Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo I - Leon  Trotsky

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de una manera decorosa y se deja una salida —decía el ministro de Negocios Extranjeros, Sazonov—, los kadetes serán los primeros en aceptar el pacto; Miliukov es un gran burgués, y a nada teme tanto como a la revolución social. Además, la mayoría de los kadetes tiemblan ante la perspectiva de perder sus capitales». Por su parte, el propio Miliukov entendía que el «bloque» tendría que hacer «ciertas concesiones». Como se ve, ambas partes estaban dispuestas a entenderse, y parecía asunto concluido. Pero el 29 de agosto, Goremikin, el presidente del Consejo, un burócrata cargado de años y de honores, viejo cínico que se dedicaba a hacer política entre partida y partida de tresillo y se negaba a atender ninguna queja, diciendo que la guerra no era cosa suya, se presentó al zar en el Cuartel General y volvió con la noticia de que todo el mundo debía permanecer en su sitio y las cosas como estaban, excepto la rebelde Duma, que sería disuelta el 3 de septiembre. La lectura del ukase del zar disolviendo la Duma fue acogida sin una sola palabra de protesta; los diputados dieron un viva al zar y se fueron cada cual por su lado.

      ¿Cómo este gobierno, que, según su propia confesión, no se apoyaba en nadie, pudo sostenerse en el poder más de año y medio? Los triunfos pasajeros de las tropas rusas surtieron, indudablemente, su efecto, reforzando la benéfica lluvia de oro. Cierto es que los triunfos en el frente se acabaron pronto, pero en el interior del país los beneficios seguían viento en popa. Sin embargo, la causa principal de que se consolidase la monarquía por una temporada, doce meses antes de sobrevenir su derrumbamiento, residía en la aguda diferenciación del descontento popular. El jefe de la Ocrana de Moscú daba cuenta de cómo la burguesía evolucionaba hacia la derecha empujada por «el miedo ante la posibilidad de que después de la guerra se produjesen revueltas revolucionarias». Como vemos, la posibilidad de una revolución en plena guerra se daba por descartada. Los industriales andaban, además, inquietos por los «coqueteos» de algunos de los directores de los comités industriales de guerra con el proletariado. El coronel de gendarmes Martínov, que, por lo visto, no había perdido el tiempo leyendo por deber profesional las obras marxistas, llegaba a la conclusión de que la mejora relativa experimentada por la situación política del país se debía a «la diferenciación cada vez más acentuada de las clases sociales, en la que se ponen al descubierto de un modo vivo y cada vez más insensible, en los tiempos que corren, los conflictos planteados entre sus intereses».

      La disolución de la Duma en septiembre de 1915 fue un reto lanzado a la burguesía y no a los obreros. Y sin embargo, mientras los liberales se volvían a sus casas vitoreando al zar, aunque, a decir verdad, sin gran entusiasmo, los obreros de Petrogrado y Moscú contestaban al reto con huelgas de protesta. Esto acabó de desalentar a los liberales, que a los más que temían era a que un tercero en discordia se entrometiera en su pleito familiar con la monarquía. ¿Qué posición debían adoptar? Los liberales, con unos cuantos gruñidos tímidos del ala izquierda, optaron por la solución acreditada: no salirse de la legalidad y revelar la inutilidad de la burocracia cumpliendo estrictamente con sus deberes patrióticos. Desde luego, no había más remedio que dejar a un lado, por el momento, la lista de un ministerio liberal.

      Entretanto, la situación iba empeorando automáticamente. En mayo de 1916 fue convocada a otra vez la Duma, aunque, a decir verdad, nadie sabía para qué. No entraba en sus intenciones, ni por asomo, hacer un llamamiento a la revolución. Y no siendo así, no pintaba ningún papel. «Durante este período —recuerda Rodzianko— las sesiones se desarrollaban perezosamente, los diputados asistían a ellas con irregularidad... La eterna lucha parecía no tener ningún sentido, el gobierno no quería oír nada, el desorden crecía y el país caminaba hacia el precipicio». En el transcurso de 1916 la monarquía halló un poco de apoyo social en el miedo de la burguesía a la revolución, unido a la impotencia de la burguesía sin revolución.

      En otoño, la situación se agravó más aún. Ahora todo el mundo estaba convencido de que era inútil proseguir la guerra, y la indignación de las masas populares amenazaba con desbordarse a cada momento. Los liberales, al mismo tiempo que atacaban al partido palatino por su «germanofilia», creían necesario tantear las posibilidades de paz, preparando así su porvenir. Sólo de este modo se explican las negociaciones celebradas en Estocolmo, en el otoño de 1916, por uno de los jefes del «bloque progresivo», el diputado Protopopov, con el diplomático alemán Warburg. La delegación de la Duma, que hizo sendas visitas de amistad a los franceses y a los ingleses, pudo convencerse sin esfuerzo, lo mismo en París que en Londres, de que los queridos aliados estaban dispuestos a sacar a Rusia, mientras durase la guerra, el mayor jugo vital posible, para después de la victoria convertir a este país atrasado en terreno propicio para su explotación económica. La vieja Rusia, deshecha y a remolque de los aliados victoriosos, hubiera vivido una existencia colonial. A las clases poseedoras rusas no les quedaba más recurso que pugnar por desprenderse de aquellos abrazos excesivamente apretados de la «Entente» y buscar por su cuenta un camino que les llevase a la paz, aprovechándose del antagonismo que reinaba entre los dos bandos más poderosos. La entrevista del presidente de la delegación de la Duma con el diplomático alemán, primer paso dado en este sentido, quería ser, además, una amenaza para los aliados, con el fin de coaccionarlos a hacer concesiones, y un tanteo de la posibilidad de establecer una inteligencia con Alemania. Protopopov no sólo obraba de acuerdo con la diplomacia zarista —la entrevista se celebró en presencia del embajador ruso en Suiza—, sino que su gestión iba avalada por toda la delegación de la Duma nacional. De paso, los liberales perseguían un objetivo interior no menos importante: «Confía en nosotros —daban a entender al zar— y le conseguiremos una paz por separado, mejor y más firme que Sturmer». Según los planes de Protopopov, es decir, de sus mandantes, el gobierno ruso debería notificar a los aliados, «con algunos meses de anticipación», que se veía obligado a poner fin a la guerra, y que si ellos se negaban a entablar negociaciones de paz, Rusia tendría que firmar un armisticio por separado con Alemania. En una confesión escrita ya después de la revolución, Protopopov dice, como si hablase de una cosa muy natural: «Toda la gente razonable del país, incluyendo a casi todos los líderes del partido de la “libertad del pueblo”6, estaban persuadidos de que Rusia no se hallaba en condiciones de continuar la guerra».

      El zar, a quien Protopopov, a su regreso, dio cuenta del viaje y del resultado de sus negociaciones, se mostró en absoluto conforme con la idea de una paz por separado. Lo que no veía era que hubiese ningún motivo para asociar a los liberales a la empresa. El que Protopopov, rompiendo —dicho sea de paso— con el bloque progresivo, entrase de pronto a formar parte de la camarilla palaciega, tenía su explicación en el carácter personal de ese necio vanidoso, enamorado, según propia declaración, del zar, de la zarina, y, al mismo tiempo, de la cartera de ministro de Hacienda, que se le caía del cielo cuando menos la esperaba. Pero este episodio de la traición cometida por Protopopov contra el liberalismo no hizo variar en un ápice el sentido general que informaba la política exterior de los liberales, mezcla de codicia, cobardía y felonía.

      El 1 de noviembre volvió a reunirse la Duma. La tensión reinante en el país era ya insoportable; todo el mundo esperaba que la Duma tomase alguna resolución decisiva. Era preciso hacer o, por lo menos, decir algo. El «bloque progresivo» se vio obligado a recurrir nuevamente a los ritos parlamentarios. Miliukov, enumerando desde la tribuna los principales actos del gobierno, los glosaba una y otra vez con esta pregunta: «¿Es imbecilidad o es traición?». Hubo también otros diputados que dieron la nota alta. El gobierno no encontró apenas defensores, pero contestó a su modo: prohibiendo que los discursos pronunciados en la Duma fueran publicados por la prensa. Por esta razón hubieron de imprimirse en tiradas aparte, distribuyéndose por millones de ejemplares. Apenas había oficina pública, lo mismo en el interior del país que en el frente, donde no se copiasen estos discursos, muchas veces con interpolaciones y añadidos, a tono con el temperamento del copista. La resonancia de los debates del 1 de noviembre en todo el país fue tal que asustó a los propios acusadores.

      Un grupo de elementos de la extrema derecha, burócratas de raza, inspirados por Durnovo, el pacificador de Moscú en la revolución de 1905, dio al zar una nota que era en aquellos momentos todo un programa. El ojo avezado de aquellos funcionarios expertos que habían cursado

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