Best Man. Katy Evans
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—No tengo chimenea en el apartamento.
—Mmm… No sabría qué decir, teniendo en cuenta las veces que nos has invitado allí.
Eso hace que se calle. Durante tres años, nos extrañó que jamás nos invitara a su casa, pero ahora nos limitamos a bromear al respecto.
Pongo una emisora de radio y suena Thomas Rhett. A Aaron y a mí nos gusta la música country. Justo cuando empiezo a seguir el ritmo, Miles se inclina y, sin preguntar, cambia de emisora. Pone un programa de entrevistas donde se oye a un tipo sabelotodo que no para de hablar sobre las próximas elecciones presidenciales.
La cambio de nuevo.
—Perdona, ¿te he dado permiso para cambiar de emisora?
—No es tu emisora —dice y la vuelve a quitar—. ¿O es que tu padre no ha comprado también esta mierda de coche?
—Sí, pero me lo regaló por mi graduación, así que los papeles están a mi nombre. Y no es una mierda de coche.
—Claro que sí. Es un coche de risa, para payasos. Es medio coche.
—No necesito más.
—¿Tú? A juzgar por el circo que has montado, necesitas mucho más.
—No soy ese tipo de mujer. Nadie tiene que mantenerme —murmuro—. Por Dios, mira cómo llevo las uñas.
—Créeme, lo he hecho. —Quita una mota de polvo imaginaria del salpicadero, baja la ventanilla y la tira—. ¿Cuánto consume este coche? ¿Dos litros y medio por kilómetro? Y en la nieve debe de ser una mierda.
—No lo es. Y no vamos a descubrirlo hoy. Y, por cierto, ¿qué te dije de las palabras malsonantes? —Vuelvo a poner la cadena de música country con un gesto firme, y cuando vuelve a estirar la mano para cambiarla, levanto el dedo índice—. Toca ese botón de nuevo y te mato.
Mantiene la mano en el aire y la balancea, como si fuera a acariciar el botón. Me pone nerviosa, pero no llega a tocarlo. Lo hace para tomarme el pelo. Vaya tío más raro.
—Es un coche de mierda. ¿Lo escogiste tú o perdiste una apuesta con tu papaíto? Pensaba que iríamos en el jeep de Aaron.
Tengo ganas de frenar en seco y dejarlo tirado en la cuneta, y no me arrepentiría en lo más mínimo, pero eso me haría perder unos minutos que no tengo.
—Escúchame: no me gustas. Yo a ti tampoco. Así que quédate donde estás, al otro lado del coche, cállate y no toques nada. ¿Entendido? Y quizá sobrevivamos a este viaje.
Suelta un bufido y se cruza de brazos.
—Vale, Novzilla. Pero «el otro lado del coche» en este pedazo de mierda es decir muy poca cosa: estoy prácticamente sentado en tu regazo.
—Por última vez, no vuelvas a llamarme Novzilla. Y si en algún momento tengo la mala suerte de que acabes sobre mí, te aseguro que te sacaré los ojos.
—Lo que tú digas —responde mientras mira por la ventanilla hacia las montañas lejanas, que tendremos que cruzar para llegar al apartamento de Aaron. El sol brilla con tanta fuerza que hace calor en el coche, así que enciendo el aire acondicionado.
No, no es el hombre que tengo a mi lado lo que me hace sentir acalorada. De ninguna manera. Hace tiempo pasamos una noche de sexo bastante más que adecuado, pero eso fue en otra vida. Ahora es un idiota.
Con el aire acondicionado en marcha se está bien. También bajo un poco la ventanilla. No hay ni una nube en el horizonte.
¿Así que va a caer una tormenta en unas horas, eh? Los meteorólogos han vuelto a equivocarse.
Ve que miro el cielo y me dice:
—Sí que lloverá.
—Te equivocas. Como he dicho, la tormenta no está invitada a mi boda.
—¿Ah, sí? ¿Eres Dios? ¿Controlas los cielos? Y una tormenta en una boda sería algo bonito.
—En mi boda no. De ninguna manera. No me gustan las tormentas.
Suelta una carcajada irónica.
—Pues suerte que vives en Colorado, donde no hay tormentas, ni nieve ni nada de nada…
—No solo hay nieve en Colorado.
—Es el deporte nacional. Las mejores estaciones de esquí del país están aquí. ¿Alguna vez has esquiado?
Frunzo el ceño.
—¡Cállate ya!
La respuesta es no. Jamás he practicado esquí. Cuando hace frío, se me pone la piel rara. De hecho, odio el frío y odio los deportes. Pero más que eso, nací con dos pies izquierdos. Soy una patosa y punto. Cuando después de un año de clases de patinaje sobre hielo todavía era incapaz de tenerme en pie, mis sueños olímpicos se desvanecieron. Así que pensé que no valía la pena probar con el esquí.
Por desgracia, el estúpido que tengo al lado no sabe de qué le hablo. Era un jugador de rugby muy bueno en el instituto, y casi llegó a los equipos olímpicos de esquí y de natación en Colorado. Y esos son los únicos talentos de los cuales tengo noticia, porque intento no fijarme en él. Es especial en todos los sentidos. Seguro que es una de esas personas que destacan en todo lo que hacen.
Cuando empiezo a pensar que lo del alambre no era tan mala idea, Miles levanta la mirada del móvil.
—Dime, ¿de quién fue la genial idea de casaros el Día D?
Y ha vuelto a abrir la boca. ¿Por qué no se queda callado como le he pedido? Le chisto como si estuviera en un cine.
De repente, caigo en lo que ha dicho.
—¿Cómo?
Sonríe burlón.
—¿O es que ni siquiera sabías que tu aniversario de boda coincidirá con un día que vivirá para siempre en la infamia?
Lo miro, confusa, por encima de las gafas de sol.
—Debías de estar dormida durante la clase de historia en el instituto. —Arquea una ceja con aire de superioridad—. El 7 de diciembre de 1941. Pearl Harbor. ¿Te suena?
Claro que sí, pero no me había dado cuenta.
—Bueno, tampoco pasa nada. Eso fue hace años. Prefiero mirar hacia delante, no hacia atrás.
—Así que estás condenada a repetir la historia, ¿no?
Lo miro enfadada. Hay un hecho histórico en mi pasado que seguro que no repetiré, y será la noche de mi primera fiesta universitaria.
—Lo creas o no, cada día del año es el aniversario de algo horrendo. Por ejemplo, el once de septiembre, el asesinato de Kennedy, la explosión del Challenger… Si la gente se guiara por eso, jamás llevarían a cabo celebraciones.
—Sí,