Best Man. Katy Evans

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en la esposa de Aaron Eberhart!

      Salgo de la cama con un pequeño baile de alegría y abro la puerta de par en par con una enorme sonrisa pintada en la cara. Eva lleva el pelo rubio recogido en un moño, pantalones de licra y una sudadera, recién salida de su clase de yoga de la mañana. También sostiene una bolsa de brioches con pasas y dos enormes tazas de café.

      —¿Cómo está mi novia favorita? —canturrea.

      Me froto las manos y acepto el café que me ofrece.

      —Genial. Dime que es café solo, por favor.

      —¿Qué tipo de mejor amiga crees que soy? Después de veinte años, creo que ya sé cómo tomas el café. —Abre la bolsa, saca un brioche redondo y lo deja encima de una servilleta. Se sienta frente a la mesita, dobla las rodillas hasta el pecho y muerde una frambuesa—. ¿Quieres uno?

      Arrugo la nariz mientras sorbo el café.

      —Tengo que meterme en un vestido, ¿recuerdas?

      —¿De verdad? ¿Para qué? —Finge que no lo sabe. Luego sonríe—. Luego puedes utilizar la elíptica del gimnasio. Espero que estés lista para pasar el día en el spa del hotel.

      —Oh, sí. Tengo ganas. Necesito magia para estas uñas.

      Se las enseño y ella las inspecciona. Me las he mordido casi hasta la raíz por culpa de mi energía nerviosa. Soy un desastre, me muerdo las uñas sin pensarlo.

      —Ugh. Necesitas una manicura y pedicura urgentes, definitivamente. ¿Tu padre lo paga todo? —Saca el folleto del spa del Midnight Lodge de la bolsa—. Porque creo que sería un lujo regalarnos el masaje de cuerpo y facial con chocolate y champán.

      Me encojo de hombros.

      —Dijo, y cito textualmente: «Mi única hija no se casa todos los días. ¡Disfruta y haz lo que quieras!». Y mi madre se ha lanzado de cabeza. Pero ¿chocolate y champán? Acabo de engordar cinco quilos solo con oírte.

      Observa mis curvas, a las que he domado con clases de pilates y yoga y un régimen interminable desde que Aaron me pidió la mano, hace diecinueve meses.

      —Estás estupenda.

      Giro frente al espejo de cuerpo entero y me fijo en el trasero, enfundado en los pantaloncitos cortos que llevo puestos. He hecho suficientes sentadillas como para desarrollar una estantería debajo de la espalda, y ya casi no tengo ni rastro de michelines.

      —Estoy tan contenta. No puedo esperar a ver la cara de Aaron cuando camine hacia el altar. Solo sueño con eso.

      Sonríe.

      —No te preocupes, no te quitará los ojos de encima.

      Frunzo el ceño. De hecho, Aaron casi no se ha fijado en mi transformación, pero es porque suelo llevar ropa ancha. Con el vestido puesto, y con ayuda del corsé para entrar la cintura e impulsar los pechos hacia arriba, será evidente.

      —Más vale que así sea.

      En mi cabeza, la escena está lista: las montañas a lo lejos, el aire frío y limpio, el cielo de color turquesa, y yo rodeada de una familia que me quiere y que ha llegado de todo el país. Y frente a mí, el hombre. El hombre de mi sueños. Me emociono por milésima vez en una hora, y tomo una camiseta y unos pantalones de yoga para cambiarme. Me recojo el pelo en una coleta y digo:

      —¡Lista!

      Me encanta la idea de bajar. Quizá es porque he invitado a más de quinientas personas, pero me siento como si fuera la dueña del hotel. Allá donde miro, hay alguien conocido al que quiero. Abrazo a algunas amigas de la universidad de camino al ascensor y, cuando bajo al vestíbulo, una tropa de primos, tías y gente que no conozco silban la marcha nupcial. Sonrío y hago una reverencia, me sonrojo, y todos aplauden.

      Quiero embotellar este momento para siempre.

      Lo único que lo haría más perfecto sería que Aaron estuviera aquí conmigo.

      Pero no está. Busco por el gran vestíbulo, pero no lo veo por ninguna parte. Quizá esté desayunando.

      Dejamos atrás la chimenea que va del suelo al techo y nos dirigimos a la zona de restauración, siguiendo el sonido de la charla y los cubiertos de la gran sala, llena de gente. Miro a mi alrededor y veo a mis diez damas de honor, a las dos muchachas que llevarán los ramos y al portador del anillo, todos sentados alrededor de una mesa redonda.

      Pero Aaron no está.

      Eva y yo caminamos hacia mis damas de honor. Natalie y Cara son buenas amigas desde el instituto, y Eva también las conoce, pero las demás son familiares más lejanos, y también hay algunos de Aaron, a los que no conozco tan bien. Pero tiene tantos amigos, sobre todo de la fraternidad de la universidad, que no podía limitarse a diez. Así que para equilibrar las cosas, invité a gente casi desconocida.

      Abrazo a Natalie y Cara, saludo a los demás y les mando besos a mi trío de primas de cinco años.

      —¡Hola! ¿Todo el mundo se lo está pasando bien? ¿Listos para el spa a las diez?

      Todos asienten, y las niñas, que llevan camisetas estampadas de flores a conjunto, aplauden. Las abrazo con fuerza y les beso las mejillas sonrosadas de nuevo:

      —¡Las tres vais a estar preciosas! —digo.

      Natalie silba.

      —Eh, chica. ¿Ya sabes lo de la despedida de soltero?

      Mmmm. No estoy segura de querer saber nada. La piel de la nuca se me eriza.

      —¿Qué pasa?

      —Nada. Pero Mike no llegó a casa hasta las seis.

      Mike es su marido, y es cierto que cuando lo saludé parecía un poco apagado. En su caso, no es algo negativo. Aaron tiene fama por las fiestas que da, así que pensé que un par de acompañantes más bien sosos impedirían que las cosas se descontrolaran.

      No parece que fuera así.

      —¿A las seis de la mañana? —repito de manera estúpida.

      Asiente.

      Me enderezo. Bueno, eso explica por qué Aaron no está por ningún lado. Pero no lo entiendo, porque la despedida de soltero consistía en ir a esquiar a Winter Park. Quizá tomaran algunas cervezas y fueran de bares por allí, pero Aaron me había dicho que como mucho sería un poco de diversión para relajarse después del esquí, nada más.

      Sin embargo, lo de volver a las seis de la madrugada… Parece preocupante, como mínimo. No puedo evitarlo, y el estómago me da un vuelco.

      —¿Y qué hicieron?

      Se encoge de hombros.

      —Se fueron a una discoteca o algo así. Pero cuando volvió, me dijo que olía como si fuera una fábrica de cerveza y fue a vomitar al baño.

      —¿Una discoteca? Eso no parece muy relajado. —Me froto las sienes; estoy preocupada porque Aaron tiene

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