El punto original. Ángel Largo Méndez

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El punto original - Ángel Largo Méndez

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lugar donde formé amistades que perduran hasta hoy.

       A los 18 años un momento trágico cambió el rumbo de mi vida. Fue uno de esos golpetazos que sin duda te mandan al piso o te llevan hacia otra dirección. Es justo a esos golpes a los que la mente más le teme, a lo que no puede prevenir. Mi mejor amiga, aquella chica de ojos cafés llenos de bondad a quien había declarado mi amor en un cine tan solo días atrás, moría de manera inesperada en un accidente.

       No lo podía creer. Apenas la noche anterior estuvo en mi casa realizando un trabajo en mi computador. Aunque su mirada ya tenía la respuesta a mi petición, sus labios callaron esa noche. Pero, ni ella ni yo sabíamos que horas después lo harían para siempre. Así de inverosímil y cruel puede ser este juego llamado vida, y para un joven de 18 años esto es una marca de las que no se borran.

       Internamente destrozado busqué refugio en la religión, cosa que no encontré. La necesidad de una respuesta cabal sobre la situación que atravesaba el alma de mi amiga me hizo iniciar una investigación profunda sobre la muerte y su significado. Este ejercicio personal en un principio tuvo dos resultados: mi primer trabajo periodístico y mi alejamiento de la doctrina cristiana. Como una paradoja, una respuesta coherente al estado que la llamada alma asumiría al dejar la forma física, fue lo único que no conseguí dentro de la estructura de pensamiento y creencias en las que me encontraba inmerso.

       ¿Cómo es que un ser tan puro como ella tiene que morir así? ¿Por qué debe ir al infierno? ¿Al purgatorio? ¿Todo eso porque no se confesó antes? Señor, murió un lunes de mañana atropellada luego de estar conmigo en la iglesia la noche anterior, y ¿está condenada porque no recordó confesarse?

       No quiero ahondar en los debates que se generaron a mi alrededor y sobre todo en mi cabeza, pero lo cierto es que mientras más información sobre el más allá investigaba, más lo conocido hasta ahora se me hacía ilógico, inexacto y sesgado. Este acontecimiento despertó todas esas interrogantes que pululaban en mi mente desde siempre, pero que las apariencias acallaban. La tradición del deber ser comenzó a flaquear por primera vez, y de la forma más ingrata posible, con dolor en el corazón, tuve la entereza de ir por más.

       Esa experiencia abrió a mi ser una gama de nuevas posibilidades, algo que pensaba cerrado y cubierto. La espiritualidad tomó una relevancia absoluta en mi cotidianidad al mismo tiempo que alejaba de mi conciencia todas las normas y restricciones propias de la religión. La revolución fue hecha. Fueron años en que para el mundo que conocía hasta entonces yo andaba perdido, mientras que, para mí mismo, estaba en camino, aún sin saber a dónde.

       Pasaron cerca de 5 años en los que mi situación espiritual podría calificarse como fría. No es que no creía en nada, sino que no estaba en nada. Ahora que lo medito fue como un espacio de relajación, algo debía florecer pronto y para eso necesitaba que las aguas se calmaran. En esta pausa, en el momento más inesperado, sobrevino la etapa de la nueva era.

       Probé con todo tipo de lectura proveniente de canalizaciones, mensajes celestiales o alienígenas contactados. Todo este bagaje de conocimiento metafísico transformó a mi mente en un receptor más amplio y creativo. Recuerdo con cariño como el libro Conversaciones con Dios de Neal Donald Walsch fue de lo mejor que encontré en esa época. Y es que simplemente nada me parecía descabellado e intuitivamente, iba agarrando de todo material que caía en mis manos, mensajes o teorías que resonaba en mi interior como bálsamos de felicidad.

       Sin embargo, no estaba satisfecho. Algo me pedía ir más allá, hacia una fuente que imaginaba única de donde todo provenía. Lo que comenzó como una búsqueda de respuestas a la muerte física se convirtió gradualmente en un llamado hacia esa unidad, que presentía como la respuesta final. Era una sensación diaria, no alarmante, pero sí fuerte y punzante. Con el pasar del tiempo, y sin que haya una explicación tácita del por qué, noté como todas las formas o etiquetas que permitían la división entre humanos comenzaron a perder sentido para mí: las nacionalidades, los estados, las religiones, los estratos sociales, incluso los grupos neo-espirituales a los que asistía. Todo. Me importaba solo llegar hacia el trasfondo: ese amor inmutable presente en cada expresión pero que no lograba comprender, siquiera concebir.

       Con 27 años, recién casado, una enfermedad grave redujo por cuatro meses mi humanidad a escombros. El diagnóstico de mi enfermedad demoró en descubrirse; preso de la incertidumbre y de los síntomas, la ansiedad se apoderó de mí y el miedo a la muerte apareció por primera vez frente a mis ojos. El miedo a mi muerte. El dolor y el sufrimiento hicieron que cuestione mi camino espiritual del que me jactaba con una felicidad egoísta. Con la ayuda de mi prima psiquiatra, un ser maravilloso que ya dejó esta forma corpórea, y de un buen amigo naturópata munido de conocimientos místicos, logré salir del atolladero y sentí que volvía a nacer. Resurrección. No volví a ser el mismo, la puerta hacia una compresión total se había abierto a puntapiés.

       La palabra del sabio indio Krishnamurti apareció en la alborada y penetró como un cuchillo afilado en mi psiquis, revolucionando mi pensamiento. Llegó la respuesta que esperaba para aceptar que esa fuerza, esa presencia, esa sensación que germina en el anonadado corazón de mi ser. Su fuente soy Yo o, mejor dicho, lo que Soy.

       La enseñanza de Krishnamurti me dejó ante el sol que me iluminó por completo. Al descubrir el advaita la puerta de la casa de mi alma se abrió y pude entender dónde estuvieron, todo este tiempo, esos aposentos celestiales: a un latido de distancia en mi corazón, en mi propio corazón.

       El advaita no se considera una enseñanza, filosofía o creencia, solo es. Para quienes lo han tomado como camino, no hay camino. Es decir, para el conocimiento de la verdad no existe ruta, solo la percepción de la realidad, una observación total de la constitución de las cosas que reduce cada expresión hacia su primer componente no dual: El Punto Original.

       Cuando la tierra está fértil la semilla no tiene excusa para no crecer. Estaba donde debía, pero necesitaba explicarle al resto del mundo lo que me pasaba. ¿Cómo lo hago? ¿De qué manera lo hago? La fresca mañana de un sábado de mayo llegó a mí la respuesta como un rayo que estremeció mi cuerpo;

       una imagen:

      ¡Un punto!

       Todo tiene sentido.

       Al hablar de un origen no dual de todo Lo Manifiesto, estamos ante una autoindagación que la propia creación hace de sí misma. En la geometría, una ciencia que se ocupa de las formas en el espacio, encontré un medio asequible a todo conocimiento para dibujar el modelo que representa la transición de lo no dual hacia la manifestación dual. No hablo aquí de geometría sagrada, solo tomo como referencia a una ciencia milenaria que me permite explicar de forma visual y directa lo que resulta complicado traducir al lenguaje escrito, pese a su determinación simple.

       Esto es información universal que me encontró como medio.

       Este ensayo no es producto mío, es a pesar de mí.

       PRIMERA PARTE

      El Punto Original

      El origen sin nombre ni forma

      Dios trasciende el cosmos y no está condicionado por ningún estado de conciencia en el mundo. Él no es conciencia unitaria ni conciencia múltiple, personalidad ni impersonalidad, quietud ni movimiento, sino que simultáneamente incluye todas estas autoexpresiones de su ser absoluto.

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