El Príncipe y el mendigo. Mark Twain

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El Príncipe y el mendigo - Mark Twain Clásicos

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habría causado un terror insoportable.

      Los ángeles guardianes de Tom, los dos lores, habían estado menos cómodos en la entrevista que las otras partes. Les parecía enteramente que conducían un enorme navío por un canal peligroso; estaban alerta constantemente y encontraron que su cargo no era juego de niños. Por tanto, cuando al fin la visita de las damas tocaba a su término y anunciaron a lord Guilford Dudley, no sólo pensaron que su carga había sido suficientemente gravosa, sino también que ellos mismos no se hallaban en el mejor estado para hacer retroceder al navío y emprender de nuevo un viaje lleno de ansiedad. Así, pues, respetuosamente aconsejaron a Tom que se excusara, lo cual hizo de buena gana, aunque habría podido observarse una leve sombra de desencanto en el semblante de mi lady Juana cuando oyó que se negaba la entrada al espléndido mozalbete.

      Hubo una pausa, una especie de silencio de espera, que Tom no pudo comprender: Miró a lord Hertford, y éste le hizo un signo, pero el niño no lo entendió tampoco. Isabel acudió prontamente en su socorro, con su habitual soltura. Hizo una reverencia y dijo:

      – ¿Tenemos licencia de Su Gracia el príncipe, mi hermano, para retirarnos?

      –Sus Señorías –contestó Tom–, pueden obtener de mí lo que gusten sin más que pedirlo; pero preferiría darles cualquier otra cosa que estuviera en mi poder antes que licencia para privarme de la luz y la bendición de su presencia. Dios las guíe y esté con ustedes.

      Al decir esto sonrió por dentro, pensando: –No en vano he vivido sólo entre príncipes en mis lecturas y he adiestrado mi lengua en sus pulidas y graciosas palabras.

      Cuando salieron las ilustres doncellas, Tom se volvió fatigado a sus guardianes y dijo:

      –¿Tendrán sus señorías, la bondad de darme licencia para retirarme a un rincón a descansar?

      Lord Hertford dijo:

      –A Su Alteza le toca mandarnos y a nosotros obedecer. Necesario es en verdad que tomes algún reposo, ya que pronto debes emprender el viaje a la ciudad.

      Tocó una, campanilla y se presentó un paje, a quien se dio orden de solicitar la presencia de sir William Herbert. Este caballero se presentó al instante y condujo a Tom a un aposento interior, donde el primer movimiento del niño fue alcanzar una copa de agua; pero la tomó un servidor vestido de seda y terciopelo, que hincando una rodilla se la ofreció en una bandeja de oro.

      Se sentó después, fatigado cautivo y se dispuso a quitarse las zapatillas, después de pedir tímidamente permiso con la mirada; mas otro oficioso criado, también ataviado de seda y terciopelo, se arrodilló y le ahorró el trabajo. Dos o tres esfuerzos más hizo el niño por servirse a sí mismo; mas, como siempre se le anticiparon vivamente, acabó por ceder con un suspiro de resignación y diciendo entre dientes: "Me maravilla que no se empeñen también en respirar por mi" En chinelas y envuelto en suntuosa bata se tendió por fin a reposar, pero no a dormir, porque su cabeza estaba demasiado llena de pensamientos y la estancia demasiado llena de gente. No podía desechar los primeros, así que permanecieron; no sabía tampoco lo bastante para despedir a los segundos, así que también se quedaron, con gran pesar del príncipe y de ellos.

      La partida de Tom había dejado solos a sus dos nobles guardianes. Permanecieron un rato meditabundos, y meneando mucho la cabeza y paseando por la estancia. Entonces dijo lord St. John:

      –Francamente, ¿qué piensas? Francamente, pues, esto la vida del rey toca a su fin; mi sobrino está loco, loco ascenderá al trono, y loco seguirá. Dios proteja a Inglaterra, que lo necesitará.

      –Así lo parece, ciertamente, pero…, ¿no tienes barruntos de si… si…?

      Titubeó el personaje y acabó por detenerse. Sin duda sintió que estaba en terreno delicado. Lord Hertford se, paró ante él, le miró a la cara con serenos y francos ojos y dijo:

      –Prosigue. Nadie sino yo te oye. ¿Barruntos respecto a qué?

      –Me repugna poner en palabras lo que está en mi mente, siendo tú como eres tan cercano a él en la sangre, milord. Mas, solicitando tu perdón si te ofendo, ¿no te parece raro que la locura pueda cambiar tanto su porte y sus modales? Su porte y sus palabras son aún los de un príncipe, pero difieren en cosas insignificantes de las que acostumbraba el príncipe anteriormente. ¿No te parece extraño que la locura haya borrado de su memoria las mismas facciones de su padre, las costumbres y las observancias que se le deben por los que le rodean, y que, dejándole el latín, le haya quitado el griego y el francés? Milord, no te ofendas, pero libera mi mente de esta inquietud y recibe mi agradecimiento. No se me quita de la cabeza su afirmación de que no era el príncipe y…

      –Calla, milord, profieres traición. ¿Has, olvidado el mandato del rey? Recuerda que tan sólo escucharte me hago cómplice de tu delito.

      Palideció St. John y se apresuró a añadir:

      –He faltado, lo confieso. No me hagas traición. Que tu cortesía me conceda esa merced y no volveré ni a pensarlo ni a hablar más de eso. No te muestres duro conmigo, señor, o estoy perdido.

      –Basta, milord. Si no faltas de nuevo, aquí o ante otros, será como si no hubieras hablado. Más no debes albergar recelos: es el hijo de mi hermana. ¿No me son familiares desde su cuna su voz, su cara, su figura? La locura puede provocar esas cosas tan raras que tú ves en él y más aún. ¿No recuerdas cómo el viejo barón Marley, al volverse loco, olvidó su propia personalidad de sesenta años para creer que era la de otro? ¿No recuerdas que pretendía ser el hijo de María Magdalena y tener la cabeza hecha de vidrio español? A fe mía que no sufría que nadie la tocara, por temor a que una mano atolondrada pudiera romperla. Tranquiliza tus barruntos, mi buen señor. Es el mismo príncipe, lo conozco bien, y pronto será el rey. Te convendrá tener esto en mente y pensar en ello más que en lo otro.

      Después de un rato más de conversación, en la cual lord St. John enmendó su yerro lo mejor que pudo con repetidas protestas de que su fe era ya arraigada y no podía ser otra vez asaltada por la duda, lord Hertford relevó a su compañero de custodia y solo se sentó a vigilar y aguardar. No tardó en sumirse en la meditación, y, evidentemente, cuanto más pensaba más perplejo se sentía. A poco empezó a dar paseos y a hablar entre dientes:

      – ¡Oh! Debe ser el príncipe. ¿Habrá alguien en el reino capaz de sostener que puede haber dos personas, no siendo de la misma sangre y nacimiento, tan extraordinariamente iguales? Y aunque así fuera, milagro más extraño sería aún que la casualidad pusiera a una de ellas en lugar de la otra. No. Es locura, locura, locura.

      Al cabo de un rato se dijo:

      –Porque si fuera un impostor que se diera de príncipe, eso sería muy natural, eso sería razonable; pero ¿ha habido jamás impostor alguno que, al ser llamado príncipe por el rey, príncipe por la corte, príncipe por todos, negara su dignidad y suplicara contra su exaltación? No. ¡Por el alma de San Jorge, no! Es el verdadero príncipe, que se ha vuelto loco.

      7. La primera comida regia de Tom

      Poco después de la una de la tarde, Tom se sometió resignado a la prueba de que le vistieran para comer. Se halló cubierto de ropas tan finas como antes, pero todo distinto, todo cambiado, desde la golilla hasta las medias. Fue conducido con mucha pompa a un aposento espacioso y adornado, donde estaba ya la mesa puesta para una persona. El servicio era todo de oro macizo, embellecido con dibujos que lo hacían casi de valor incalculable, puesto que eran obra de Benvenuto. La estancia se hallaba medio llena de nobles servidores. Un capellán bendijo la mesa, y Tom se disponía a

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