Un sueño hecho realidad. Betty Neels

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Un sueño hecho realidad - Betty Neels Jazmín

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style="font-size:15px;">      La señora Paige la interrumpió de la forma más educada posible.

      –Matilda no es una joven muy sociable –le dijo–. De lo cual me alegro, porque no soy muy fuerte y la preocupación por la enfermedad de mi marido me ha destrozado los nervios.

      –Lo lamento, señora Paige –dijo la señora Milton–. Confiaba en poder presentarle a algunas personas del pueblo y en persuadirla para que se uniera a uno o dos de nuestros comités. Recaudamos bastante dinero para los pobres sin armar mucho revuelo. Y la asociación de madres crece cada día. Lady Truscott es la presidenta, y nos reunimos en su casa una vez al mes. Toda una mansión, ya sabe…

      –Me encantará asistir y brindarle toda la ayuda que pueda –se apresuró a decir la señora Paige, mucho más animada, y profirió una carcajada de pesar–. Esto es tan distinto. Echo de menos nuestra antigua casa, y la vida social que iba unida a la vicaría. Y, por supuesto, la variedad de tiendas. Tengo entendido que la peluquería más cercana está en Taunton.

      –La señorita Wright no lo hace tan mal, y está en el pueblo. Confieso que yo voy a Tessa’s, en Taunton. Si quiere, le daré su teléfono y, si menciona mi nombre, estoy segura de que le hará un hueco.

      –Es usted muy amable. Tendrá que ser el día en el que el autobús va a Taunton. Me han dicho que solo hay uno.

      –¿No tiene coche?

      –No, yo no sé conducir y a Jeffrey se lo han prohibido, así que vendimos el que teníamos.

      La señora Milton se volvió hacia Matilda.

      –¿Tú no conduces, querida?

      Matilda solo tuvo tiempo para decir que sí, antes de que su madre se apresurara a explicar:

      –No tenía sentido conservar el coche solo para disfrute de Matilda. Le gusta andar y también puede moverse en bicicleta.

      –En ese caso –dijo la señora Milton–, me encantará llevarla a Taunton la próxima vez que vaya a la ciudad. A Matilda también, si…

      –Una de nosotras debe quedarse en casa, por si acaso Jeffrey no se encontrase bien, pero le agradezco su ofrecimiento. Me encantará ir a Taunton con usted. Tal vez podría arreglarlo para ir a la peluquería y hacer una pequeña compra. Estoy segura de que la tienda del pueblo es excelente, pero necesito algunas cosas que no creo que abastezcan aquí.

      –Organizaremos un viaje dentro de poco, y tendrá noticias del comité –la señora Milton se puso en pie–. Me alegro de que haya venido a vivir a Much Winterlow, y estoy segura de que se encontrará a gusto una vez que esté totalmente instalada.

      Miró a su marido y este, a regañadientes, puso fin a la interesante conversación que estaba manteniendo con el señor Paige. Se dijeron adiós y Matilda los acompañó hasta la verja, desde donde los despidió con la mano.

      –Una joven muy agradable –dijo la señora Milton–, pero creo que no tiene mucho tiempo para divertirse. Su madre…

      –Vamos, querida, no te precipites en juzgar a las personas, aunque entiendo lo que quieres decir. Debemos procurar a Matilda algunas amistades.

      –Me pregunto qué tal se llevará con Henry.

      –Seguramente, bastante bien. No creo que sea un jefe muy duro. En cuanto se hayan acostumbrado el uno al otro, sin duda, Matilda demostrará ser igual de eficiente que la señorita Brimble.

      Aunque eso no era lo que la señora Milton había querido decir, pero no se molestó en aclarárselo a su marido.

      La señora Paige siguió a Matilda hasta la cocina.

      –¿Te han pagado?

      Matilda apiló las tazas y los platos junto al fregadero.

      –Sí, madre.

      –Me alegro. Si la señora Milton cumple su promesa, podré ir a Taunton. Necesito un par de cosas, aparte de arreglarme el pelo. Si me das veinticinco libras… Comprende que, si tengo que conocer a todas esas mujeres, tengo que estar presentable, y podrás disponer del resto del dinero…

      –Lo he ingresado en la cuenta de papá, en el banco.

      –Matilda, ¿te has vuelto loca? Le ingresarán la pensión dentro de una semana, y podemos abrir una cuenta en la tienda.

      –Hay que pagar la factura del gas, al fontanero….

      La señora Paige dijo con voz llorosa:

      –No puedo creer que mi propia hija sea tan malvada –se echó a llorar–. Odio este lugar, ¿es que no lo entiendes? Esta casa minúscula y este pueblo sin tiendas y nada que hacer en todo el día. Siempre ocurría algo en la vicaría: la gente iba de visita, para pedir consejo o ayuda; pasaban cosas. Claro que a ti no te importa –añadió–. No creo que eches de menos a tus amigas, y dudo que hubiera ningún hombre interesado en ti. Tanto mejor, porque dudo que conozcas a nadie que quiera casarse contigo.

      Matilda dijo en voz baja:

      –No, supongo que no. Lamento que seas tan desgraciada, madre, pero tal vez conozcas a gente que sea de tu agrado cuando vuelvas a ver a la señora Milton –sacó algunos billetes de su bolso–. Aquí tienes veinticinco libras –dejó el dinero sobre la mesa–. Yo prepararé el almuerzo, ¿te parece?

      Su madre dijo algo, pero Matilda no lo oyó, porque estaba reprimiendo el impulso de salir corriendo de la casa y huir a algún sitio en el que no le recordaran que era insulsa, poco agraciada y malvada. La vida habría sido muy distinta de haber sido bonita…

      Movió con fuerza la cabeza. La autocompasión era una pérdida de tiempo; la vida no era tan mala. Tenía un trabajo, le gustaba el pueblo, había conocido a gente agradable y, además, estaba el doctor Lovell. El amor que sentía hacia él llenaba su vida de color y, con el tiempo, si conseguía parecerse más a la señorita Brimble, conseguiría agradarlo. No esperaba nada más, su madre ya había dejado claro que no podía atraer a un hombre como él.

      Preparó el almuerzo, escuchó los alegres comentarios de su padre sobre el reverendo Milton y su esposa y, luego, con Rastus como única compañía, salió al jardín y empezó a recoger las hojas que cubrían el césped.

      Hacía fresco y el viento soplaba con fuerza, así que la trenza se le deshizo y, además, se había atado un saco sobre la falda. El doctor Lovell, al pasar por delante, en su coche, pensó con indiferencia que Matilda estaba desaliñada. La borró de su mente y se sintió vagamente irritado al sorprenderse recordando aquella mata de pelo castaño claro flotando al viento.

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