Un sueño hecho realidad. Betty Neels

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Un sueño hecho realidad - Betty Neels Jazmín

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veré esta tarde, señorita Paige –le dijo, y la miró entonces–. Este no es un trabajo en el que se pueda estar muy pendiente de la hora.

      Matilda se puso en pie y caminó hacia la puerta, desde donde dijo en voz baja:

      –Supongo que echa de menos a la señorita Brimble. Confiemos en que todo salga bien, ¿no?

      Matilda cerró la puerta con cuidado al salir y el médico se quedó mirando el rectángulo de madera que lo separaba de la sala de espera con una expresión de sorpresa en su atractivo rostro. Se concedió una sonrisa, aunque fugaz. La señorita Paige tendría que adaptarse a su forma de trabajar o buscarse otro empleo.

      Matilda se fue a casa, se puso el delantal y empezó a llenar de ropa la lavadora. Su padre estaba en el despacho, su madre, preparando café en la cocina.

      –Bueno, ¿qué tal te ha ido? –preguntó la señora Paige–. Supongo que no es un trabajo muy difícil. ¿Es un hombre agradable el doctor Lovell? Tu padre tiene que ir a verlo dentro de unos días. Es un fastidio que tenga que ir al médico tan a menudo. Cuando se recuperó del ataque al corazón, pensé que ya se había curado.

      –Bueno, está curado, madre. Pero es posible que sufra otro ataque si el médico no lo vigila. Aunque, se siente a gusto aquí, ¿verdad? Esta es la clase de vida ideal para él.

      La señora Paige dijo con fiereza:

      –Sí, claro, es ideal para él, pero ¿y para mí? No hay nada que hacer en esta minúscula aldea.

      –No es minúscula. Y la señora Simpkins me ha dicho que siempre hay alguna actividad. Teatro para aficionados en el invierno, partidas de bridge, y tenis y cricket en el verano. En cuanto conozcas a la gente…

      –¿Y cómo voy a conocerlos? ¿Llamando a su puerta? Llevamos aquí casi dos semanas.

      –Si fueras al pueblo más a menudo… –empezó a decir Matilda–. Todo el mundo va a la tienda de la señora Simpkins.

      –¿Todo el mundo? ¿Quién es todo el mundo? Nadie con quien pueda trabar amistad. Cuando pienso en la vida tan agradable que llevábamos en la vicaría… en mis amigas, en las personas tan interesantes que iban a ver a tu padre…

      –Estoy segura de que aquí también hay personas interesantes –dijo Matilda–. ¿Vas a tomar café con papá? Yo ya he tomado en la consulta. ¿Preparo unos macarrones con queso para el almuerzo?

      Su madre se encogió de hombros.

      –¿Cómo es el doctor Lovell? El típico médico de cabecera rural, supongo.

      Matilda no contestó. No creía que el doctor Lovell fuese típico para nadie, pero, claro, ella estaba enamorada de él.

      Tuvo cuidado de presentarse en la consulta varios minutos antes de las cinco. Ya tenía preparadas las fichas de los pacientes y estaba sentada detrás de su escritorio, cuando se presentó el primer paciente. El doctor Lovell había dicho la verdad; la afluencia de personas era constante: varios hombres con catarros molestos, unos cuantos niños quejicosos y dos jóvenes con las manos vendadas. Por las fichas, sabía que la mayoría provenían de granjas cercanas y, como todos se conocían entre ellos, la habitación era una algarabía de voces alegres mezcladas con ataques de tos y gemidos infantiles.

      El doctor no había dado señales de vida y ya eran más de las cinco. Matilda salió de detrás de su escritorio para sostener a un niño díscolo, mientras la madre llevaba al hijo mayor al servicio. Todavía estaba con él en brazos, cuando el doctor Lovell abrió la puerta e hizo pasar al primer paciente, un anciano aquejado de tos.

      Miró a Matilda con las cejas levantadas, pero no hizo ningún comentario y, cuando salió a recibir a su segundo paciente, ella ya estaba sentada detrás de la mesa, ocupada con el libro de citas y consciente de que todos la observaban. A fin de cuentas, era una recién llegada en la aldea y, aunque la señora Simpkins había dado la opinión de que Matilda era una joven agradable, un poco callada, pero educada, el pueblo no tenía intención de precipitarse en sus conclusiones.

      La hija del pastor, se decían. Bueno, la señorita Brimble también lo era, aunque le doblaba en edad. La despedían con amabilidad y, una vez en sus casas, durante la cena, expresaban su opinión: una joven agradable, un poco insulsa, pero sonriente.

      En cuanto al doctor Lovell, que aquella noche fue a cenar a casa del reverendo Milton, se mostró satisfecho con su nueva recepcionista. Aunque, no tenía nada más que decir sobre ella.

      La semana transcurrió sin novedad. Los martes solo había consulta por la tarde, porque el doctor tenía el cargo de anestesista en el hospital de Taunton y pasaba allí la mayor parte del día, y los jueves, solo recibía pacientes por la mañana. El miércoles, la consulta se llenó con las víctimas de las primeras gripes invernales. Matilda disfrutaba del trabajo, aunque deseaba poder llevarlo a cabo en una atmósfera más limpia, y no con olores a abrigos húmedos y a granjas. Y, aunque el doctor Lovell seguía mostrándose educado, pero frío, al menos, ella lo veía todos los días. Tarde o temprano, dejaría de compararla con la señorita Brimble y concluiría que Matilda era una joven agradable.

      Y, con lo que era Matilda, ya había urdido varios planes. Una planta para la sala de estar, un pequeño jarrón con flores para el escritorio del doctor Lovell, un orinal para los bebés y algún recipiente donde los pacientes pudieran dejar los paraguas en los días de lluvia. Había muchos trastos que su madre había relegado al cobertizo del jardín; tal vez encontraría allí algo que pudiera servir.

      Después del primer día, Matilda había declinado educadamente la invitación de tomar café y se había limitado a permanecer de pie junto al escritorio del médico, para recibir instrucciones, a despedirse alegremente y a cerrar la puerta con cuidado al salir. No tenía sentido que se quedara más tiempo del imprescindible cuando, prácticamente, era invisible para él.

      El viernes por la mañana, Matilda encontró un sobre encima de su mesa. Durante la entrevista, le había pedido al doctor Lovell que le pagara en metálico al final de cada semana, y el médico había accedido sin hacer ningún comentario. Guardó el sobre en el bolso y saludó al primer paciente. Su padre le había enseñado que el dinero no era el camino fácil a la felicidad, pero, por una vez en su vida, no podía evitar sentirse como una millonaria…

      En el pueblo, había una pequeña sucursal del banco de su padre, que abría tres días a la semana durante unas horas. Matilda ingresó la mayor parte del dinero en la cuenta del señor Paige, le compró unas salchichas a la señora Simpkins y se fue a casa rebosante de alegría.

      Había un coche aparcado delante de la verja: un antiguo Rover perfectamente conservado. Pertenecía al reverendo Milton, y Matilda se alegró de verlo, porque significaba que el pastor había ido a visitar a sus padres. Ya se había pasado a verlos en otra ocasión, justo después de la llegada de los Paige a Much Winterlow, pero dado el caos en el que había estado sumida la casa, no se había quedado mucho tiempo.

      El reverendo estaba en el salón, con su esposa. La señora Milton era una mujer plácida, de corta estatura y rostro amable y, según la señora Simpkins, gozaba del afecto de todos los habitantes del pueblo.

      Matilda los saludó y, a petición de su madre, fue a preparar más café. Lamentaba no haber comprado algunas galletas de regreso a casa. Rellenó las tazas de todos y se sentó para contestar a las amables preguntas de la señora Milton.

      ¿Le gustaba trabajar con el doctor Lovell? Era un hombre muy bueno y valioso, aunque trabajaba

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