Un sueño hecho realidad. Betty Neels
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El señor Paige levantó la vista cuando ella entró.
–¿Matilda? Ah, el café. Gracias, querida –se quitó las gafas–. ¿Has salido esta mañana?
–Sí, padre, tenía una entrevista con el doctor Lovell, el médico del pueblo. Voy a trabajar para él a tiempo parcial.
–Muy bien, muy bien. Así conocerás a otros jóvenes y podrás llevar cierta vida social, espero. ¿No te supondrá mucho trabajo?
–Qué va. Solo tendré que recibir a los pacientes, ocuparme de sus fichas y escribir cartas. Me gustará.
–Y, además, te pagarán. Así podrás comprarte cosas bonitas, querida.
Matilda bajó la vista a la mesa. Allí estaba la factura del gas y una nota del fontanero recordándoles que había arreglado los grifos de la cocina.
–Eso haré, padre –dijo en un tono demasiado alegre.
El lunes por la mañana, Matilda se levantó antes de la hora acostumbrada, les llevó el té a sus padres y se retiró a su habitación. No podía transformarse en una belleza, pero, al menos, podía ir impecable. Estudió su rostro en el espejo mientras se extendía los polvos y se pintaba los labios. Enseguida se quitó la pintura. No había ido maquillada a la entrevista y, aunque no creía que el doctor Lovell se hubiese fijado mínimamente en ella, siempre existía la posibilidad de que lo hubiese hecho. Además, sospechaba que había conseguido el trabajo porque era lo más parecido a la señorita Brimble que le permitía su juventud.
La había visto una vez: insulsa, con gafas y ropa de color pardo. Nada en su aspecto habría llamado la atención del doctor Lovell y, Matilda, incapaz de hallar nada en su armario de un color tan insípido, optó por el azul marino con recatado cuello blanco. Lástima, pensó mientras se recogía el pelo en una trenza, que las circunstancias la obligaran a no sacar partido de su físico.
Hizo una mueca al ver su reflejo. Tampoco importaba. Tenía tantas oportunidades de atraer al doctor Lovell como una vaca de volar. Había sido una estúpida al enamorarse de un hombre que ni siquiera la había mirado durante más de un momento.
La consulta estaba a un lado de la casa, y había una senda estrecha que conducía a la puerta lateral. Ya estaba abierta cuando se presentó, y una mujer estaba quitando el polvo a la fila de sillas. Matilda le dio los buenos días y, siguiendo las instrucciones que había recibido, entró en el despacho. El doctor Lovell todavía no estaba allí. No le extrañó, porque faltaban varios minutos para las ocho.
Abrió una ventana, se cercioró de que tuviera todo lo necesario en su escritorio y regresó a la sala de espera, para sentarse detrás de su mesa, que estaba situada en un rincón. El libro de citas ya estaba allí, así que se dispuso a sacar las fichas de los pacientes de aquella mañana del archivador que estaba junto al escritorio. Ya las había ordenado a su gusto, cuando llegó el primer paciente, el anciano señor Trimble, el padre del propietario de la taberna. Era un hombre callado, que tosía con frecuencia, y, a juzgar por el amplio número de fichas, iba a la consulta con asiduidad. Masculló un saludo y se sentó. Tras él entró una joven con un bebé. Tanto la madre como el hijo tenían mal aspecto, así que Matilda se preguntó quién de los dos sería el paciente.
La sala se llenó y Matilda se mantuvo ocupada, aunque era consciente de las miradas curiosas y de los susurros. La señorita Brimble había trabajado allí durante tanto tiempo, que su sustituta era una novedad y, tal vez, no del agrado de todos.
El doctor Lovell abrió, por fin, la puerta de su despacho, dio los buenos días a todos, tomó las fichas del señor Trimble de manos de Matilda e hizo pasar a su paciente. Diez minutos después, salió detrás de él, tomó las fichas del siguiente paciente y dejó que Matilda le diera hora al señor Trimble para una siguiente visita.
No era un trabajo difícil, pensó Matilda, pero tampoco tenía tiempo para aburrirse, porque el teléfono sonaba de tanto en cuando y algunos de los pacientes tardaban en decidir la fecha y la hora de su siguiente visita, pero, cuando el último paciente entró en el despacho del médico, Matilda se sentía contenta. De acuerdo, el doctor Lovell no se había fijado en ella, pero, al menos, lo había visto de vez en cuando.
Trató con paciencia a la anciana que fue la última en salir, porque era casi sorda y, además, estaba preocupada por no perder el autobús.
–Mis gatos –le explicó la anciana–. No me gusta dejarlos solos más de una hora.
–Entiendo –dijo Matilda–. Yo también tengo un gato. Se llama Rastus.
La puerta que estaba a su espalda se abrió y el doctor Lovell dijo con impaciencia bien disimulada:
–Señorita Paige…
Matilda se volvió y le sonrió.
–La señora Trim tiene un gato, y yo, también. Estábamos hablando de ellos –despidió a la señora Trim y cerró la puerta tras ella–. Pondré todo en orden, ¿le parece?
El doctor Lovell no contestó; se limitó a hacerse a un lado para que pasara ella primero al despacho. Una vez dentro, la puerta que comunicaba con la casa se abrió y una mujer alta y huesuda entró con la bandeja del café. Matilda le dio los buenos días.
–Qué amable… Café. Y tiene un aroma delicioso.
Henry Lovell la miró con expresión inescrutable. Matilda le había parecido tan dócil y callada durante la entrevista. Dijo con firmeza:
–Mientras se toma el café, por favor, tome nota de ciertas instrucciones que quiero darle.
Matilda no necesitaba mirarlo para saber que lo había irritado.
–Hablo demasiado –le dijo, y abrió el bloc de notas. Sintió un cosquilleo en la nariz al inspirar el aroma que emanaba la cafetera.
–Sea tan amable de servir el café, señorita Paige. Debo señalar que, normalmente, no tendrá tiempo para tomar nada. Esta mañana ha habido pocos pacientes y, normalmente, me marcho en cuanto sale el último, para que usted ordene y cierre la puerta y los armarios. Debo advertirle que la consulta de la tarde suele estar bastante concurrida.
El doctor abrió un cajón y le tendió un llavero.
–Si me entretengo, confío en que usted reciba a los pacientes y lo tenga todo listo para cuando yo llegue. La señorita Brimble era muy eficiente; espero que usted también lo sea.
Matilda tomó un sorbo de café. Qué extraño, pensó, que de los millones de hombres que había en el mundo, se hubiese enamorado de un médico distante y educado de fríos ojos azules y, por lo que sabía, con un corazón igual de frío.
–Haré lo posible por seguir los pasos de la señorita Brimble –le dijo, y Matilda tomó nota de sus instrucciones–. ¿Me necesita para alguna otra cosa, doctor? Entonces, ordenaré la sala de espera y echaré la llave.