embarazosa. Más de una vez, en verdad, Tom se vio a punto de rendirse, y de confesarse incapaz de representar el terrible papel; pero el tacto de la princesa Isabel lo salvó, o una palabra de uno u otro de los vigilantes lores, soltada al parecer por casualidad, tuvo el mismo feliz efecto. Una vez la pequeña lady Juana se volvió hacia Tom y lo dejó sin aliento con esta pregunta:
–¿Has presentado hoy tus respetos a Su Majestad la reina, mi señor?
Vaciló Tom, se veía desazonado, e iba a balbucir algo al azar, cuando lord St. John tomó la palabra y respondió por él, con el suelto desembarazó de un cortesano acostumbrado a afrontar situaciones delicadas y a estar al punto para ellas:
–Sí, por cierto, señora, y Su Majestad la reina le ha animado mucho en lo tocante al estado de Su Majestad, ¿no es así, mi señor?
Balbució Tom unas palabras que se interpretaron como asentimiento, pero sintió que estaba entrando en terreno peligroso. Poco después se mencionó que Tom no iba a estudiar más por entonces, a lo cual exclamó la pequeña Lady:
–¡Es una lástima, una lástima! Hacías magníficos progresos. Pero súfrelo con paciencia, porque esto no durará mucho. Pronto gozarás de la misma instrucción que tu padre, y tu lengua dominará tantas lenguas como la suya, mi buen príncipe.
–¡Mi padre! –Exclamó Tom, fuera de guardia en ese momento–. A fe mía que no es capaz de hablar la suya para que le entiendan sino los cerdos que se revuelcan en las pocilgas; y en cuanto a instrucción de otro género…
Alzó la vista y vio una solemne advertencia en los ojos de milord, St. John. Esto le hizo detenerse, sonrojarse y continuar, apagado y triste:
–¡Ah! Me persigue de nuevo la enfermedad y mi mente desvaría. No he querido mostrar irreverencia para con Su Majestad el rey.
–Lo sabemos, señor –dijo la princesa Isabel, tomando entre ambas manos la de su "hermano", respetuosamente, acariciándolas–. No te preocupes por eso. La falta no es tuya, sino de tu destemplanza.
–Gentil consoladora eres, dulce señora –dijo Tom agradecido–, y mi corazón me mueve a darte gracias por ello, si me lo permites.
Una vez la atolondrada lady Juana le disparó a Tom una sencilla frase en griego. La perspicacia de lady Isabel vio, en la serena impasibilidad de la frente de Tom, que la flecha no había dado en el blanco, por lo cual soltó tranquilamente una retahíla de excelente griego relativa a Tom y en seguida desvió la conversación a otros asuntos.
En conjunto transcurrió el tiempo agradablemente, y casi suavemente. Los escollos y arrecifes fueron cada vez menos frecuentes, y Tom se sintió más y más a sus anchas al ver, que todos estaban amorosamente inclinados a ayudarlo y a pasar por alto sus equivocaciones. Cuando salió a la conversación que las damitas habrían de acompañarle por la noche al banquete del alcalde