Un mal comienzo. Stella Bagwell
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–Sí. Lo creo. No me lo imagino cediendo ante nadie.
Adam la miró para descubrir a qué se refería, pero al recorrerle con la vista los altos pómulos, la dorada piel, los ojos color chocolate y los labios maquillados color cereza, se olvidó para qué la miraba. El contraste de esos labios contra el resto de su cara era lo más erótico que Adam recordaba haber visto en una mujer.
–Mire, señorita York, me doy cuenta de que no nos conocemos demasiado y…
–Cuatro horas como máximo –lo interrumpió ella.
Adam asintió y se dirigió a una mesita donde había una cafetera con tazas. Sentía que se ahogaba.
–¿Café? –ofreció.
–Gracias, solo, por favor.
Él sirvió dos tazas y le llevó una. Aunque su intención era dársela y alejarse inmediatamente, pero como había descubierto en el poco tiempo que habían compartido, cuando se acercaba a ella no era dueño de sus actos. Se quedó a un paso de ella y volvió a mirarle los rojos labios.
–Me doy cuenta de que no quería matarme. Solo lo pareció.
–Créame, señor Sanders, si hubiera intentado matarlo, habría encontrado una forma más fácil y sencilla que hacer que saliese disparado de un Jeep.
Tomó un trago del café, hizo un gesto de disgusto ante el amargo sabor y luego lo miró. Tenía facciones fuertes y huesudas, la piel morena por el sol y los ojos verdes como esmeraldas húmedas. Su pelo era del color de la caoba brillante y le caía sobre la frente en una onda. Si tuviera que describir su aspecto con una sola palabra, diría que tenía un atractivo sexual.
–¿Cree en realidad que podremos trabajar juntos? –le preguntó.
Adam no podía imaginarse haciendo ningún tipo de trabajo junto a esa mujer, pero se cuidó bien de decirlo. Sanders Gas and Exploration necesitaba un buen geólogo desesperadamente. Si iba a ser Maureen York, entonces tendría que hacer un esfuerzo y concentrarse en ser profesional.
–Si usted puede olvidar la primera vez que nos vimos, yo también puedo –dijo.
Ella olía a lilas y antes de poder controlarse, un montón de preguntas lo asaltaron.
–Muy generoso de su parte –respondió ella.
Adam dejó escapar el aire que estaba conteniendo. Si la memoria no le fallaba, lo único que ella le había dicho era que estaba divorciada y que llevaba diez años trabajando de geólogo. Aparte de eso, no tenía ni idea de dónde provenía o de cómo su padre la había logrado seleccionar de una larga lista de potenciales candidatos para el puesto.
Maureen tomó otro trago de café.
–Yo, ejem… , al día siguiente del accidente me dirigía al hospital a ver cómo se encontraba cuando una llamada urgente me obligó a tomar un avión de vuelta a los Estados Unidos. Llamé al hospital más tarde y una enfermera me aseguró que estaba bien. Me alegré de ello.
Adam se había convencido de que no le importaba si Maureen York tenía la cortesía de ir al hospital a ver si se había muerto o no. Pero ahora, sentía que tenía quince años en vez de veinticinco. Su explicación lo hacía sentir ridículamente bien.
–Solo tuve la molestia de una escayola –dijo, forzándose a separarse de ella.
Tomó su taza y se acercó a la pared de cristal. Las montañas cubiertas de coníferas se extendían ante sus ojos hacia el sur. Hizo el esfuerzo de mantener su atención fija en su belleza en vez de la de Maureen York.
–¿Qué la ha traído a Sanders Gas and Exploration? –le preguntó–. Hace seis semanas tenía un trabajo con una buena empresa.
Maureen se preguntaba lo mismo. Se hallaba satisfecha con sus anteriores jefes. Sus oficinas centrales se hallaban en Houston, el centro de la industria petrolera. Le pagaban un salario excelente y la gente con quien trabajaba era de lo más agradable. Pero se había sentido ahogada en la ciudad. Y aunque no le gustase reconocerlo, se había enfrentado al hecho de que su vida se había estancado. Quería y necesitaba un cambio. Sin embargo, si hubiese sospechado que ese hombre era parte de Sanders Exploration, nunca habría aceptado el trabajo.
–Por empezar, quería salir de Houston. No me disgustaba la ciudad, pero estaba cansada de vivir en un apartamento y llevar esa vida agitada. Quiero una casa con jardín y árboles.
No pudo evitar mirarla por encima del hombro.
–Parece que quiere establecerse, más que avanzar en el trabajo.
Ella cuadró los hombros y dio la vuelta al escritorio para colocarse a su lado frente a la ventana.
–Supongo que se puede decir que me gustaría bajar el ritmo, pero no de la forma que usted supone.
Los verdes ojos se cruzaron con los castaños.
–No sabía que hubiera otra forma para… una mujer.
¿Por qué permitía que la irritara? Era tonto, considerando que había tenido que lidiar con hombres mucho peores.
–Quizás le interese saber que no todas las mujeres estamos desesperadas por casarnos. Podemos llevar nuestra vida sin un hombre.
–¿Ah, sí? Mi madre cree que una mujer tiene que encontrar a un hombre y un hombre a una mujer antes de que puedan ser totalmente felices.
–Su madre ha de ser una romántica redomada –murmuró. Luego se dio la vuelta y concentró su atención en las montañas que se extendían varios kilómetros de distancia.
Y Maureen York no era una romántica. No lo había dicho, pero Adam lo había leído en su rostro antes de que ella se diese vuelta. Era un alivio saber que ella no buscaba romance. Ello haría que trabajar juntos resultase mucho más fácil.
–Este trabajo hará que tenga que viajar a un montón de sitios, particularmente aquí, en Nuevo México. No es probable que tenga demasiado tiempo para disfrutar de su casa con jardín.
–No quiere que acepte el trabajo, ¿verdad? –le preguntó ella, mirándolo por el rabillo del ojo.
Él se forzó a mantener la mirada fija en los hermosos bosques donde se podían ver ardillas y pájaros alimentarse a todas horas del día.
–Yo no soy quien toma la decisión final. Mi padre es quien tiene ese derecho –le dijo.
–Eso no es lo que yo he dicho –señaló ella.
–Creo que ha venido aquí buscando algo que no podía encontrar en Houston. No creo que lo encuentre aquí tampoco.
¿Cómo podía saber lo que ella buscaba? Maureen acabó el amargo café y tiró el vasito a una papelera.
–¿Es usted una autoridad en geólogos, o mujeres, o ambos?
–No me considero una autoridad en nada –respondió él.
Ella